RÍO DE JANEIRO
El 44% de los brasileños ha dejado de comer carne durante la pandemia. No pueden pagarla. 125 millones de personas –de una población de 211 millones– están sufriendo inseguridad alimentaria. El dato de los que están en situación extrema, pasando hambre –20 millones de personas– nos devuelve a la etapa anterior a 2004. Es el caldo de cultivo perfecto para que Brasil aparezca reflejado –después de abandonarlo en 2014– en el próximo informe del Mapa del Hambre de Naciones Unidas.
La tarea de mantener a flote al sector más desamparado de la población brasileña se ha ido complicando por momentos en los últimos meses. La sociedad civil presionó por una renta básica de emergencia, y a la hora de implementarla –el denominado auxilio emergencial–, al Gobierno le aparecieron 21 millones de brasileños invisibles, que ni aparecían en los registros ni tenían cuenta bancaria. Poco después quedó claro para todos, o casi todos, que el esfuerzo puntual era claramente insuficiente. Mucha gente se seguía quedando atrás.
Embarrando más aún el terreno, el censo caótico dejó sin ingresos a miles de mujeres cabezas de familia. El auxilio emergencial fue breve, llegó a su fin en diciembre del año pasado, tras cinco mensualidades de 600 reales (menos de cien euros) cada una, y el esfuerzo para su prorrogación hasta el final de la pandemia, y con el mismo valor inicial, no ha dado resultado. El Gobierno Bolsonaro ha recortado el número de beneficiarios –20 millones de personas se quedan ahora fuera– y además ofrece valores reducidos. Seguirá sin ser suficiente.
La Fundación Getúlio Vargas (FGV) situa el nivel de población pobre en Brasil en el 12,83% de la población (finales de marzo de este año), triplicando el nivel de daño contemplado en el auge de esta ayuda (seis meses atrás). La coyuntura, sin embargo, es delicada desde antes de la covid-19. Según la FGV la inseguridad alimentaria era del 17% en 2014, aumentando hasta el 30% en 2019 –con un aumento de la extrema pobreza del 68%–. Son datos que oscilan constantemente y dependen mucho de las ayudas gubernamentales, como el programa Bolsa Familia, lanzado en 2003, al comienzo de la primera legislatura del presidente Luiz Inácio Lula da Silva, basado en otros mecanismos preexistentes.
Según la FGV, la inseguridad alimentaria era del 17% en 2014 y aumentó hasta el 30% en 2019
El efecto de los programas sociales ofrecen "fotografías inmediatas", importantes para trabajar medidas estructurales, explica el investigador Marcelo Neri, de la Fundación Getúlio Vargas, "pero no demuestran sostenibilidad, las personas vuelven rápido a la pobreza, cuyos datos suben por el mismo camino por el que disminuyeron". Para Neri, el auxilio emergencial "anestesia los efectos de la crisis, con un efecto pasajero".
Reconoce Marcelo Neri que "el Bolsa Familia ha generado un gran impacto para la población más pobre, es una tecnología que ha prestado un servicio a Brasil", pero no puede ser la única opción de desarrollo. Además, "desde 2014 ha sufrido recortes de hasta el 20%, y eso que es un programa barato para el Estado: significa el 0,5% del Producto Interior Bruto (PIB), cuando las pensiones significan el 14%". Los valores recibidos por las familias, desde el punto de vista español y europeo, resultan absolutamente ínfimos: cada familia puede acumular lo equivalente a 40 euros, como máximo. Es la fuente de ingresos de la que disponen para comprar comida.
El Instituto de Pesquisa Económica Aplicada (IPEA) exponía hace dos años, en uno de sus Cuadernos de Objetivos para el Desarrollo Sostenible, la necesidad de garantizar al Bolsa Familia un presupuesto suficiente para que el programa fuera lo más efectivo posible, sobre todo en familias con niños de hasta 14 años. "Dado que el país se encuentra en una situación fiscal delicada y nuestra carga tributaria sobrepasa el 30% de PIB, esto probablemente exigirá recortes en otras áreas". Brasil ha elegido otro camino: recortar el número de familias beneficiarias del programa.
Complementar la red iniciada por los programas de transferencia de renta
Es clave, para la Fundación Getúlio Vargas, "conectar las medidas de transferencia de renta con educación –enfocada al mercado laboral–, con inclusión productiva, microcréditos, emprendimiento y creación de empleo". "Tenemos redes de protección social", indica Neri, "pero ahora también necesitamos trampolines de ascensión social".
El sistema Crediamigo, en la región noreste, fruto de la colaboración con un banco federal –Banco do Nordeste do Brasil, BNB–, está considerado el mayor programa de microcrédito productivo y orientado de Sudamérica. Creado en 1998, Crediamigo cuenta con dos millones y medio de clientes activos. En 2020, primer año pandémico, contrataron cuatro millones y medio de operaciones, con una línea especial para mujeres.
Marcelo Neri: "Tenemos redes de protección social, pero ahora también necesitamos trampolines de ascensión social"
Valoraciones al respecto de medidas complementarias para arropar la misión de los programas de transferencia de renta se vienen estudiando en Brasil desde hace años. El IPEA también califica como la opción más esperanzadora "la combinación de crecimiento económico con transferencias monetarias y acciones de inclusión productivas y de desarrollo regional", sobre todo en las zonas más pobres, del norte y el noreste, y más específicamente entre la población negra.
El IPEA, en su informe Hambre cero y agricultura sostenible, de 2019, subrayaba la meta de ofrecer salidas productivas a la población de las zonas rurales más reprimidas. Una de las salidas para otorgar una autosuficiencia mínima sería el robustecimiento del Programa Nacional de Fortalecimiento de la Agricultura Familiar (Pronaf), que "financia la producción agropecuaria por medio de créditos bancarios para costear la producción y la inversión en maquinaria e insfraestructura de los establecimientos agropecuarios".
La trascendental conexión entre agricultura sostenible y población fragilizada se ha puesto de manifiesto una vez más con el vínculo entre la Cooperativa de los Agricultores Quilombolas del Valle de Ribeira (Cooperquivale) y una decena de favelas de la región metropolitana de São Paulo. Cuatro días de trayecto para repartir en total once toneladas de alimentos –palmito, plátanos, limones, yacas, pescado, yuca, etc.–, gracias a la colaboración entre la cooperativa, asociaciones quilombolas, organizaciones no gubernamentales (el Instituto Socioambiental es una de ellas), organizaciones internacionales y líderes comunitarios.
Las comunidades quilombolas –núcleos descendientes de población esclavizada– forman parte al Sistema Agrícola Tradicional Quilombola, registrado por el Instituto del Patrimonio Histórico y Artístico Nacional (Iphan) como patrimonio inmaterial de Brasil. Mientras trabajan, producen y alimentan, están cuidando la Mata Atlántica, uno de los seis biomas del país.
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