MADRID
"Aquí murió mucha gente, a montones murieron aquí. Y ahora solo quedan los agujeros. Buen lugar para matar". Carlos Saura transmitió toda la angustia y brutalidad del franquismo de los años sesenta en La caza (1966), uno de sus imprescindibles, obra maestra y una de las películas más valientes de la historia del cine español. Con ella, tercer largo de su filmografía, ya se reveló como uno de los cineastas de mayor talento del mundo.
Oso de Oro a la mejor dirección en el Festival de Berlín, aquella película marcó también las primeras distancias de Saura con sus compatriotas, sobre todo con los dedicados a la crítica cinematográfica. "España me ha despreciado", se lamentó hace no muchos años, cuando tenía profundamente clavada la espina del desprecio recibido a su cine en nuestro país. Entonces todavía supuraba la herida: "Todo llega en la vida. Ahora todo el mundo dice '¡qué buena era La caza!', pero cuando se estrenó en Berlín, un crítico español vino y me dijo: 'Vaya mierda de película que ha hecho usted'".
Ahora, por fin reconocido, Carlos Saura ha dicho adiós y está en el cielo de los cineastas. De hecho, le mirara España o no, siempre ha reinado desde allí. Carlos Saura, uno de los grandísimos de nuestro cine –del cine mundial- ha dejado una huella imborrable. Medio centenar de películas, entre ellas unas cuantas obras maestras, son valiosísimo testimonio de su genialidad rodando. El rey de la puesta en escena, hay secuencias en sus primeras películas todavía hoy asombrosas por arriesgadas e innovadoras.
Momento cumbre del cine español
Aragonés, fascinado con la fotografía –al final reunía más de 700 cámaras en su colección y siempre iba con alguna de ellas colgando-, Carlos Saura comenzó a pisar muy fuerte en el cine muy pronto, al encontrarse con el productor Elías Querejeta. Aquella pareja definió, sin duda, uno de los momentos cumbres de nuestro cine. Juntos hicieron la mencionada La caza, a la que siguió Peppermint frappé (1967), con la que volvió a ganar el Oso de Plata a la mejor dirección en la Berlinale y donde conoció a Geraldine Chaplin, compañera de cine y de vida durante años.
Hasta principios de los ochenta, Saura-Querejeta firmaron Stress, es tres, tres (1968), La madriguera (1969), El jardín de las delicias (1970), Ana y los lobos (1972), ésta coescrita junto a Rafael Azcona; La prima Angélica (1973), que recibió el Premio Especial del Jurado en el Festival de Cannes y donde volvía a mostrar cómo todavía sangraban las heridas de la guerra; Cría cuervos (1975), su primer guion en solitario, de nuevo premio del Jurado en Cannes; Elisa, vida mía, maravilloso relato con el que Fernando Rey se alzó con el premio al mejor actor en Cannes.
Rodó también un alegato contra la tortura y las injusticia en Los ojos vendados (1978). Su primera comedia fue la celebrada Mamá cumple cien años (1979), premio especial del jurado en San Sebastián. Conquistó el Oso de Oro en Berlín por Deprisa, deprisa (1981), película que inauguraba un subgénero dedicado a la delincuencia juvenil y que él trató con humanidad y mucha inteligencia. Y se despidió finalmente de su pareja Elías Querejeta con Dulce horas.
Musicales-Saura
Y entonces comenzó la transición a su segunda etapa, la dedicada a los musicales-Saura, un género propio y único, en el que hubo algunos paréntesis, y que comenzó a recorrer al lado de otro nombre indispensable, el del productor Emiliano Piedra. Con él y con Antonio Gades se marcó las potentísimas Bodas de sangre (1981), Carmen y El amor brujo.
"No sé qué son estas películas", confesó en 2017 refiriéndose a los musicales que empezó con Gades y que siguió con otro cómplice de lujo, el director de fotografía Vittorio Storaro. Flamenco, Tangos, Fado, Salomé, Iberia, Io, Don Giovanni, Jota de Saura… son títulos de esta singularísima colección de cine.
Antes de otras de sus reinterpretaciones modernas del folklore, Carlos Saura indagó en el mundo de San Juan de la Cruz con un espléndido Juan Diego, en La noche oscura (1985); volvió a los años negros de la Guerra Civil con ¡Ay, Carmela! (1990), con la que arrasó en los Premios Goya, ganando 13 estatuillas, y se aventuró en el brutal mundo de la violencia con ¡Dispara! (1993). Las figuras de Goya (Goya en Burdeos) y Buñuel (Buñuel y la mesa del rey Salomón) sellaron en su filmografía el final del siglo pasado y el comienzo de éste. Y en este XXI reapareció fugazmente el otro Saura con El 7º día, una película inspirada en los asesinatos de Puerto Hurraco, que rodó sobe un guion de Ray Loriga y con la que reconfirmó su poderío en la puesta en escena.
"No me dejan hacer películas que no sean musicales", se quejaba en los últimos años de su extensa carrera. "Si fuera francés, todo sería más fácil", clamaba. Y tenía razón en su cabreo y en su mirada rabiosa contra la industria del cine nacional, productores que solo pisaron terreno seguro buscando los beneficios de las ventas internacionales de sus musicales y dieron la espalda a la otra faceta de este genial narrador.
Y a pesar de ellos, Carlos Saura les devolvió ese desaire, recordándoles constantemente su cobardía, señalando la falta de apoyo a la cultura en España, y repitiendo siempre que podía que él era "una excepción". "He rodado más de cuarenta películas y todavía me sorprendo. Sobre todo porque siempre he hecho lo que me ha dado la gana. Siempre me he sentido un privilegiado en el cine y en la vida".
"Antinostálgico y antisentimental"
Una vida, por cierto, que también llegó al cine en algunas películas documentales, especialmente en Saura(s), donde Félix Viscarret reconocía que había sido incapaz de sonsacar ni una sola confesión sentimental al cineasta, alérgico a la más mínima demostración emocional en público. Sí mostraba, y ahí radicaba el valor de este filme, a un creador que empapaba sus películas con esa intimidad que escondía en la vida real.
"Es el ser humano más antinostálgico y antisentimental que me podía imaginar", le definió Viscarret, que hablando con Saura y con sus hijos, fue colocando piedra sobre piedra hasta construir el retrato de un hombre que no fue tan admirable en su vida personal como en la profesional. Tal vez para ser tan artista hay que admitir el egoísmo familiar que Carlos Saura reconocía en aquella película. "Yo a los niños solo los quiero creciditos y en el cine. Cuando son bebés, como padre, los coges y no sabes qué hacer con ellos. Una madre sí lo sabe. Es algo que pertenece a la feminidad. Un día estuve a punto de sentarme encima de un hijo mío y caso lo mato".
Carlos Saura, un aragonés con "una parte vasca", imponente física y artísticamente, directo, observador, de enorme curiosidad e inventiva, innovador, genial en la realización, valiente en la narración, visionario, admirador de Buñuel, discípulo de Buñuel, heredero de Buñuel… se ha ido sin hacer las películas que tenía planeadas sobre Felipe II y Picasso, sin la nueva versión de su espléndida Elisa, vida mía… Se ha ido mirando al futuro.
Pero este gran maestro, en esa obsesión por el futuro -"siempre he estado obsesionado con el futuro, con lo próximo que voy a hacer. Es que eso es lo único importante"-, se equivocaba en una cosa. Qué poco sentido tiene ahora aquello que decía de que "el pasado es lo que ya has hecho. Ya no importa". Todo lo que hizo este superdotado del cine no solo importa, es la huella y testimonio de la genialidad en este arte.
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