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Marta vive de alquiler desde 2013 en un amplio piso del casco histórico de Santiago por 600 euros al mes. Hoy podría considerarse un chollo, dada la evolución del corazón pétreo compostelano, enfocado al turismo desde el auge del Camino, lo que ha llevado aparejado un alza de precios. Calcula que por su vivienda se pagarían ahora más de 1.000 euros, aunque si se dedicase al alquiler vacacional podría alcanzar los 1.500 euros.
En su edificio no hay ningún piso turístico, pero la manzana se ha visto perjudicada por una vivienda ocupada por viajeros que da a su patio trasero. “Todos los vecinos sufrimos los ruidos provocados por grupos de diez a catorce personas a cualquier hora del día y de la noche. Lo que era una finca tranquila se ha convertido en un lugar incómodo para vivir, porque no hay ningún tipo de control”, explica Marta.
Sin embargo, esta sufridora de Airbnb reconoce que, como otros afectados por la turistificación, busca alojamiento a través de la plataforma. “Sí, es una contradicción, como tantas otras en la vida. Pero en los sitios con un turismo muy intensivo, resulta más económico que un hotel”, se justifica. Nunca lo había hecho hasta que tuvo un hijo. “Ahora necesitamos un apartamento que disponga de cocina y nos permita estar más cómodos”.
Marta deja claro que, cuando se va de vacaciones, no causa molestias. Sin embargo, sufre el mal comportamiento de los turistas que se alojan en el piso cercano a su vivienda. “Nosotros seguimos las reglas de un establecimiento hotelero. De hecho, el fenómeno no sería malo si fuese equilibrado y respetuoso. El problema aflora cuando los ocupantes no son cívicos, hacen fiestas, provocan ruido y ensucian, algo que ha interferido en nuestra calidad de vida”.
Santiago y la homogeneización del paisaje urbano
García Fontán: “El vecino se siente excluido por la masificación”
El Camino ha sido determinante, pero también su casco histórico, que atrae a otro tipo de turistas y a los pasajeros de los transatlánticos que atracan en los puertos de Vigo y A Coruña. “Muchos ni siquiera pernoctan, pero tal flujo de visitantes diarios supera la capacidad de Santiago para absorberlos”, explica la arquitecta Cristina García Fontán, especialista en Ordenación y Desarrollo Territorial. ¿Resultado? “El entorno de la catedral está masificado, sobre todo en verano, lo que genera una cierta incomodidad y un desplazamiento de la población”.
Una urbe volcada con el turismo ha modificado su fisonomía tradicional. Los negocios clásicos menguan y, en lugar de panaderías o mercerías, abren tiendas de recuerdos. “La proliferación de locales dirigidos a los turistas ha provocado la desaparición del pequeño comercio, orientado a la población local”, añade Fontán. “De este modo, el paisaje urbano se homogeneiza, atestado de establecimientos de baja calidad, lo que hace poco atractivo para el residente pasear por sus calles”.
El nivel de la hostelería también se resiente, añade la profesora de Urbanismo en la Universidade de A Coruña, quien destaca la existencia de bares y restaurantes frecuentados mayoritariamente por visitantes. “Los fondos de inversión están comprando edificios enteros en las zonas más concurridas, como el Franco [la calle de los vinos], que se han convertido en espacios degradados que apenas están habitados”.
La solución, según ella, pasa por el control por parte de las autoridades. “Es una cuestión de proporción. Igual que hay una cantidad determinada de tabernas, debería haber un número limitado de pisos turísticos. No pueden dedicarse fincas enteras a esa actividad, porque lo principal de un tejido urbano es que esté habitado por vecinos”, denuncia la arquitecta, quien detalla las características de los inmuebles.
La competencia ha llevado a adecuar o rehabilitar las viviendas turísticas, mientras que muchas de las destinadas al alquiler convencional sufren carencias o están deterioradas. Es decir, las condiciones de habitabilidad son bajas o mejorables, señala García Fontán. Una dinámica que ha contribuido a que los estudiantes hayan abandonado el casco histórico y vivan en el ensanche, donde algunos pisos están en mejor estado.
La capital gallega, Patrimonio Cultural de la Humanidad, como parque temático. “Algunas calles, plazas y edificios se han convertido en elementos puramente turísticos”, apunta la experta en Ordenación y Desarrollo Territorial.
“Así, el residente se siente excluido por la masificación, la deficiente oferta hostelera y el desplazamiento poblacional motivado por la subida de precios de unos pisos de baja calidad”, concluye la arquitecta, quien no ha dejado de disfrutar de las bondades de la gastronomía orientada al indígena más exigente. Porque Santiago sigue escondiendo tesoros a escasa distancia de los monumentos más concurridos.
Del Rastro al Reina Sofía
“No tenemos la culpa de que el sistema haya pervertido el modelo”
Jorge vive cerca de la plaza de Cascorro, centro neurálgico del Rastro madrileño. Hace años, los bajos eran regentados por comerciantes chinos, quienes terminaron trasladando sus negocios textiles al polígono de Cobo Calleja, en Fuenlabrada. Hoy han sido ocupados por bares de moda, estudios de diseño, tiendas de artesanía o espacios de decoración. Vive en un piso propio y en su edificio no hay ningún Airbnb, aunque sí dos apartamentos que se alquilan al menos por un mes.
“No me considero un afectado directo de la turistificación, porque no sufro las maletas subiendo y bajando a diario, pero en el barrio todos somos víctimas de alguna forma”, explica este profesional de la comunicación, quien lleva más de media vida en la capital. “El ciclo se ha cumplido a rajatabla: empezaron los particulares, luego se metieron los pequeños inversores y finalmente los fondos terminaron comprando fincas enteras, un fenómeno que ha tenido una repercusión económica muy relevante”, detalla.
Subida del alquiler de la vivienda, cambio del modelo de ocio y sustitución del pequeño comercio por establecimientos enfocados a los turistas, desde tiendas de recuerdos hasta supermercados que abren las veinticuatro horas. “Los negocios que antes prestaban un servicio a la comunidad ahora están orientados a los extranjeros. Todo ello ha afectado al día a día de los vecinos, porque hay menos lugares comunes para hacer vida de barrio”, critica Jorge, quien reconoce que ha recurrido a las plataformas de alquiler online.
“La mayoría de mis amigos que viajan habitualmente no ha renunciado a hospedarse en apartamentos turísticos si esa modalidad le encaja mejor en un determinado viaje. Algunos lo hacen en familia, por lo que les resulta una opción más cómoda y económica”, justifica mientras camina por la calle Embajadores. “No por ello dejan de criticar su proliferación, algo que tampoco me parece incoherente. Eso sería simplificar las cosas, porque hay muchos factores a tener en cuenta. Es injusto poner el foco en los usuarios: no son ellos los que tienen la culpa de que el sistema haya pervertido el modelo”.
Jorge recuerda el concepto original, enmarcado en la economía colaborativa: alguien alquila una habitación de su casa durante un fin de semana, por ejemplo. Por ello, no cree que sea malo en sí mismo, pero con límites. “Las administraciones deberían tomar carta en el asunto y Airbnb, establecer filtros y barreras. En cuanto a la persona que alquila su piso durante un número limitado de días al año, paga impuestos, no supone una competencia desleal para los hoteles y tampoco perjudica la vida de los barrios, está en su derecho de hacerlo. Porque, en realidad, los grandes beneficiados ahora son Airbnb y los grandes inversores”, matiza.
Tras dos décadas residiendo en este barrio castizo, ha sido testigo de una gentrificación que parecía tardar en llegar. Actualmente, basta pasear casi en línea recta desde Cascorro hasta el Museo Reina Sofía, pasando por la plaza de Tirso de Molina y la calle Santa Isabel, para percatarse del aburguesamiento.
Sin embargo, considera que no todos los ayuntamientos han sido tan permisivos con el sector. “Visité algunas ciudades, incluso extranjeras, que no han sufrido tales efectos. Durante esos viajes, me alojé en casas de personas, no de empresas que te dejan las llaves en el buzón. No por una cuestión de coherencia, sino porque prefiero encontrarme con alguien con quien conversar y que pueda aconsejarte y ejercer de cicerone”.
Primero Barcelona, luego Madrid
"Pago 700 euros por un piso en Lavapiés, pero podrían pedir 1.200"
José dejó atrás la turistificación de Barcelona y se encontró con la incipiente gentrificación del centro de Madrid. Vive en Lavapiés y, aunque su casero no le ha subido el alquiler, muchos de sus colegas se han visto desalojados tanto de su barrio como de los adyacentes, como Huertas. Su apartamento, un cuarto exterior de sesenta metros cuadrados, está situado en una de las principales calles, junto a la plaza. En 2011, pagaba 800 euros, pero se hizo autónomo y meses después logró que su casero se lo bajase a 620.
“Pude jugar la baza de que aún arreciaba la crisis. Eso sí, estaba vacío y tuve que poner desde la nevera hasta el aire acondicionado. Hoy me cuesta 700 euros, si bien podría pedir 1.200 euros. De hecho, ya ha intentado subirme el alquiler”, advierte José, quien en sus escapadas nocturnas a su taberna de confianza no deja de escuchar la misma cantinela: vecinos forzados a dejar sus viviendas al término del contrato, obligados a pagar más dinero por nuevos refugios y, cuando la cartera no alcanza, centrifugados a otras latitudes.
Él y sus colegas pagan las consecuencias de los dos fenómenos que sufre Lavapiés en paralelo: la gentrificación y la turistificación. Ahora bien, cuando viajan, ¿dónde se alojan? “Supongo que todos han dormido alguna vez en un Airbnb. Sin embargo, no estoy seguro de que la correlación sea espuria. Es decir, no es lo mismo quedarse en la casa de unos vecinos que ofrecen una de sus habitaciones en un destino normal que los inversores que reforman pisos o edificios enteros para que funcionen únicamente como turísticos en sitios gentrificados”.
José sólo tiene una experiencia. En su día, se alojó en un Airbnb en Nueva York, pero justifica que fue durante un viaje de trabajo a gastos pagados y que la reserva había corrido a cargo de los organizadores. “En aquel momento, todavía no habían entrado en el negocio los fondos de inversión, pero hoy me plantearía muy seriamente la opción de quedarme en un Airbnb. Desde luego, en Barcelona, Sevilla o Santiago de Compostela no lo haría”.
Malasaña, destino...
"Intento alquilar pisos de particulares, pero al final caes en Airbnb"
Cuando su piso en propiedad se le quedó pequeño, se mudó a otro más amplio y destinó el primero a turistas. Airbnb todavía no existía y lo ofertaba en otras plataformas. Tras dos años de experiencia —de 2007 a 2009—, el boom, la competencia, el mayor trabajo que le acarreaba gestionarlo y los ingresos inferiores lo llevaron a optar por el alquiler habitacional. Es decir, los inquilinos pasaban a ser sus vecinos. “Ganaba menos dinero, pero me quité un peso de encima”, explica Pablo, quien en la última década ha comprobado los efectos de la turistificación en Malasaña.
Por motivos laborales, se ha visto beneficiado con el auge de la zona, aunque también sufre sus consecuencias. Por ello, cuando viaja trata de reservar apartamentos a través de particulares o de inmobiliarias. “Procuro tener cuidado, pero en los anuncios no queda claro quién es realmente el dueño. Intento burlar la contradicción no alquilando con Airbnb. Pero, por mucho que lo intente, a veces caes. En Semana Santa dormí en uno sin saberlo. Y acabo de estar en Nerja y, al final, no pude evitarlo”.
Pablo también alude a la economía colaborativa. “Yo, conscientemente, sólo iría a un Airbnb si fuese una habitación en un piso compartido, porque ese apartamento está dentro del mercado residencial y, con su dueño dentro, se evitan los ruidos. Hay gente que ofrece un cuarto para poder pagar el alquiler mensual e incluso llega a ausentarse un par de días en casa de sus padres si cede su propia estancia”, añade. “Para mí es igual de gentrificadora una persona que pone su apartamento a disposición del alquiler vacacional que una empresa con decenas de pisos”.
Lo genuino, según él, sería alquilar una habitación en una casa en la que vive alguien. “Sin embargo, yo voy de vacaciones en familia y esa opción me resulta imposible”, aclara este vecino de Malasaña. “Y, como hasta la información de las inmobiliarias es opaca, si quieres estar seguro al cien por cien de que el apartamento pertenece a un particular, tienes que ir a un hostal o a un hotel. Pero, por una cuestión económica, no puedo hacerlo”. La paradoja de viajar más barato al tiempo que en tu barrio se disparan los alquileres porque otros, en dirección contraria, están haciendo lo mismo que tú.
Granada: del Realejo al Albaicín
"Cuando viajo, soy educada. Cuando alojo, filtro a los usuarios"
Patricia se aloja en pisos turísticos y gestiona dos apartamentos en su ciudad. Rechaza que las viviendas de estas características —la mayoría, concentradas en el Realejo, el centro y el Albaicín— hayan masificado los barrios históricos. “Granada siempre ha estado llena de guiris, sólo que ahora también se quedan en Airbnb”, matiza. “Aquí hay tanta oferta que la calidad es muy alta, mientras que un hotel de cuatro estrellas resulta mucho más caro”.
Cuando se va de vacaciones, opta por usar plataformas como Booking por la relación calidad-precio, aunque cree que —además de los hijos— hay otra razón para optar por esta modalidad. “Hay una tendencia a viajar de otra manera, más humana, porque en un apartamento compartes un espacio con tus amigos o tu familia”. Patricia tiene una óptima calificación como inquilina y como anfitriona. “Cuando salgo, me comporto con educación. Y cuando recibo, filtro a los usuarios a través de los servicios que ofrezco y el dinero que cobro”.
En casi tres años, sólo ha tenido una experiencia negativa. “Mis inquilinos tratan muy bien los pisos. Al noventa por ciento le doy un diez: en el fondo, son gente como tú o como yo”. Uno de ellos está cerca de la plaza de toros, por lo que podría resultar relativamente alejado para un granadino. “Sin embargo, tengo la misma ocupación, porque es una cuestión de perspectiva. De hecho, los usuarios son extranjeros que vienen de grandes ciudades, por lo que no perciben la zona como lejana”.
Antes lo habitaban estudiantes, pero su padre empezó a temer impagos y decidió destinarlo al alquiler vacacional. El segundo apartamento, ubicado en una céntrica calle, lo compró para invertir sus ahorros. “El objetivo era explotarlo como piso turístico, porque la rentabilidad es más alta. Y, de paso, está entrenido tras haberse jubilado, porque como propietario conoces a personas diferentes y haces nuevos amigos”.
Patricia asegura que el primero no ha generado problemas con el vecindario, aunque ha habido una queja puntual por parte de un propietario. El del centro ha sido objeto de una reunión de la comunidad. “Siempre he alegado que en el edificio también hay consultas de médicos y despachos de abogados, que provocan un flujo de gente mucho mayor que el de mi piso”.
A finales de mayo, varias pintadas en las fachadas del Albaicín criticaban la afluencia de viajeros. Entre algunos lemas, “Turista: ¡Granada no es una postal!”, “Turista: ¡No compres Granada!”, “Turista: ¡Deja tu dinero en casa!” y “Turista: ¡Lárgate!”. La Asociación de Vecinas y Vecinos del Bajo Albayzín, aunque comparte el contenido de los mensajes, censuró el método, pues ensucia las casas de los vecinos con los grafitis.
Frente a quienes denuncian que los viajeros están desvirtuando el alma del histórico barrio, Patricia considera que son absolutamente necesarios para sostener la economía local. “Me da coraje que alguien pida que se vayan, argumentando que se están cargando la esencia de la ciudad, cuando su efecto es positivo. Granada, sin industria, vive de la hostelería y del turismo. Incluso el pequeño comercio se ha reactivado gracias a ellos”.
Una contradicción motivada por ¿el dinero?
“No es incoherente alquilar un piso y criticar el modelo salvaje”
Patricia también tiene amigos que se quejan de la masificación y luego se alojan en apartamentos turísticos. Igual que los propios entrevistados, quienes han preferido omitir sus verdaderos nombres. “Yo conozco a bastantes, porque es una alternativa más barata a la de un hotel”, justifica Marta. “Y, en el caso de alquilar una habitación, puedes contar con alguien que te oriente durante la estancia en la ciudad”, añade esta residente en Santiago, quien en su momento decidió comprarse un piso en el casco histórico, al que todavía no se ha mudado.
“En cierto modo, me arrepiento de haberlo hecho, porque no sé lo que va a pasar con el resto del edificio”, confiesa. “Lo hemos comprado para vivir, pero con estas dinámicas de cambio poblacional cada vez menos gente reside en el centro histórico y la tendencia es que se destinen a los turistas. Con lo cual, nuestra vida diaria se vería afectada”.
Quizás Pablo, quien ha vivido de primera mano la gentrificación de Malasaña, reserve algún día el apartamento que tantos disgustos causa a Marta y a sus vecinos de manzana. “Al menos, intento cerciorarme de que tras los anuncios no haya grandes fondos o empresas, pero al final te das cuenta de que en otras plataformas está metido todo dios”, argumenta este madrileño de adopción, quien subraya que el alquiler vacacional siempre ha existido en zonas costeras, pero según él no generaba molestias porque esos inmuebles son segundas residencias. “El problema se dio cuando el fenómeno se trasladó al centro de las ciudades”.
Jorge —fronterizo entre Lavapiés y el Rastro de Madrid— puede dar fe de ello, aunque alberga ciertas dudas respecto a un proceso que ha generado protestas en muchos barrios y ciudades. “No se puede ser naíf y pensar que la gente va a vivir siempre en el mismo sitio. Hay que permitir cierta libertad, pues al final puede redundar en un beneficio para el consumidor. De este modo, no se ve obligado a dormir en un hotel, obviamente más caro”.
Él mismo, quien no duda en echar balones fuera respecto a la contradicción de sufrir los pisos turísticos y, al mismo tiempo, alquilarlos. “No me parece incoherente quedarme en uno y criticar el modelo salvaje que impera”.
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