MADRID
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Álex está como de quince. Alejandro Díez Garín pronto cumplirá cincuenta. Son más de treinta años en la música, durante los que ha conseguido desembarazarse de un apellido y colgarse otro. Los mods recordarán al Álex Flechazos; los beats siguen disfrutando del Álex Cooper. Nació en Alicante en 1967, aunque la referencia geográfica es circunstancial: vivió su infancia en San Sebastián, pasó su preadolescencia en Madrid y descubrió el mundo en León, de donde no se ha movido, a la espera de que la Tierra gire alrededor de su ciudad.
Allí publicó fanzines, fundó el Purple Weekend, regentó una tienda de discos, montó una editorial de libros musicales y concibió su último álbum, que está grabando estos días en Madrid y será editado en mayo por Elefant Records: Tiempo, Temperatura, Agitación. Su verbo ilusionante es el mejor antidepresivo para una desapacible noche de invierno, cuando la nieve ya no cuaja y el espejismo yace derretido.
Montar una editorial en estos tiempos huele a heroicidad. Ya no le digo especializada en música, caso de Ediciones Chelsea.
Tenía ganas de diversificarme. En realidad, quería editar un libro mío, después de autoeditar en 2010 Club 45: 90 canciones de la Era Pop para mods y jetsetters. Dos años después, tuve un accidente de moto y estuve varios meses en el dique seco: dos en la cama y uno en silla de ruedas. Me planteé que, si no podía seguir currando, tendría que hacer algo. Tener tiempo para pensar es muy malo [risas].
¿Ha vuelto a subirse a la Lambretta?
No, está en el garaje desde que la guardé.
¿Por miedo?
Sí... Bueno, no se trata de miedo. Cerré una etapa. Anduve en moto veintiocho años y no quiero más.
Vamos, que se llevó un buen susto.
En un rally de motos clásicas en Vitoria me falló la moto cuando íbamos de excursión por la montaña. Casi me caigo por un barranco y me sacaron de allí en helicóptero. Tuve varias roturas, me operaron de urgencia y pensé que no volvería a seguir tocando la guitarra. Un numerito del copón. Postrado en la cama, pensé en recopilar todos mis escritos en un libro sobre mis grupos favoritos, el concierto de mi vida y ese tipo de cosas. De repente, ¡click! ¿Por qué escribirlo yo solo, cuando pueden hacerlo todos mis compañeros? Y ahí nació la colección Mis documentos, donde los músicos hablan de ellos mismos, desde Xoel López hasta Fernando Pardo. En ese momento tomó forma la editorial, que también ha publicado volúmenes sobre Los Nikis, Nacha Pop y Los Elegantes, además de la segunda parte de aquella obra mía: Club 45 Again: 90 canciones para mods y fanáticos del planeta beat.
En Mis documentos figuran Joaquín Felipe Spada (Los Fresones Rebeldes), Pat Escoín (Los Romeos, Lula, Los Amantes), Jorge Martí (La Habitación Roja), Isa Fernández (Electrobikinis, Charades, Aries), Francisco Nixon (Australian Blonde, La Costa Brava) y otros tantos más. ¿Quién falta?
El completismo no va conmigo. Me gusta hablar de lo que la gente no suele hablar, pero no me interesa hacer obras definitivas. Curiosamente, hay una lista más grande de músicos que en un principio aceptaron y luego se echaron atrás que de artistas que se tiraron a la piscina y escribieron su libro. Mis documentos pretende reflejar un movimiento colectivo y transmitir la idea de que la música la hacemos entre todos. Todavía falta muchísima gente de la posmovida nacional, o sea, de la música alternativa de los noventa hasta hoy.
Le preguntaba qué músico ha sido insuficientemente valorado. O, si lo prefiere, ¿quién debería ser reivindicado?
Lo difícil es encontrar a gente que haya sido valorada en su justa medida. O sea, lo complicado es que nos creamos a los artistas que tenemos. Tenía previsto publicar una trilogía de música electropop con Manolo Martínez (Astrud), Guille Milkyway (La Casa Azul) y Nacho Canut (Fangoria), pero no llegó a fructificar. Por suerte, me parece que Lapido está suficientemente valorado tras la resurrección de 091, aunque hasta entonces no había sido así. ¿Otro? Sergio Vinadé, de Tachenko, quien tampoco pudo participar en la colección. Hay mucha gente… En fin, yo tengo la editorial para divertirme.
¿No se ha arruinado?
¡Qué va! Está yendo muy bien. Me gusta con otras personas, pero detesto los duetos o las colaboraciones en discos, porque me parece algo muy cutre. En cambio, adoro ver cómo funcionan y gestionan su carrera los músicos, por eso se me ocurrió lo de la editorial. Por ejemplo, Pat Escoín es una megaestrella y era obligatorio que estuviese ahí, porque lo mínimo que se merecía era un libro.
¡Su debut con Los Romeos! Por cierto, usted trabajaba en el Ayuntamiento, ¿no?
Sí, pero después de ocho años estaba un poco harto. Entonces, pedí una excedencia para cuidar a mi hija y para dedicarme al libro con el que llevaba años soñando escribir.
Aunque luego volvió.
No, me fui.
¿Cómo que lo dejó? ¿Sacó una oposición para irse luego? ¿En este país?
Yo pensé que toda España me lo agradecería, pero nadie me lo agradeció [risas]. Sólo mi jefa, que pudo meter a otro en mi lugar. A ver, tiene truco: un sindicato recurrió esas oposiciones y, seis años después, perdí la plaza en propiedad. Como interino, estaba a expensas de que me renovasen o no, y fui perdiendo la ilusión.
¿Qué hacía?
Tenía un empleo que parecía superguay: era técnico de la Concejalía de Fiestas. El trabajo podría ser bonito si no tuviese tantas interferencias, porque estás muy expuesto. La gente siempre critica las fiestas y eso me afectaba. Estoy acostumbrado a hacer feliz a los demás, por lo que me sentía impotente al ver que la gente no estaba contenta. ¿Conoces alguna localidad en la que los ciudadanos aplaudan al concejal de Fiestas? Es frustrante, porque hagas lo que hagas, te van a criticar. Y si lo haces bien, dirán que has gastado mucho dinero. Al final, el trabajo consistía en discutir si era mejor traer a Bisbal o a Bustamante.
Volviendo a la editorial, ¿le augura más futuro que a la otra Chelsea, o sea, a la tienda de discos y ropa que regentaba en León?
La tienda iba bien. La dejé porque saqué la oposición y no podía compatibilizar ambos trabajos. La cerramos un año después de grabar Fonorama (2000).
Banda, festival, tienda, editorial y… le pegaría también un bar.
No me gusta la hostelería ni la noche. Soy más un activista cultural: he organizado conciertos, fundado el Purple Weekend junto a mi pandilla, publicado fanzines, dirigido programas de radio…
¿Echa de menos su faceta de organizador del Purple Weekend?
No. Porque lo que yo sabía que había que programar para que el festival tuviera éxito no me motivaba tanto como otras bandas que me molaban mogollón, pero que no tenían sitio.
Hubiese hecho un anti Purple Weekend.
No, no, no... Me gustaba otra música, además de la música de los sesenta. Las bandas más garajeras y miméticas de aquel sonido —es decir, las reinterpretaciones— no me interesan mucho.
Esa liberación recuerda a la que sintió cuando comenzó su carrera en solitario.
Sí. Entonces, tocaba con Cooper en festivales como Benicàssim o Contempopránea y escuchaba música de todos los tiempos, porque yo funciono por acumulación.
¿Se portaron bien los indies?
Sí, siempre [risas]. Yo con los indies soy como Georgie Fame con los mods: él no era mod, pero en 1964 tocaba para ellos en el Flamingo con un repertorio que agradaba a todo el mundo. En la escena pop, yo me he sentido uno más.
Por las referencias que suele citar, pop —digamos— exquisito.
Yo me compré mi primer single a los seis años y musicalmente nací a los quince, cuando de noche me metía en la cama con el transistor para escuchar canciones a escondidas. En plena explosión del britpop, estaba en mi salsa. Era la persona más feliz del mundo tocando en el FIB después de Echobelly y antes de Supergrass. Y en plena monserga épica, que es lo que se lleva ahora, estoy esperando que le den la vuelta a la tortilla para sentirme más cercano al pop del momento.
Comprar un disco a los seis años es un gesto demasiado precoz…
El 48 Crash, de Suzi Quatro. En mi casa, toda la vida se escuchó música en la radio. A principios de los setenta, las emisoras emitían rock and roll: AC/DC, Status Quo, bandas de glam como Slade o The Sweet… Yo era muy fan de Suzi Quatro, porque la había visto en la tele y me encantó. En unas vacaciones, cogí a mi madre de la mano y le dije: “Yo quiero este disco”. Ella vio en la foto de portada a una tía con un mono de cuero abierto hasta el ombligo y debió de pensar: “No hay nada que hacer, este va por el mal camino”.
¿Les gustaba la música? Nada que ver con el mundillo, ¿no?
Cantaban y siempre había música en casa, pero no les gustaba especialmente. No tenían relación alguna con ella: mi padre era secretario de Ayuntamiento y mi madre, profesora de francés.
Nunca le dijeron: “¿A dónde vas con esos pelos?”
Sí [pronuncia un sí arrastrado, entre dientes, pesaroso y sibilante]. Visto en retrospectiva, mis padres tuvieron muchísimo carrete conmigo. Hay que ver mis fotos con dieciséis años: los pantalones de cuadros, la parka, el pelo de casco, la scooter… No era el tipo de hijo que ellos hubiesen deseado, pero me aguantaron.
Con lo elegantes que eran los mods…
Bueno, vestíamos de manera bastante estridente. Aunque me soportaron, no me apoyaron en mi carrera musical, si bien acabaron entendiendo que, cuando me iba a las cuatro y volvía a las once, no había estado de juerga, sino en el local de ensayo. Comprendieron que me lo tomaba como un trabajo y que me esforzaba por tocar lo mejor posible.
¿Sacaba buenas notas en bachillerato?
Buenísimas. Era el delegado de la clase y sacaba sobresalientes, tanto en el instituto como en la facultad. En la carrera tengo matrículas a cascoporro.
Entonces, ¿de qué se iban a quejar sus padres?
En ese sentido, no se quejaban, aunque me lo dejaron claro: “Puedes tocar, pero tienes que estudiar una carrera”. Y yo elegí la que se me daba mejor para disponer de más tiempo libre. Me gustaban las lenguas y vi que en primero de Filología Inglesa, de seis asignaturas, cuatro eran idiomas: lengua, inglés, francés y latín. Y pensé: “¡Esta es la mía!”.
¿No tuvo que ver en la elección su filiación inglesa?
Para nada. De hecho, yo tengo formación francesa, porque hasta los diez años estudié en un colegio francés y, además, mi madre imparte esa asignatura. Cuando entré en la universidad, todos los profesores eran estructuralistas, de ahí la manera de organizar mi cabeza. Yo paso por británico, pero, en realidad, soy francés. Eso sí, podría haber estudiado Filología Hispánica, porque me gustaba mucho la literatura y la lingüística. Sin embargo, cuando llegó el momento de elegir, después de las comunes, tiré por Filología Inglesa porque pensé que podría tener más salidas laborales.
Entendí “las comunas” y ya pensé que volvían las barricadas...
Bueno, adoro Francia, su lengua y su cultura. Para mí, el centro del mundo es París.
Aunque ustedes, pioneros del modernismo, pensaron que se podía viajar al centro de la Tierra desde León. ¿Cuáles fueron las referencias? ¿Dónde lo aprendieron todo?
Yo no tenía hermano mayor. Pero cuando llegué a León, con catorce años, me encontré con una ciudad de tradición musical. Yo nací en Alicante, si bien a los tres meses mi familia se trasladó a San Sebastián, de donde era mi madre. Cuando tenía doce años, nos fuimos a Madrid y, dos después, nos instalamos en León. La vida de los funcionarios en España ha sido así. Mi padre, que había nacido en Valladolid, trabajó en Novelda, Pasajes de San Pedro, Rentería —en la época superdura—, San Sebastián, Alcobendas y, finalmente, en León.
¿Sufrió un choque al llegar a la ciudad?
Fue muy duro, porque yo vivía en el barrio de Salamanca, entre las calles Ayala y Hermosilla. Llegué un domingo a la estación de trenes de León y cogí un taxi para ir a casa. Cuando llegamos a la avenida de Ordoño II, me dice el taxista: “Esta es la calle principal de la ciudad: ¡la más grande!”. Yo, en Madrid, vivía al lado de la Castellana y me quedé impresionado. “Ahora vamos a tirar por la avenida del Padre Isla”, seguía explicando el señor. Y yo pensaba: “¿Una avenida? ¿Pero si tiene solo dos carriles? ¿Adónde me he venido?”. Ahora bien, ¿qué ocurrió luego? Pues que a los catorce años tienes la primera novia, la primera acampada, la primera discoteca, el primer concierto, la primera borrachera… León es la ciudad donde aprendí la vida.
Y se encontró con bandas como Los Cardiacos.
Fueron los padres musicales de mi generación. Había conciertos, programas radiofónicos y, sobre todo, pintas por la calle, que era lo que molaba de los ochenta. Tribus que, en ciudades pequeñas, se juntaban en el mismo sitio: los mods, los rockers, los modernos, los siniestros, los punkis, hasta los skins… También había mucho pop, porque en León gustaban mucho Elvis Costello, Nacha Pop, Los Pistones y todo eso.
¿Entonces ya había escena mod?
No, había alguno suelto. No te voy a decir que nos la inventamos nosotros, pero… Como dice un amigo: “Tú quisiste ser mod, porque si llegas a ser fan de los mariachis, ahora en León llevaríamos todos un sombrero mexicano”. Y tiene razón, porque soy muy proselitista. A veces me lo pregunto, pues siempre me ha llamado la atención: “¿Qué motivos tendría un chaval de dieciséis años para quedar deslumbrado con el universo modernista y para abrazarlo con tal fervor que, en plan testigo de Jehová, a partir de entonces su única misión sea convertir a todo el mundo a su alrededor?”. Lo lógico sería haber tirado por algo que conociera de antes, como ser hincha de la Real Sociedad.
¿Cómo llegas ahí? ¿Cuál fue el banderín de enganche?
Sobre todo, por la música. Parece obvio, pero hay gente que se convirtió porque iba al fútbol y en la grada había mods, si bien antes no tenían ni un disco. Hay muchos así, y no lo critico. Me gustaba el pop y la nueva ola, y estaba enganchado a programas de televisión como Musical express y Aplauso, de los que iba pillando cosas. La escena mod de los ochenta fue popular y muy grande en unas cuantas ciudades: sobre todo en Madrid, aunque también en Vitoria, en Valencia, en León y, claro, en Barcelona, de donde salieron las bandas.
Brighton 64, Telegrama, Los Negativos...
Y otros menos conocidos, como Kamenbert o los Sprays. Y, dentro del pop, también estaban Los Elegantes. Mientras, la estética de la nueva ola de Madrid era una mezcla del punk y del yeyé —pasado por el filtro mod—. Si te fijas en las primeras fotos de Alaska y los Pegamoides, ellas llevan diademas y minifaldas de cuadros, por no hablar de sus peinados. Pues bien, nuestra primera referencia es esa estética de la movida madrileña. Y, en paralelo, The Jam salían en Aplauso; La calle del ritmo, de Los Elegantes, sonaba en la radio sin parar; el ska de The Specials y Madness; el ballet de mods contra rockers en el programa de José María Íñigo, con motivo del estreno de Quadrophenia en España, etcétera.
El mod estaba en todos los lados, aunque a mí me llegó a través de la música: Elvis Costello, Any Trouble, The Romantics… Todo lo que le gustaba a los mods de aquella época, que no eran los sesenta, sino el power pop y la nueva ola. Con todo eso, empiezas a fabricarte tu imaginería. Y ya en 1984, con diecisiete años, viajo para estudiar inglés durante un mes a Chichester, en el sur de Inglaterra. Ese es otro de los caminos por los que llega la escena mod a España: a través de chavales de clase media que van en verano a Irlanda y a Inglaterra.
Las listas de éxitos en el Reino Unido siempre han hecho sonrojar a las españolas.
Bueno, forma parte de su cultura y no forma parte de la nuestra.
¿Pero no es algo que le haya sorprendido? Antes hablaba del britpop, que se coló entre los discos más vendidos, algo que no podría compararse con el indie español u otros géneros pop.
Hay una pirámide en cuya cima hay tres o cuatro personas que deciden qué va a escuchar la gente. A medida que se desciende, como eso es lo que pide el público, los ayuntamientos y las administraciones se ven obligados —porque no tienen la conciencia de generar cultura, sino de buscar el éxito inmediato— a programar a esos grupos que habían decidido aquellas tres o cuatro personas, y que son los mismos que saldrán en las radios y en las teles.
Suena a teoría de la conspiración.
Bueno, pero en el fondo es así. La gente no decide lo que escucha, porque no tiene libertad para hacerlo. Y los programadores públicos y privados, tampoco, porque están sujetos al rendimiento económico. Y eso depende de si tienes público suficiente, no de si el grupo es bueno, por lo que acaban programando lo que da dinero. Y lo que da dinero es lo que conoce la gente. ¿Y qué es lo que conoce la gente? Lo que han impuesto los medios de comunicación, que a su vez difunden lo que han decidido esas tres o cuatro personas, que son las que parten el bacalao. Excepto, claro, que seas un raro como yo, que va por otro camino. Me preocupa que España sea un país de artistas y creadores, con un potencial acojonante en lo musical.
¿Qué falla?
La cultura. No hay cultura musical, ni respeto por la música popular. Quienes tienen capacidad de decidir no se plantean lo siguiente: “Yo no puedo programar esto porque es una basura, aunque dé dinero. Lo que tengo que hacer es programar música que guste a la gente, pero que sea buena”.
Ese discurso podría llevarlo a la televisión o a otros terrenos.
Yo no veo la tele.
Usted ha dicho que la industria no lo ha tratado bien y que en otro país le hubiera ido mejor.
Yo eso no lo he dicho nunca, lo ha dicho de mí otra gente. Yo no podría haber hecho música en otro país como la he hecho aquí. Los Flechazos fue el grupo más grande a nivel mundial de la escena mod de los noventa. Por ejemplo, ningún otro grupo del género salió unas sesenta veces en televisión. Sin embargo, en el extranjero, decían: “Molan, pero tienen algo distinto, que no sé muy bien lo que es”. Claro, era la influencia de la escena española, porque yo he oído tanto a los Small Faces como a Nacha Pop. Y eso no lo hubiera tenido en ningún otro sitio.
Y para ser Os Mutantes habría que haber nacido en Brasil.
Es distinto, porque yo no tengo una raíz de música española, como las jotas o el flamenco. No es el folclore local lo que hace que mi música sea distinta, sino la reinterpretación de la música anglosajona que han hecho otros españoles antes que yo. Los chavales de catorce años, intentando imitar a sus ídolos, lo hacen de otra manera, y les sale algo distinto. Esa evolución de la música me encanta. Piensa en el resultado de los Rolling Stones cuando tratan de imitar a los negros estadounidenses. Y la nueva ola española, intentando ser Elvis Costello o Graham Parker, termina siendo Los Secretos.
Los Flechazos comenzaron con buen pie en 1988 con Viviendo en la era pop. ¿Cantar en español, pese al influjo anglosajón, fue un acierto para llegar a más público?
La clave del éxito fue que éramos muy buenos, porque entonces había muchos grupos cantando en español. Los Flechazos queríamos cambiar el mundo. Nacimos para dinamitar la industria musical, por eso fuimos un grupo fracasado al cien por cien. Vuelvo a mi formación francesa estructuralista: el primer principio de Foucault era poner en duda desde el comienzo todo lo que te planteen como dogma. En ese sentido, yo puse en duda que un grupo necesitase evolucionar desde el punto de vista sonoro e intelectual. Y con dieciséis años me planteé que haría la misma música toda mi vida, sin que dejase de resultar interesante desde una perspectiva creativa. Queríamos quebrar las leyes a las que estaba sujeta la música, porque hay que pensar que en aquel tiempo no estaba bien visto ser mod toda la vida. De hecho, nuestros grupos españoles favoritos, cuando accedían a un público mayoritario, abandonaban un poco la escena underground. Nosotros nacimos para ser el grupo del que los chavales pudieran sentirse orgullosos. Y para eso había que cantar en español, porque te tenía que entender todo cristo.
¿Cómo se pasa del himno adolescente a la canción, digamos, compuesta por un adulto?
He tenido que luchar contra mi forma de ser. Las canciones de Los Flechazos eran un instrumento para conseguir objetivos. En los inicios de Cooper, tras decidir que abandonaba la música, no te diría que las componía como terapia, pero sí como forma de expresión personal. Nunca pensé que usaría las canciones para explicar cosas, ni que descartaría algunas porque me recordaban a mí mismo diez años antes. En ese momento, no era capaz de combinar la madurez de la edad adulta con la fascinación por el pop teenager, hasta que Elena Iglesias [teclista de Los Flechazos, organizadora del Purple Weekend, copropietaria de la tienda Chelsea y expareja del entrevistado] me dijo: “Tú tienes una capacidad de la que carecen muchos músicos: componer canciones a los treinta y tantos años con la misma frescura que a los dieciséis”. Y me di cuenta de que no podía renunciar a eso. Sin nostalgia. Me diferencio de la mayoría de la gente en la manera de entender la evolución. Yo soy coleccionista y funciono por acumulación: canciones, viajes, palabras y, claro, discos.
¿Cuántos tiene?
No tengo tantos [risas].
Diego Manrique tampoco lo dice, pero luego tiene que alquilar un sótano para almacenarlos…
No tengo muchos, de verdad. Tengo los discos que puedo escuchar. Me gusta coleccionar y, aunque está un poco feo, me gusta acumular experiencias. Puedo abrirme a nuevas cosas que me aportan, si bien teniendo las anteriores muy presentes, de manera que agrando mi personalidad. En cambio, la gente no hace eso y funciona por sustitución de referencias: “Esto me gustaba, pero ahora no. ¡Fuera!”. Para mí, eso no es evolucionar.
Disculpe el topicazo: “Oiga, que ahora le falta el órgano”, dirán algunos. A lo que usted responderá: “Claro, es que Cooper no son Los Flechazos”.
Y es la verdad: prescindí de los teclados porque era la manera más sencilla de transmitir que había entrado en una nueva etapa. Ojo, que siempre he sido muy fan de Los Flechazos y, cuando retomé sus canciones en 2016, lo hice con total naturalidad.
¿Cooper, además de resultar un ejercicio más autobiográfico, le ha servido para echar demonios fuera?
En un principio, desde luego. Es una música muy de sentimientos, en contraste con el activismo de Los Flechazos. Pese a ser una banda de beat, con sus guitarras y sus armonías vocales, en el fondo es más soul. Tuve la suerte de mamar de la escuela de la Motown desde muy joven a través del modernismo de los años sesenta. Nunca he rechazado una música alegando algo tan roquero como que “es demasiado blanda”. Para mí, Smokey Robinson es dios. Nunca le he hecho ascos a una canción de amor, o de sentimientos, o de desnudarse. Y, como tengo poco pudor, he utilizado a Cooper también para eso.
Usted es abierto, pero parece tímido.
Soy muy accesible, aunque tímido, sí.
Un tímido echao p’alante cuando se sube a un escenario.
Ya, pero en un escenario yo soy yo, más que en ningún otro sitio. Es donde me reconozco. Allí arriba he llegado a pensar: “Si alguna vez en la vida he tenido una misión, era esta: tocar”.
Antes de todo, Ópera Prima, una banda seminal de la que apenas queda alguna maqueta en casete. No fue hasta 1993 cuando, ya desaparecidos, Munsters Records editó su único disco, Singlemente. Aunque, posteriormente, volvieron a reunirse para dar algún concierto puntual.
Porque soy muy fiel a mis amigos. Fue el grupo de juventud en el que nos breamos durante un par de años. Aprendí mucho de Pacho Rodríguez, el cantante y principal compositor, porque yo era la guitarra rítmica y estaba en la sombra. Cuando era pequeño, lo admiraba como guitarrista, igual que lo sigo haciendo ahora. Somos amigos y, esporádicamente, hemos vuelto a tocar.
Músico y, además, periodista: recuerdo sus entrevistas en el suplemento Fugas, de La Voz de Galicia. Volviendo a Los Flechazos: seis elepés y giras por Italia, Alemania, Francia, Suiza, Inglaterra y, por supuesto, España. ¿En qué lugar de la discoteca habría que ubicarlos?
Seguramente, para los mods no éramos los mejores. Quizás prefieran a los austriacos The Jaybirds o a los británicos The Clique y The Aardvarks, porque son mucho más fieles al espíritu de los años sesenta. Tienen su personalidad, pero yo los considero un tanto cliché. Nosotros teníamos más influencias, no éramos un grupo estándar.
¿Qué implicaba mantener vivo a un grupo como Los Flechazos? ¿Sacrificios? ¿Sinsabores? ¿Se sentía encorsetado?
Nuestra crisis de los cuarenta estuvo muy ensombrecida por la que habíamos tenido a los treinta: “Llevas once años tocando, ¿qué vas a hacer con tu vida? Hay que buscar una solución a esto, porque también quiero hacer otras cosas”.
Como están dando lo máximo y no consiguen su objetivo, se lo replantean todo.
Sí, es la mejor manera de expresarlo. Cuando lo dejamos, solo tenía veintiocho años, pero ya le habíamos dado suficientes oportunidades al grupo.
Aunque también hubo alegrías...
Muchísimas. Fue la mejor juventud posible. Hicimos mil cosas impensables para la gente de nuestra edad. Sin embargo, una noche tuve una epifanía en Toledo. Era la cuarta vez que tocábamos en la ciudad y solo logramos convocar a cien personas. En el camerino, de bajón, comentamos que no había manera de que el grupo despuntara y, cuando al rato salimos fuera, la discoteca estaba abarrotada de gente bailando música electrónica. Elena intentaba recoger el equipo y tenía que sortear a la multitud: “Por favor, ¿me dejas pasar?”, mas no había manera... Entonces, me dije: “¿Pero qué coño hacemos aquí?”.
¿Cuánta gente reuniría Cooper en Toledo?
¿Hoy en día? Pues seguiríamos en las cien personas [risas].
¿Vale la pena darse cabezazos contra la pared?
Ahora estoy en otra dinámica, por lo que no me influye como antaño. Tengo la convicción del que sabe que está haciendo lo que debe hacer. En aquella época, en cambio, no estaba seguro de que estuviera equivocado.
Antes iba a por todas y ahora va por usted.
Puede ser, sí. Las inseguridades propias de la época… “¿Y si hubiese hecho caso a mi madre y hubiese estudiado Icade? ¿Y si en vez de hacer Filología, con todas mis matrículas de honor, hubiese hecho Derecho? A lo mejor ahora estaría forrado y podría tocar solo para divertirme [risas].
La ropa podría ser la misma, pero ¿cómo le ha cambiado la cabeza?
Afortunadamente, me sigue valiendo toda la ropa [risas]. De hecho, en la gira de 2016, me ponía las camisas de Los Flechazos en plan guiño. La cabeza me ha cambiado mucho y ahora estoy muy centrado. ¿Sabes lo que me ha influido mucho? Reencontrarme, durante los conciertos de Popcorner. 30 años viviendo en la era pop, con el Álex de veinte años y sus sueños de juventud. Me doy cuenta de que he tenido muchísima suerte y de que no puedo quejarme de nada. Sin embargo, no tengo la vida que soñaba para mí. Vale, nadie la ha tenido, pero yo, desde luego, soñaba con algo distinto.
Ser una rock star.
Entre otras cosas. Tocar, vivir de la música con desahogo, tener a mi familia alrededor, haber vivido toda la vida con la misma persona al lado… Los pequeños fracasos no estaban en el guion de cómo iba a ser mi vida perfecta, porque los sueños no tienen errores. Las canciones de Los Flechazos eran un sueño adolescente, aunque con el tiempo me he dado cuenta de que aquellos sueños no eran tan importantes. Porque, sin haberlos cumplido, soy totalmente feliz. Es una pelea con la madurez que a veces cuesta sobrellevar, ¿no?
Por supuesto, pero que le quiten lo bailado.
Yo no conocía los altibajos como forma de vida, porque nadie me había contado que en la música sucedía eso. Altibajos de todo tipo: económicos, mas también creativos.
Tampoco ha sido muy prolífico.
Me he reservado, precisamente para no caer en esa trampa.
Una vez en Cooper, decidió sacar solo singles y epés. Lo que parecía un suicidio comercial, hoy es norma: no importan tanto los discos, como las canciones sueltas, que se escuchan por aquí y por allá.
Y, a pesar de eso, la industria musical no ha modificado sus comportamientos y te sigue exigiendo que entregues un elepé. Y si no lo haces así, no te hacen ni caso.
¿Un visionario?
Sabía que tenía toda la razón del mundo, pero que llegaba demasiado pronto, porque la gente no iba a aceptarlo. Si después de Fonorama, en vez de editar singles, hubiésemos preparado un segundo elepé y lo hubiésemos lanzado de manera convencional, otro gallo hubiera cantado.
Disculpe que tire de cuestionario, aunque tufe a lugar común. Le han catalogado como el Paul Weller español [el enunciado y la pregunta final, con voz engolada]. O, si lo prefiere, como el heredero patrio de bandas como The Jam o The Kinks. ¿Cómo le gusta verse?
Tengo una sensibilidad muy distinta a Paul Weller, pero entiendo perfectamente la comparación, porque —para el oído no entrenado— los mods somos como los chinos: todos iguales [risas]. Yo me veo como un resistente, como un personaje de la cultura subterránea, como una figura de la resistencia sonora de este país, como un cabezota empeñado en que las cosas también se pueden hacer a mi manera.
Spotify puede llevar a equívocos a algún despistado: cuento hasta tres Cooper, dos hombres y una mujer, por no hablar de otros artistas apellidados así.
No es un nombre muy original [risas]. Yo lo tengo muy difícil, porque soy un poquito Robinson. Ya me pasaba con la radiofórmula: ¿qué pinchas después de Los Flechazos?, ¿con qué combina bien Cooper? No es tan fácil. Me siento un poco apartado de ese movimiento aleatorio de Spotify: “Si te gusta Cooper, también te puede gustar...”. Al menos, este asunto de ser el Paul Weller español me sirve para delimitar mi nicho, porque no hay nada mejor en esta industria que te identifiquen. Todo el mundo sabe lo que hago, aunque sea difícil sacar a la gente del arquetipo.
Cooper es un coche y el apellido de Jimmy, el personaje de Quadrophenia, de The Who. Usted también ha comentado que le llamaban Garín Cooper… Demasiado peliculero, ¿no?
Pero es verdad. Me lo decía un compañero de clase que se llamaba Carlos: “¿Qué pasa, Garín Cooper?”.
El epé Días de cine (2006) está dedicado a Antonio Gasset. ¡Qué tío!
Es ese tipo de personas que van a lo suyo, algo que está muy bien. Igual que Cifuentes: Jazz porque sí, tu, tututú, tu, tututú. Gente que tiene la capacidad de generar respeto por su trabajo y de despertar el interés de un público profano hacia algo que consideran necesario. A lo mejor ellos trabajaban con una materia prima que tiene un marchamo de cultura con mayúsculas, caso del cine o del jazz. Pero eso también lo genera Juan de Pablos, y es pop.
¿Prefiere conocerlos o mantenerse alejado de los artistas a los que admira?
En el plano personal, siempre me mantengo alejado. Si coincide, bien, aunque no lo busco.
¿Por temor a una decepción?
Bueno, y por timidez. Yo toqué de telonero de Paul Weller y no me atreví a saludarlo. Cuando lo hizo él, haciéndome el gesto de okey con la mano, llegué al camerino con las piernas temblando. Me encantó conocer a Norman Blake, de Teenage Fanclub, porque no hay nadie como él. Y, cuando organizaba el Purple Weekend, me di el gustazo de encontrarme con algunos de mis ídolos. Brian Auger, Zoot Money o Georgie Fame son mitos con los que tuve el placer de comer cecina o un chuletón en mi propia ciudad. ¿Sabes quién me decepcionó mucho? Alex Chilton, de los Box Tops, una persona sin empatía que ni se prestó a hacerse una foto.
Una curiosidad: ¿se le ocurre alguna razón por la que en León haya habido tantos y tan buenos ilustradores? Los consagrados Lolo, Miguel Ángel Martín, Toño Benavides, Gatagán, Fer, Javier Sahagún, Enrique López o Ernesto Rodera, pero también la nueva guardia, en la que figuran las ilustradoras Raquel Lanza o Laura Bécares.
En León hay muchas cosas. Recuerdo los carteles que hacía Miguel Ángel Martín para los conciertos de los modernos, entre ellos, uno de Nacha Pop y otro de la primera actuación de Ópera Prima, cuando fuimos teloneros de Loquillo y Trogloditas. Es una pena que sea una ciudad de la que la gente escapa, porque ha habido unos personajes interesantes que te mueres. Me da la sensación de que incluso los escritores se van a vivir a Madrid para seguir hablando de León.
¿Y a ustedes nunca se les pasó por la cabeza irse a Madrid?
Nosotros decidimos que queríamos formar parte de algo. Primero fue la escena mod, y después nuestra ciudad. Nuestro plan de cambiar el mundo pasaba por León. Para mí hubiera sido más fácil vivir en Madrid con mis pantalones de cuadros y mi pelo beatle, pero quería ser yo mismo en mi ciudad. Hoy en día, lo que más ilusión me hace es que la gente sienta la escena mod como algo propio de León. Porque son tan nuestras Dos cosas tiene Boñar y Los titos de Corbillo, como Salid de noche, de Los Cardiacos, o Viviendo en la era pop, de Los Flechazos. Están al mismo nivel: es música popular leonesa.
Y luego se encuentra a gente como Talbo Mods, quien desde Japón hace versiones de sus canciones.
Yo estoy en esto para esas pequeñas sorpresas que te llenan tanto.
Se ha echado la noche encima y no le he preguntado por el nuevo disco que está grabando: Tiempo, Temperatura, Agitación.
Terminaremos de grabarlo este mes y lo editará Elefant Records a finales de mayo. Soy especialista en pasar el negativo a positivo, de ahí el título, que alude a los tres parámetros que se tienen en cuenta en el revelado. Surgió cuando leía el libro Volverás a la Antártida, de Paco Gómez, el autor de Los Modlin, un tío muy interesante al frente de la editorial Fracaso Books. En realidad, el revelado es como hacer un disco: una vez grabado, tienes que trasladarlo a un formato para poder compartirlo con la gente. Sobre los parámetros que te decía: el tiempo de la exposición, la temperatura del líquido y la agitación de la cubeta, que también tiene sus particularidades. Como especialista en viejas técnicas musicales y en instrumentos vintage, me resultaba curioso el proceso fotográfico antiguo.
¿Y cómo quedará la foto?
En el disco se verá claramente que hay un antes y un después de la gira de 2016. Es un Cooper más… no sé si animoso es la palabra. ¿Más optimista? ¿Con mucha más energía? Y, en el aspecto sonoro, hay muchos instrumentos, además de las guitarras de siempre.
No queda otra que ser optimista, sobre todo en estos tiempos.
¡Y tanto! Habrá que hacer el esfuerzo [risas].
Por cierto, tras la muerte de Emilio, su sastre de toda la vida, ¿quién le hace los trajes?
Todavía no tengo sastre, lo estoy buscando. He localizado a uno en Ponferrada que quizás me solucione la papeleta. Mientras, sigo tirando de armario [risas].
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