El recién concluido Mundial de Catar ha dejado un reguero de fanatismo futbolístico: la victoria de Arabia Saudí sobre la campeona en la puesta de largo de Argentina; un reparto de puntos de soccer entre la sempiterna emergente EEUU y la inventora del balompié y su antigua metrópoli, Inglaterra; o la meteórica y ensalzada trayectoria de Marruecos, con victorias sobre España y Portugal y de claudicar solo ante Francia, la finalista y su protectora colonial, entre otros momentos estrictamente deportivos.
Pero el Mundial ha sido también una guerra entre dos mundos, el actual, de complejidad geopolítica alta, según el termómetro de la realpolitik, y el de origen decimonónico, con cuentas pendientes entre las potencias industrializadas y sus enclaves geográficos de condominio con mano de obra barata y materias primas a mansalva. Y con no pocas deudas históricas sin saldar.
Aunque también ha sido una reunión de alto voltaje para los derechos humanos con críticas airadas, pero de soft power o baja intensidad, que no han menguado ni la exhibición de influencia de Catar como arquetipo de los petro-estado, con un 80% de inmigrantes que operan en el emirato sin garantías laborales, sus flagrantes atentados contra el movimiento LGTBI+ y sus gritos al cielo en favor de una búsqueda interminable por la igualdad.
En este contexto, el Mundial de Catar deja varias lecturas geoestratégicas de calado. Estas son cuatro de ellas que han sido analizadas por observadores internacionales en Foreign Policy, mientras todavía colea el escándalo europeo del Catargate.
La tragedia palestina tuvo sus instantes de gloria
En el cruce entre Marruecos y España en los octavos de final irrumpió en el césped una bandera palestina durante la celebración por la victoria de los Leones del Atlas. También hubo mensajes en la grada de Free Palestine y en muros del exterior de los estadios se realizaron pintadas y se colgaron carteles en favor de la causa más enrevesada de Oriente Próximo. Y, durante el Francia-Túnez, un espontáneo eludió la seguridad y corrió por el campo haciendo ondear la bandera palestina, en medio de la algarabía del estadio que mostró su solidaridad. Palestina, pues, ha estado en el cuadro de mando del activismo en el Mundial de Catar. Diarios como New York Times o The Washington Post estuvieron entre los que se hicieron eco y respaldaron estos actos. Y otros, como el magazine online +972 –una experiencia profesional conjunta de periodistas israelíes y palestinos– tituló una de sus piezas más divulgadas y leídas La primera Copa del Mundo de Palestina.
No deja de ser un triunfo moral que se comprobó con el descontento de los aficionados hacia la cobertura de medios israelíes. Incluso en medio de la intensa normalización diplomática que los Acuerdos Abraham han logrado establecer entre Tel Aviv y Emiratos Árabes Unidos (EAU), Sudán, Bahréin o Marruecos. Dando la razón a sondeos como el Barómetro Árabe, estudios del centro de investigación Zogby o el Institute for Near East Policy, think tank con sede en Washington en los que convienen en señalar que las sociedades árabes aceptan la realidad de Israel, pero no su legitimidad. Steven A. Cook lo compara con un sentimiento popular arraigado en Arabia Saudí, donde creen que los intentos de persuasión del príncipe heredero Mohamed bin Salman (MbS) no tendrán efecto mientras los 6 millones de israelíes que viven en asentamientos en territorios palestinos no abandonen sus ocupaciones.
Israel tiene lazos diplomáticos con más de 160 países, seis de la Liga Árabe. Pero la Copa del Mundo ha dejado retazos de que el conflicto sigue sin solución. En un territorio –la Península Arábiga– al que siempre se ha abrazado la causa palestina, pero del que cada vez recibe más palos y menos zanahorias. Al fin y al cabo, al día siguiente de la clausura del torneo, los israelíes reanudarán los vuelos hacia Dubái, Abu Dhabi, Rabat o Manama, los saudíes concederán visas a empresarios de Israel y Catar renovará la alianza con el Ministerio de Exteriores de Tel-Aviv sobre el control de Gaza y permitirá que los intermediarios israelíes del comercio de diamantes operen en Doha. Y la bandera palestina ondeará en múltiples lugares de los emiratos y Arabia Saudí mientras sigue sin estar izada en su propia tierra como estado independiente.
Jugadores inmigrantes, bajo una ciudadanía peculiar
El emirato no ha escatimado ni esfuerzos ni dinero para su mundial. La profusión de estadios construidos en tiempo récord y con múltiples denuncias por incumplimiento de las más elementales normas de seguridad laboral y la sucesión de muertes de trabajadores de diversas nacionalidades guarda relación con la composición de su selección nacional, en la que participaron jugadores nacidos en Irak, Sudán, Argelia y Portugal, entre otras latitudes. Una captación llegada en parte de Aspire Academy, una escuela de fútbol estatal con entrenadores de prestigio internacional que captaba talento joven -mayores de 12 años- de distintas nacionalidades, desde casi el instante en el que Catar recibió la designación de la FIFA para organizar el evento.
Sin embargo, esta docilidad en el ámbito futbolístico no tiene traslación en su sociedad. Catar, como la mayoría de sus vecinos del Golfo Pérsico, es un país con mayoría de población foránea. Tan sólo residen con pasaporte catarí unas 300.000 de un censo de casi 3 millones, con visas de residencia reducidas, a un ritmo de únicamente medio centenar de nuevas nacionalizaciones al año, para las que se necesita el visto bueno del emir. Una regla que no ha impedido, sino que ha posibilitado, que 10 de los 26 jugadores de su equipo nacional obtuvieran su regularización a tiempo para disputar el torneo.
El Mundial ha dejado la idea una redefinición catarí sobre la ciudadanía. Selectiva y alejada de la labrada imagen de jugadores como Zinedine Zidane o Zlatan Ibrahimovic de héroes nacionales pese a sus raíces extranjeras. En Catar, todo vale con tal de dar una imagen pulcra del emirato. Son como "pasaportes para misiones", documentos que confieren la ciudadanía para abordar competiciones deportivas, explica John McManus en su libro Inside Qatar. Una especie de pacto entre mercaderes con el que marcan diferencias de criterio. Ningún nacionalizado catarí tiene acceso a vivienda gratis, a créditos sin intereses, a coches de regalo por matrimonio o, en sentido contrario, a carecer de derechos laborales por trabajar en la construcción de los estadios. Como tampoco a su carácter permanente. Así lo refleja un estudio del think tank Middle East Research and Information Project, donde se incide en que la ciudadanía de los trabajadores inmigrantes son realmente permisos temporales y expiran al término de proyectos empresariales y contratos laborales. "Son realmente ciudadanos de segunda clase", alertan sus expertos.
Alta presencia publicitaria de empresas chinas
Circunstancia que contrasta con la ausencia de sus nacionales en Catar, pese a la pasión que siempre despierta el fútbol en la Gran Factoría Mundial. Fruto de su ausencia deportiva –Corea del Sur y Japón, sus dos rivales geoestratégicos, fueron los representantes asiáticos–, que no ha sido óbice para que sus firmas dejaran sin aprovechar un evento de dimensión global. China sólo ha concurrido a una Copa del Mundo de Fútbol, hace 20 años. Un desánimo social que contribuyó a que la FIFA vendiese entre 5.000 y 7.000 entradas a ciudadanos chinos. Los ánimos fueron fugaces.
Pero ni el Gobierno de Pekín –que envió dos pandas gigantes a Catar (Suhail y Soraya), el regalo diplomático por excelencia a países por acontecimientos de un especial interés geopolítico–, ni empresas como Hisense, Mengniu Dairy, Vivo o Wanda, quisieron dejar de ser patrocinadores oficiales del evento. O la China Railway International Group, compañía ferroviaria estatal que se hizo con la construcción del Estadio Lusail, santo y seña del Mundial y que aparece en los billetes de 10 riyales cataríes. "El torneo de fútbol ha añadido un sentido de cordura, de lucha contra el aislacionismo que China ha creado con su política de covid-cero y sus disputas con EEUU", cree Cameron Wilson, editor de la web Wild East Football. "Desde una percepción internacional, ha sido un acierto, aunque con un punto de patetismo", porque en realidad, la población china "no podía viajar" con libertad por las restricciones sanitarias, explica.
Entre consignas de potenciar la Chinese Super League con fichajes de renombre, su selección en los torneos continentales e internacionales y la declaración de intenciones oficial de Pekín para albergar un Mundial en el futuro. El fútbol es un analgésico para sus ciudadanos y un calmante para su acción exterior. El régimen chino ha destinado 813.000 millones de dólares en impulsar lo que denomina la industria del deporte hasta 2025. Y el fútbol es una parte neurálgica de esta estrategia.
La victoria geopolítica de América Latina y su 'soft power'
Catar ha sido escenario de varias maniobras diplomáticas con el Mundial como telón de fondo. El último torneo de Messi, ya como ídolo futbolístico, en el Olimpo del deporte –al menos, a la derecha del D10S Maradona– vivió la derrota de Argentina con Arabia Saudí en la primera contienda del ganador en el torneo, lo que propició que MbS declarara un día de fiesta nacional. Pero, geopolíticamente, Riad había dado el primer paso un año antes, al firmar con Messi un acuerdo que The Athletic cifró en 30 millones de dólares anuales y que esta publicación achacó a una clara maniobra del príncipe heredero saudí para evitar que Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay sean la candidatura oficial que acoja el Mundial de 2030 al que opta también Arabia Saudí junto a Egipto y Grecia.
El escritor argentino Martín Caparrós se preguntaba tras la debacle inicial de su selección ante la quincuagésima primera del ranking del planeta si el dinero lo justificaba todo. Pero lo cierto es que el entorno de Messi declinó en todo momento comentar si su millonario y opaco contrato con Riad incluye un sabotaje a las aspiraciones de los socios del Cono Sur americano.
El soft power con tensiones hacia las potencias industrializadas que caracterizan las diplomacias latinoamericanas en las dos últimas décadas –quizás por el hastío de sus sociedades ante la gran sucesión de crisis económicas e institucionales, pero sin duda por la falta de interlocución y de comprensión por parte de EEUU o Europa– encaja como anillo al dedo en la Península Arábiga, de donde ha emergido, además, una incipiente influencia global. Catar –tercer país con mayores reservas de gas–, ha ganado peso en medio de los procesos de resiliencia de las cadenas de valor y logísticas internacionales. Y, desde el inicio del Mundial, ha suscrito un acuerdo de 15 años con Alemania para garantizarse el suministro energético y EEUU ha dado luz verde al envío de 1.000 millones de dólares en armas a Doha, en cuyos aledaños tiene una de las más importantes bases militares en Oriente Próximo. Washington considera a Catar un aliado no OTAN estratégico para la estabilidad en el Golfo Pérsico.
América Latina, a la que la Casa Blanca impuso el cartel de Patio Trasero desde hace medio siglo, es un socio comercial de primer orden de los emiratos y Arabia Saudí y algunas de sus estrellas futbolísticas –por supuesto, Messi, pero también el brasileño Neymar– ostentan dos de los cinco mejores salarios del mundo –sólo superados, aparentemente, por la reciente oferta saudí para que Cristiano Ronaldo siga vistiendo de corto y la de Kylian Mbappé–, pagados con dinero catarí. Con una renovación ya encima de la mesa del astro argentino para ampliar otro año más su vida futbolística en Europa. Y, desde luego, es la latitud del planeta de donde menos críticas contra la prohibición del alcohol en los estadios o a los movimientos LGTBI+ han surgido. Igual que por las muertes masivas de trabajadores en la construcción de los estadios.
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