Una protesta resuena en muchas escuelas: "¡Por favor, dejen de estigmatizar a los niños con tantos diagnósticos! Eso solo sirve para medicalizar y vender más medicinas". Es una protesta expresada por algunos padres, en efecto, pero también por algunos educadores.
En pocos años ha aumentado la prevalencia del trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH), la dislexia o el espectro autista de alto rendimiento, entre otros trastornos del neurodesarrollo. Y surge una pregunta bastante lógica: ¿estamos patologizando la normalidad? ¿Somos víctimas de una estrategia mercantilista?
Un gran paso para la igualdad de oportunidades
La respuesta es que no. Siempre existirán diagnósticos erróneos o indebidamente comunicados, pero, en general, estamos asistiendo a un gran paso adelante. ¡Quizás la mejor manera de percibirlo es ver lo que ocurre cuando negamos las evidencias!
Valga como ejemplo este caso real. Niño de párvulos, tres años. Una maestra de educación especial percibe conducta de inhibición social: no mira a los ojos, no realiza juego simbólico, no señala con el dedo juguetes... La maestra cree que puede tener un trastorno autista, pero el resto de los colegas no consienten una evaluación especializada. "Es muy pequeño para cargar con ese estigma", dicen.
Resultado: pérdida de tiempo para desarrollar estrategias educativas eficaces y con evidencia científica. También es una oportunidad perdida de solicitar un profesional de apoyo para el siguiente curso, una ayuda a la que ese niño tenía derecho.
Este caso suscita otra reflexión no menor: un profesor formado en trastornos del aprendizaje puede ser capaz de sospechar sobre éste y otros problemas. Podemos dejar el diagnóstico definitivo para el pediatra o el psicólogo clínico, pero quizás con los años ese profesor tenga una muy buena mirada semiológica (sobre todo si la educa) y colegas menos avezados deberían hacerle caso.
Los maestros pueden realizar una tarea importantísima, pues un diagnóstico precoz mejora el pronóstico e inclusión social de casi todos los afectados. La plasticidad del cerebro tiene unas "ventanas" de edad que debemos aprovechar.
Este caso tiene la virtud de señalar la respuesta a la cuestión con la que iniciábamos el artículo: no es que haya más niños con TDAH, dislexia o autismo, sencillamente ahora les prestamos más atención y sabemos diagnosticarlo con mayor rigor.
Por fortuna, la sociedad ha avanzado y avanza hacia una actitud más comprensiva con la diversidad, ya sea de maneras de vivir, inclinaciones sexuales o neurodiversidad.
Este enfoque también debería ser una preocupación de las políticas públicas. Los trastornos del neurodesarrollo deberían ser tenidos en cuenta con planes educativos específicos, ya que pueden llegar a representar entre 11% y el 15% del alumnado.
Una vida plena
¿Estigmatiza quien diagnostica? Una respuesta sencilla podría ser: estigmatiza quien no conoce la relatividad de un diagnóstico y ve la parte negativa sin ver la positiva.
Veamos el caso de la dislexia, que se acompaña generalmente de fortalezas que compensan. Son niños inteligentes que además tienen una capacidad notable de orientarse en el espacio. Muchos superan el problema con estrategias que ellos mismos inventan.
Este trastorno no sólo no les ha privado de una vida plena, sino que ha potenciado estrategias de metacognición que les servirán para otros retos. Pero un porcentaje no será capaz de superarlo con estrategias propias: para estos sí va a ser clave que se les diagnostique y apoye. Y por desgracia, aquí entra el sesgo de clase social y el tipo de familia que tiene el niño.
Es un error pensar que un diagnóstico define a una persona. No diagnosticamos para eso: lo hacemos para definir lo que de general y generalizable acontece en una persona. Por ello, un diagnóstico siempre es una reducción y simplificación necesaria para activar planes terapéuticos o ayudas sociales. Pero siempre hay que aplicar guías clínicas y protocolos atendiendo al entorno del paciente y a sus características.
En conclusión: un buen educador, un buen pediatra, un buen médico de familia, enfermera, psicólogo o asistente social comparten el mismo fin, poner las bases de una vida plena para cada persona. Conocer a fondo la neurodiversidad ofrece a cada niño –y quizás, en un futuro, a cada adulto– la posibilidad de reeducar capacidades para adaptarse mejor a su entorno, a sus relaciones interpersonales y, así, reducir la desigualdad de oportunidades.
Este artículo ha sido publicado originalmente en The Conversation
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