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Actualizado:La piel blanca es un clásico de los cánones de belleza, sinónimo de opulencia y ociosidad, que llevó a maquillarse el rostro con todo tipo de productos. Algunos, muy peligrosos, como la cerusa veneciana, rimbombante denominación del albayalde, carbonato de plomo empleado en pintura.
Si los aprendices de artistas y los trabajadores de las fábricas, encargados de su elaboración, sufrieron en sus carnes los efectos perniciosos de aquel polvo tóxico, qué decir de las mujeres que, a lo largo de la historia, impregnaron su cara con el espíritu de Saturno.
Porque, además de blanquear sus facciones, el contacto con el pigmento aletargaba a las afectadas, cuyo estado físico y anímico entroncaba, por ejemplo, con el ideal victoriano de la mujer lánguida, etérea y, por supuesto, pálida. En cambio, ese semblante enfermizo era el preludio del plumbismo, también conocido como saturnismo porque el anillado planeta, según los clásicos, irradiaba melancolía.
La búsqueda eterna de la belleza era un bumerán que, con el ineludible paso del tiempo, carcomía las mejillas, corroía las encías y ennegrecía los dientes, un símbolo de distinción en Japón durante los periodos Edo y Heian.
Podríamos extendernos con las consecuencias del veneno en la piel, que provocó que la cara de la reina Isabel I de Inglaterra pareciese que estaba hecha de plástico fino, pues solía echarse una capa de albayalde sin limpiar la anterior, hasta convertir su faz en máscara.
Sin embargo, basta con citar los vómitos y el estreñimiento, antesala de una degeneración física y mental que llegó a causar la muerte de un ama de casa de Misuri que en 1877 murió tras usar varios frascos del maquillaje Flor de Juventud, como recuerda Maggie Angeloglou en el libro A History of Makeup.
Mucho antes, María Gunning había corrido la misma suerte, pues durante las horas que pasaba frente al espejo acicalándose no era consciente de que el albayalde la estaba matando lentamente. La condesa de Coventry se había propuesto desterrar una infancia de necesidades y se esforzó en blanquear su piel para, como toda dama, distinguirse de las plebeyas bronceadas a las que no les quedaba otro remedio que trabajar en el campo.
Sin embargo, el plomo le carcomió el rostro, un deterioro al que contribuyó el mercurio que contenían el colorete y el pintalabios. Murió a oscuras, enclaustrada en su habitación, antes de cumplir los treinta.
Plinio el Viejo ya había advertido en su Historia natural de que su ingesta era tóxica, aunque desconocía que los trabajadores que inhalaban el polvo durante la molienda y las mujeres que lo absorbían a través de la piel también corrían un grave peligro.
El escritor dejó constancia del uso del albayalde como maquillaje en la Antigua Roma —y en Grecia— para aclarar la cara y el cuerpo, además de otros productos como el aceite de oliva o los excrementos de estornino y de cocodrilo. Más apetecible debía de resultar la leche de burra, un remedio contra las arrugas que, creían entonces, garantizaba una piel de porcelana.
Nos hemos ahorrado los efectos en la salud de las afectadas por desagradables, si bien la antropóloga británica Victoria Finley no escatima detalles en Color. Historia de la paleta cromática (Capitán Swing), un estupendo libro que desvela los secretos que esconden los pigmentos empleados por los pintores.
Su uso como cosmético, pese a las terribles consecuencias, es anecdótico en su investigación, donde relata el repugnante proceso holandés para elaborar el albayalde. Mejor no destripar el ingrediente secreto tan temido por los aprendices, pues nada más abrir el ensayo los lectores percibirán una pestilencia que no destaca precisamente por su blancura.
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