madrid
Cuenta la ensayista estadounidense Rebecca Solnit en Un paraíso en el infierno (Capitán Swing) que "cuando el statu quo se tambalea, quienes se benefician de él están más preocupados de mantenerlo o restablecerlo que de proteger la vida de nadie". Quizá por ello a los de abajo no les queda otra que arrimar el hombro cuando vienen mal dadas. Ese "pánico de la élites" contrasta con la esperanza y la solidaridad que aflora entre los más desfavorecidos.
Lo vimos con el Katrina, pero también con el terremoto de Haití en 2010 o tras la reciente explosión en Beirut. Lo vemos ahora, y de qué manera, con los efectos de la pandemia. Costureras produciendo mascarillas sin descanso, vecindarios volcados con sus ancianos, cestas solidarias a pie de calle... Frente a una reputación infundada de saqueo y desbandada; compromiso con el otro y búsqueda de horizontes más justos.
¿Puede la esperanza cohabitar con el dolor y la dificultades? La experiencia nos dice que sí. Ahora bien, qué queda después. Tras la devastación y el consiguiente borrón y cuenta nueva, ¿cuál de todos esos nuevos comportamientos y valores adquiridos en plena emergencia perviven en la vida diaria?, ¿la imposibilidad de trasladar esos cambios al orden político hace que se pierdan para siempre?, ¿a qué escenario aspira esa esperanza?, ¿en qué tiempo se mira?, ¿en un tiempo pretérito (ya habitado) o en uno nuevo, por hacer?
"La esperanza se enfrenta al peligro de creer que todo iba bien antes del desastre y que debemos regresar a ese estado. Antes de la pandemia, la vida de muchos seres humanos era ya un desastre de desesperación y marginalidad, una catástrofe ambiental y climática, una obscenidad de desigualdades. Aún es pronto para saber qué emergerá de esta emergencia, pero no para buscar oportunidades de contribuir a lo que sea que nos depare", apunta Solnit en el libro.
No hay recetas porque apenas hay asideros. Cuando todo se precipita, la capacidad analítica queda desbordada y poco o nada, salvo asumir el devenir, podemos hacer. "En momentos como el que vivimos, las cosas no son blancas o negras –matiza Míriam Arenas, socióloga e investigadora de la UOC–, simplemente el orden social queda totalmente alterado y nuestro potencial para ser solidarios o egoístas se activa y se desactiva porque las circunstancias son nuevas".
La ruptura como caos, pero también como oportunidad. Una mirada atrás de casi una década nos pone en el retrovisor el 15M, meses que acicalaron nuestra democracia y que, tal y como apunta Arenas, dieron paso a una serie de cuestionamientos que todavía hoy reverberan: "Fue un momento interesante para crear cruces y alianzas de movimientos sociales que hasta ese momento estaban segmentados, se situaron en un mismo escenario reivindicaciones muy diversas y de ese diálogo surgieron nuevos discursos".
La certeza es que no hay certezas. Es más, probablemente no las habrá durante mucho tiempo. Las grandes catástrofes son, en esencia, un momento de transformación profunda en el que las prioridades cambian, como si la proximidad de la muerte nos hiciera ver con otros ojos la vida. Ahora bien, los cambios se hacen esperar. Las consecuencias del sismo social no son inmediatas ni directas.
"Y tampoco tienen por qué ser significativas –incide Arenas–, hay pequeños cambios que no son para nada espectaculares y que pasan desapercibidos, destacar determinados aspectos a nivel, por ejemplo, organizativo está muy bien, pero conviene relativizar". Dicho de otro modo; que lo épico del momento no nos haga perder la perspectiva. A veces la historia anida en las notas al pie o en las digresiones de un gran acontecimiento.
Escribe Solnit en un descuido poético al comienzo de Un paraíso en el infierno que "las constelaciones de la solidaridad, el altruismo y la improvisación las llevamos integradas en nuestro interior. La gente sabe qué hay que hacer en el desastre". Y al parecer lo que hace es mirarse en el otro y empezar a construir de nuevo. Pero no como si nada hubiera ocurrido, sino como si lo mejor estuviera todavía por ocurrir.
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