huelva
Fatima Zouihra sabía que venía a sufrir a Huelva, pero vino igualmente, otro año más, y ya van dos. El primero, dice, se sintió "engañada" por las condiciones en las que tenía que vivir durante la campaña de recogida de la fresa. Este, afirma, se ha dejado engañar porque no tiene otra alternativa. "Este trabajo es muy duro, te pasas el día agachada y te destroza la espalda. Además, vivimos en muy malas condiciones, pero aguantamos porque con lo que gano en tres meses puedo pagar la comida de casi todo el año", asegura a Público en los márgenes de la carretera que recorre decenas de fincas privadas de explotación del fruto rojo.
En su pueblo natal, Sidi Kassam, entre las ciudades de Rabat y Fez, Fatima también trabaja en el campo. "Pero allí gano ocho euros al día y aquí, 40. Es verdad que en España el trabajo es más duro, pero son tres meses que me ayudan muchísimo el resto del año en Marruecos, donde la vida es más barata", resume esta temporera, divorciada y con tres hijos de los que su padre hace años se desentendió y que ahora están al cuidado de su abuela, en Marruecos.
Fatima es una de las 7.000 temporeras a las que el cierre de fronteras ha dejado atrapadas en su particular cárcel de fresas. Esas que conoce todo el mundo, que la ONU critica, pero que nadie tiene que cruzarse en la vida diaria. Una explotación invisible porque prácticamente nadie quiere ir a ver cómo se recogen las fresas que acaban en su nevera. Es una cárcel a cielo abierto, sin rejas, pero llena de barreras, como los tres kilómetros a pie hasta la carretera, como los cinco kilómetros hasta el pueblo más cercano, como el desconocimiento del idioma o como el trato que se les da en la finca, "como si fuéramos animales y no personas", apuntala Fatima, como si solo fueran mano de obra barata. Una cárcel que trasciende el espacio, la prisión de la necesidad.
A las nueve de la mañana, las 14 mujeres con las que convive Fatima empiezan a desperezarse con la llegada de Público y una intérprete a la finca. Tras una mirada fugaz desde la ventana, las temporeras salen por la puerta de dos módulos prefabricados llenos de literas, maletas y moscas, llenos de suciedad, para recibir seguramente a la única visita que esperan en el día. Son rostros ojerosos, cansados, aunque ya no tengan que trabajar. El hartazgo y la desinformación caminan con ellas por la tierra naranja que recorren desde que se acabó el trabajo hace ya un mes. Pero no pueden irse, siguen ahí, confinadas en medio de ninguna parte, entre las localidades de Cartaya y Gibraleón, entre el olor a estiércol y a agua estancada que rodea sus maltrechos prefabricados de chapa, de esos que asfixian desde el mediodía hasta el ocaso.
Aquí no gusta la prensa. Ni a muchas de ellas, que temen represalias si denuncian su situación; ni al dueño de la finca, que enseguida aparece para pedir explicaciones. Del tractor que esparce el abono maloliente desciende un peto azul obrero sobre camiseta roja, un ceño fruncido y una voz de enfado y desconfianza. La intérprete, también marroquí, reacciona a tiempo. Le explica que es amiga de una de las trabajadoras, que ha venido a traerles medicamentos, comida y espray antimosquitos y que el periodista es solo un amigo que le hace el favor de acercarla en coche desde Huelva capital. "Bueno, pues terminan pronto y se largan. Esto es privado y de las medicinas ya se encarga el mediador de Interfresa", asevera, refiriéndose al lobby que agrupa a las patronales del fruto rojo onubense.
El mediador, que estuvo por la finca hace unos días, es quien les informa de vez en cuando del estado de las cosas, que no es precisamente bueno. La pandemia impidió la llegada de reemplazos para las temporeras y, de las más de 14.000 contratadas en origen que se esperaban, solo pudieron llegar algo más de 7.000, que tuvieron que cargar con el trabajo de las que no lograron llegar. Ahora, con la campaña acabada y la frontera con Marruecos cerrada, la inmensa mayoría de las mujeres están atrapadas, de brazos cruzados, en las viviendas de los empresarios, en las propias fincas, totalmente aisladas de los núcleos urbanos, sin ganar más dinero porque no hay más trabajo y gastando el poco que no enviaron a sus familias en comprar alimentos básicos. "Dicen que a lo mejor abren la frontera el 15 de julio, insha'Allah", comenta una de ellas. Nada está claro salvo que su sufrimiento se extiende sine die.
Las mujeres colocan sillas de plástico bajo una maltrecha malla de sombreo entre los barracones. Se interesan por el estado de salud de una de ellas, que el día anterior fue llevada al hospital por las activistas del colectivo Mujeres 24 Horas, que lleva años denunciando la situación de explotación y semiesclavitud en los campos de fresa de Huelva. "Tenía una infección grave de oído desde hacía semanas. Hasta las tres de la mañana estuvo en el hospital", les informa la intérprete. Todas se lamentan con un meneo de cabeza.
Un aborto en plena campaña
A los pocos minutos se acerca la mujer del patrón, rubia, anchas caderas embutidas en un chándal elástico, gorra negra de trabajo y una amplia sonrisa. "Ella es más amable", comentará después Fatima a Público, ya fuera de la finca. La jefa, como la llaman ellas, pregunta dónde está la que falta, la que lleva días con dolores. La intérprete repite el diagnóstico y la jefa ironiza sobre la suerte que ha tenido, "solo hasta las tres de la mañana en el hospital", dice.
La jefa insiste a la intérprete en que no hay forma de llevarlas al médico: "No quieren ir, por más que insistas, como la otra, que tuvimos que mandarla a casa porque quería seguir trabajando después de lo que le pasó". A casa quiere decir al colchón mugriento del barracón, y la otra es una joven de rostro envejecido y ojeras infinitas que no entiende nada de lo que se habla y lo que pasó fue que abortó.
"Fue durante los primeros días, llegó embarazada de dos meses", relata Fatima entornando los ojos hacia el cielo. Era ya de noche, estaba recogiendo la cena en el barracón que hace de cocina cuando la silueta de un perro enorme se apareció en el rabillo del ojo. "Dijo que pensaba que era un jabalí, se asustó y se cayó [los módulos están elevados a medio metro del suelo] de la puerta", dice. El empresario se ofreció a llevarla al médico, "pero le dijeron que tendría que estar un mes de baja por lo menos". "Aquí, si no trabajas un día, no lo cobras. Venía tres meses a trabajar y no quería estar un mes sin ganar dinero", explica. Al día siguiente salió con todas a trabajar, pero no podía. Estuvo dos días tumbada en el barracón. Al tercero, volvió a doblar el lomo bajo los invernaderos. Ese también es el precio de la bandeja de fresas que compramos en el súper.
Fatima también se cayó hace pocas semanas, pero lo suyo fue un desmayo. Es diabética y estuvo varias semanas sin inyectarse insulina. "Yo tenía un contrato de tres meses, me traje insulina para ese tiempo, pero no hemos podido volver y se me acabó", afirma. Ya llevaba días notando el malestar, se lo comunicó a la empresa y al mediador. "Pero no me hicieron mucho caso", dice. O no la entendieron. Una mañana, mientras hablaba por Whatsapp con sus hijos, se mareó y se desvaneció. Cuando llegó al centro de salud tenía 390 miligramos de glucosa en sangre. Ahora está mejor, ha conseguido insulina también gracias a Mujeres 24 Horas.
Quizás por esto, por la desprotección que narra, por llevar tres meses durmiendo hacinada, entre ratones que se comen su comida, su ropa y sus maletas, quizás por llevar cuatro meses sin poder cuidar a sus hijos, quizás por todo el sufrimiento agravado este año está dispuesta a dar la cara, su nombre y sus apellidos y a denunciar no sólo el abandono de las instituciones marroquíes y españolas, sino las condiciones degradantes en las que se recoge la fresa, un negocio que la pasada temporada generó 533 millones de euros.
El engaño se fragua en Marruecos
El primer año vino a Huelva empujada por un anuncio que vio en el tablón de la Agencia Nacional del Empleo y las Competencias de Marruecos (ANAPEC). Ofrecía trabajo temporal en la campaña de la fresa, se apuntó y le pusieron un vídeo junto a otras aspirantes. "Nos explicaban las condiciones de trabajo, salían casas bonitas, limpias y adecuadas, todo era perfecto. Era una película. Luego llegamos aquí y vimos las caravanas —como ellas llaman a los módulos prefabricados en los que viven— y me sentí engañada", dice. No todos los empresarios ofrecen estas pésimas viviendas, aunque una gran parte sí, aunque incumplan el convenio. No parece importar mucho a los mediadores que las visitan. No hay agua potable en la finca, solo depósitos que se traen periódicamente. Las condiciones higiénicas son inexistentes, el calor es sofocante y los mosquitos desvelan cada noche. Apenas hay cobertura y dependen de taxistas también marroquíes que las llevan y traen por un módico precio para hacer la compra. Están totalmente aisladas, prácticamente indefensas.
"¿Qué por qué no protestamos por las condiciones? Porque estamos amenazadas"
"¿Que por qué no protestamos por las condiciones? Porque estamos amenazadas, el año pasado ya hubo problemas. Muchas nos quejamos al jefe y a algunas les dejaron sin trabajo. Si hablamos, el jefe nos echa o no nos trae más a trabajar", apunta. Este año volvieron a ponerle el mismo vídeo. "Lo vimos, cumplimos y firmamos un contrato", del que no tiene ni una copia, añade. No conoce bien sus condiciones de trabajo ni las cláusulas del contrato. Aunque lo parezca, su decisión no es voluntaria. "Es la necesidad. Lo aceptamos porque nos cambia mucho la vida al volver". Por eso no denuncian los "días de castigo" que les dejan sin trabajar: "Una compañera coge diez cajas de fresas más que tú". Por eso se apuntan, aunque tengan "algo de miedo" por las noticias de los abusos sexuales a varias temporeras. "Vimos las noticias y es verdad que asusta. Cerramos con llave todas las noches, aunque nosotras no hemos tenido ningún problema de ese tipo", reconoce.
Pero sufren para salir adelante. 40 euros vale el sufrimiento de un día, el problema es que ahora sufren gratis. Sin embargo, este modelo de contratación en origen es el buque insignia del Gobierno en cuanto a las migraciones "seguras, regulares y ordenadas" que tanto defiende. El modelo se estudia en el seno de la UE para exportarlo a otros a países, igual que se exporta la fresa de Huelva. Que vengan a trabajar barato y vuelvan por donde han venido, si no hay una pandemia que lo pare. Y se aseguran de que todas vuelven, o casi todas, porque algunas deciden quedarse y acaban viviendo en asentamientos chabolistas, en peores condiciones y en la irregularidad absoluta. "Siempre ponen como condición que las mujeres tengamos hijos a nuestro cargo, para que no podamos quedarnos", denuncia Fatima. No lo pone en la letra pequeña de los contratos ni en las convocatorias, pero esas cribas atravesadas por la desigualdad de clase y de género son la regla general. "Todas mis compañeras tienen hijos que ahora no estamos cuidando", asegura.
Mientras llega una solución, Fatima reflexiona. El año que viene se lo pensará dos veces antes de apuntarse, el virus podría seguir circulando y no está dispuesta a "acabar acumulando deudas por venir a trabajar", dice. Todo el dinero que ha ganado lo ha enviado a Marruecos, como hacen todas, y ahora espera que le pasen los gastos de agua y luz de este tiempo en el dique seco. Tendrá que pagar su deuda al señor marroquí que las visita de vez en cuando desde Lucena, un buhonero que recorre las fincas de Huelva para vender comida a las mujeres en la puerta de sus casas "al doble de precio que en el supermercado", dice, pero al menos les fía. Quizás, teme Fatima, tenga que pagar hasta su billete de vuelta, en ferry o en avión.
Está molesta. "No es justo", dice. "Todas somos iguales, todas queremos volver con nuestras familias. Estamos tristes y atrapadas", lamenta. Sabe que algunas decenas —no está claro cuántas— han regresado ya, aunque eran casos de vulnerabilidad extrema, mujeres enfermas, embarazadas o que han dado recientemente a luz. La Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía y la Asociación Marroquí de Derechos Humanos denunciaron hace pocos días que, tras las negociaciones entre España y Marruecos, 48 mujeres iban a ser trasladadas, pero finalmente solo siete lograron viajar en el primer vuelo de retorno, "mientras que otras 41 mujeres no pudieron viajar con el primer grupo de repatriadas, por falta de tiempo para llevar a cabo los trámites del retorno".
Por el momento, el Gobierno español ha extendido sus visados, algunas mujeres han podido encadenar otros contratos de trabajo en otra campaña hortofrutícola, pero la mayoría sigue atrapada, de espaldas a la sociedad que devora las fresas a competitivos precios. Fresas recogidas por trabajadores esenciales que ahora son abandonadas.
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