madrid
Actualizado:Mohamed se hace el duro desde su pupitre. Tiene 16 años y llegó a España oculto en un camión tras una travesía de dos días. "No he venido a aquí a jugar, he venido a trabajar", dice. Los adultos a su alrededor quedan en silencio cuando revive su historia, aunque él la rememora entre risas. La juventud puede con todo.
Este adolescente marroquí es uno de los 15 jóvenes que cada mañana acude al centro que Norte Joven, una ONG fundada en 1985 enfocada a la reinserción laboral, tiene en el Barrio del Pilar, en el edificio que hasta 2012 fue el colegio público Federico García Lorca. Ninguno de ellos es capaz de articular dos frases seguidas en castellano sin pararse a pensar y, excepto uno, todos proceden de África.
Cada día a las 9.00, cuando los niños del barrio caminan de la mano de sus padres hacia el colegio, este pequeño grupo se reúne en el ala izquierda de la segunda planta del Norte Joven. Desde mayo de 2019 comenzó a desarrollar el Proyecto Ser, un programa piloto que enseña castellano a jóvenes migrantes para que puedan, más adelante, escolarizarse o formarse en alguna de las ramas en las que la asociación se ha especializado a lo largo de los años. La gratitud que, continuamente, demuestran los chicos hacia la institución, no cabe en un adjetivo.
Algunos son refugiados y han pedido asilo; otros han arribado en patera y hay quienes han cruzado el continente con sus padres en busca de algo de fortuna. Prácticamente ninguno tiene papeles, aunque su actitud y sus frases están exentas de dramatismo. A todos les une su imponente mirada, impropia en menores de edad. A doscientos metros, el colegio Gregorio Marañón está inflado de algarabía, pero en esta clase reina el silencio. Solo delata su pubertad que, por mucho que hayan vivido, sus caras de sueño y sus pocas ganas al sentarse en las sillas demuestran que siguen siendo chavales. Van calzados con ropa cómoda, deportiva, aunque todos impolutos. Sus pieles oscuras resaltan sus prendas coloridas mientras miran los móviles a la espera de que el Wi-Fi haga el milagro y se conecte a sus móviles para poder trastear en redes sociales.
"En Senegal no hay guerra ni conflicto, pero la economía está muy mal. Tus jefes no te pagan bien y no tienes derechos", comenta uno de los alumnos para justificar su migración. Es el más mayor de todos. Tiene 21 años, es espigado y fuerte, pero apenas levanta la voz al hablar. Llegó en patera y aunque sabe francés no quiere cruzar los Pirineos. "Francia no se portó bien con mi país. Nos dio la independencia, pero no estamos bien, prefiero quedarme en Madrid", asevera cuando se suelta. Duerme en casa "de un amigo", aunque no quiere extenderse demasiado en ese asunto.
La rutina
Los chavales se cuadran a primera hora en un aula diáfana, con las típicas sillas verdes con escritorio incorporado y reciben una hora de castellano que luego intercalan con formaciones en electricidad, carpintería, fontanería o cursillos sobre salud. La intención es que durante su estancia obtengan el nivel mínimo en el idioma para desenvolverse solos y que, además, opten al puesto de ayudantes en empresas de construcción. "La capacidad que tienen de resilencia es enorme, porque si están mal o deprimidos o algo así, desde luego no se les nota", asegura Carlota Calonje, directora del proyecto.
Además de sus dos maestros, a los que miran y definen con adoración, hay voluntarios que se acercan para enseñarles el idioma e impartir charlas. Cada jueves, una vecina les ayuda a repasar frases básicas, aunque el verdadero objetivo es el de romper el hielo matutino y que poco a poco se les suelte la lengua. El progreso es tan lento como heroico.
"Es un aprendizaje muy modelado", comenta Laura, de Norte Joven. "Los voluntarios y los profesores de taller son figuras de referencia para los chicos. Además, lo ven diferente al instituto porque allí cuando no se enteran, nadie para la clase para resolverles las dudas, mientras que aquí pueden preguntar una cosa mil veces".
Una mirada al futuro
Una de las preguntas que más se hace a aquellos que rondan la mayoría de edad es a qué se querrán dedicar de mayores. Esa cuestión, que explota la imaginación de cualquier adolescente, se estanca al mencionarla entre estos jóvenes. Todos insisten en que quieren trabajar, y lejos de soñar con ovaciones del Santiago Bernabéu o agotar las entradas de un concierto en Wembley, tienen aspiraciones de mecha corta.
"Yo quiero ser peluquero", dice uno de los marroquíes –son mayoría– del aula. Nació en Fez, tiene 16 años y vive con su madre. Apenas entra en la conversación hasta que puede desahogarse sobre sus planes de futuro, ya que cada fin de semana acude a una peluquería en la que descubre la profesión. El muchacho, que se ha hecho un estiloso degradado en el pelo, insiste en que le encantaría ganarse la vida con ello. Se hace entender gracias a una joven compatriota que habla con más facilidad que el resto: "Mi padre lleva 16 años aquí, pero yo he venido con mi madre hace pocos meses", apunta antes de comentar que sus progenitores trabajan en la hostelería. Su pelo cae libre hasta la espalda, libre del hiyab. Ya sea por influencia paterna o por alguna de los cursillos, quiere ser cocinera, como la mayoría de sus compañeras. Abdul, desde una esquina, susurra que le encantan las clases de electricidad.
La formación que han recibido en Norte Joven ha logrado que, de manera humilde, se disparen sus pasiones. Les han picado la curiosidad gracias a sus asignaturas, aunque hay otra profesión que llama la atención. "Me gustan las máquinas de ropa", dice la otra joven marroquí, esta sí con hiyab. Hace aspavientos con las manos al ver que no es entendida cuando, al rato, la palabra "costurera" sale a la palestra. Asiente con una sonrisa al escucharla. Una más para su breve diccionario mental.
Una joven con ojos saltones no responde a ninguna de las preguntas porque, dice, no sabe ni una palabra de castellano. Es de Daca, capital de Bangladesh, tiene 22 años, y ha venido desde Asia porque su marido ha encontrado trabajo aquí. "Me gusta mucho Madrid, porque en Bangladesh hay demasiada gente y en España hay mucha menos. Además, es un país muy limpio", comenta en inglés. Al traducirlo, todos le dan la razón.
Mamadou es el único que se permite soñar: "Quiero ser profesor o escritor". Ha sido el primero en llegar, lleva gafas y es el que más ganas tiene de hablar. Nació en Guinea-Conakri y relata que hay muchos problemas de racismo entre dos etnias. Él pertenece a los mandinga y dice que los fulani no les quieren allí. "Algo parecido a lo que pasa en Palestina", dice titubeante, con miedo a hacer comparativas exageradas o erróneas.
Una lección sobre racismo
A una edad en la que muchos jóvenes españoles apenas han visto el racismo en películas, este grupo de chicos se envalentona y lo menciona sin miedo. Congratula saber que no se sienten discriminados en el día a día, aunque hay pequeños focos donde se dan la razón.
"A mí me ha pasado en partidos de fútbol", cuenta Gerome, un joven camerunés vestido con una sudadera roja que levanta la mano cada vez que quiere intervenir. "Juego en un equipo y la gente desde la grada me insultó, me llamaba cosas como puto negro, pero se paró el partido", cuenta mientras da a entender que no se sorprende por estas actitudes.
Al otro lado del aula, Terno, un senegalés enfundado en un plumas verde, se extiende en la polémica: "A mí me lo han dicho otros jugadores, me insultan..., pero porque saben que soy mejor que ellos", comenta con humor. No se enfada y lo cuenta con una sonrisa, porque, según él, esos agravios son fruto de la frustración.
Algo más grave es lo que cuenta Mohamed, que denuncia malas prácticas policiales: "Con los marroquíes son muy racistas. Cuando me ven me paran y me cachean, me dicen que enseñe lo que llevo en los bolsillos y me dicen que si llevo chocolate o alguna otra droga, que me quite la sudadera, las zapatillas...", cuenta algo más alterado, mientras sus compañeros, inocentemente, se ríen de él. "Me molesta porque no te lo dicen con buen tono, te lo dicen a malas. Antes de ayer me pararon por hacer una broma a un amigo. Para, niñato, me dijo el policía", concluye.
Cuando todos se han desahogado, salen a estirar las piernas. Repiten y repiten lo agradable que es España, como si su pasión fuera a ser evaluada para lograr la permanencia en el país. Dicen que los españoles son muy habladores, muy sociables, y eso les gusta. El sector femenino se queda hablando en clase mientras el masculino sale a contonearse por los pasillos. Son las 11.30, la hora del recreo. Se escuchan risas, conversaciones inconexas y el eco de las escaleras. La luz entra por la cristalera y sí, no hay duda. Tan solo se trata de un grupo de niños.
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