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Jamás lo había imaginado. Antes no era sí. Pronto será tarde. Entretanto no desespera. Todavía hay esperanza. Hoy sigue luchando. Mañana es un interrogante.
La tesis doctoral de Luis versa sobre los adverbios temporales. Cuando habla, parece que se ha quedado clavado en el ahora. Vive en un edificio tomado por turistas. Apenas quedan vecinos, esa cosa con una boca, dos ojos y otras tantas piernas con los que se cruzaba en el portal, en la calle, en la plaza.
El andamiaje humano. Los puntales que sostienen el barrio.
A veces, el profesor García entra en su edificio y no reconoce ni el pasillo, alfombrado de maletas y mochilas, quizás alguien cambiándose la ropa. O apurando la última cerveza. O llamando a la puerta equivocada. No anteayer, ni el sábado anterior, sino todos los días, de ahí el ahora. Está pasando.
¿Un presente continuo? “Yo diría que un futuro imperfecto”.
Luis García (Madrid, 1966) compró este piso ubicado a escasos metros de la madrileña plaza de Santa Ana hace casi veinticinco años. Hoy podría parecer que le salió a un precio razonable, pero a la postre terminaría resultándole muy caro. Hay cincuenta viviendas. Todas están destinadas al alquiler turístico, excepto seis, donde viven lo que podríamos llamar familias. O personas.
Aisladas en la tercera planta, para bajar a la calle o para subir a su casa se cruzan a diario con turbas de turistas. No es una metáfora: a veces, comparten ascensor con hooligans malencarados, los que luego la lían en la plaza de Santa Ana; otras, se encuentran en la escalera con una excursión de bachillerato de sabe dios dónde.
En el portal suele formarse un cuello de botella, normalmente de cerveza. Como las entradas y salidas son continuas, el número 15 de la calle Príncipe es un coladero. Que si vidrios rotos, que si una jeringuilla, que si alguien durmiendo en el suelo… ¿El usuario de un apartamento turístico? “Hombre, no voy a preguntarle quién es, ni de dónde ha salido”, responde Luis con ironía.
Cuando él y otros vecinos les llaman la atención, pueden pasar de ellos, insultarlos o darles un toque. “Una amiga que vivía cerca de aquí tuvo que irse porque estaba aterrorizada”. ¿Cómo que aterrorizada? “A mí un bruto me pone una mano encima y puedo hacerle frente, pero a ella terminaron amedrentándola”. Luis cuenta que algunas ancianas del barrio llegan a la asociación de vecinos llorando. Se han quedado solas, aunque no entre cuatro paredes, sino entre los muros del edificio. “Sí, ellas también tienen miedo”.
Amigas que se han ido a una nueva casa o para siempre, o sea, al otro barrio. De la carnicería o la pescadería sólo reconocen el número del portal. Apenas hay panaderías, panaderías. A lo lejos, resisten los puestos exteriores del mercado de Antón Martín, si bien los del interior se han visto desplazados por restaurantes y negocios de hostelería.
Luis se muerde los dientes y evita los supermercados exprés surgidos a rebufo de los turistas y que, según él, le han comido el terreno a los pequeños negocios de alimentación y frutos secos, herederos de los ultramarinos y mantequerías, fósiles gastronómicos que boquean en el diccionario. Aunque el futuro es imperfecto y el presente ya parece histórico —hoy es ayer, hoy es mañana—, tiene una fecha fija en la cabeza: verano de 2014.
Cree que ahí empezó todo. O, al menos, fue cuando sufrió el primer problema y advirtió lo que se le venía encima. Una pandilla de norteamericanas instala una piscina desmontable en la terraza y la lía parda. “Esa fiesta incluso nos pareció anecdótica y la empresa que gestiona los apartamentos nos dijo que no iría a más, pero sucedió todo lo contrario: despedidas de soltero, botellones en los patios, hinchas borrachos...”, recuerda Luis, quien comienza a echar números.
Compró en 1994. Seis años después, se vio obligado a irse, porque el edificio se venía abajo: “Vivía en una casa con la cocina y el comedor apuntalados. La derrama de las obras, que duraron del 2000 al 2005, fue de casi 90.000 euros”. Vivió de prestado. Tuvo que pedir un crédito. Volvió a la casa de su madre. “Cuando regresé aquí, al cabo de unos años comenzaron los problemas”. Las ventanas de su casa dan a cinco pequeñas terrazas, una por apartamento turístico: “En verano es un infierno”.
Madrid, este abril, alterna la lluvia con el sol. Los coches que circulan pegados a la acera achican el agua de las pozas que se han formado en la calzada, sulfatando las piernas de los turistas que entran y salen del portal de Príncipe, 15: un grupo de chicas señoras que sale, dos jóvenes que entran, una pareja que sale, varios matrimonios con niños que entran y se quedan parados, de cháchara, ante las escaleras que dan a la recepción, donde un individuo atiende dentro de una pecera.
“Es un problema estructural: el edificio está sobreexplotado, o sea, no está hecho para albergar 42 apartamentos, donde en función de los eventos que haya ese día en la ciudad pueden alojarse ocho hooligans o una tranquila familia con hijos. Es una lotería”. Si le toca la pedrea, pongamos un insulto, puede denunciar o callarse y subir a casa, casi mejor: “Porque si llamo a la policía, me amargan la tarde”.
El recepcionista está enfrascado en el ordenador. Arriba, dos plantas con pasillos que se bifurcan y dan a hileras de puertas. Sumándolas, superarían las cuarenta. En el tercero, los vecinos, cuyos nombres resisten impresos en los buzones, últimos supervivientes de una civilización perdida. “Si estuviese alquilado, me iría mañana, pero el piso es mío”.
Podría ser peor: “¿Que haría si tuviese niños?”.
Peor todavía: “Menos mal que ha muerto mi madre, porque no podría cuidarla en estas circunstancias. ¿Cómo iba a dejarla aquí sola con alzheimer?”.
Se lo debe todo. A ella, quien dejó la peluquería para criarlos, y a su padre, contable en la Seat. “Nací en Cañorroto, entre la comisaría y la cárcel”. Luego dirá también que nació con una gramática bajo el brazo. Filólogo hispánico vocacional. Catorce años trabajando en la Facultad de Letras de Castilla-La Mancha en Ciudad Real. Ahora, profesor titular de Lengua Española en la Complutense. Ha escrito largo y tendido sobre lo suyo. Un hermano bachiller y dos más licenciados: “Nuestro ascensor social fue la Universidad”.
Nos habla de su caso Víctor Rey, presidente de la Asociación Vecinal Sol y Barrio de las Letras, quien relata en un bar de la calle Huertas las vicisitudes de otros residentes del barrio. Él es un desplazado: “Compraron mi piso y los dueños me dieron dos meses de plazo para dejarlo”. No se ha ido muy lejos, aunque siente el frío del filo de la especulación: vecinos, cuenta, a los que les han duplicado el precio del alquiler. Otros que se han ido: “La asociación ha sufrido diecisiete bajas en el último año por la subida de la renta o por la situación de conflicto generada en sus comunidades”.
El caso de Luis es extraño. Hay edificios enteros tomados por apartamentos turísticos. Otros en los que los visitantes conviven, en minoría, con los residentes. El suyo, sin embargo, resulta singular: “Vivimos encima de un hotel”. Desde que El País se hizo eco de su situación hace un año, ha protagonizado varios reportajes en prensa y televisión. “Los barrios están desapareciendo como un lugar de convivencia de los vecinos”, sentencia Rey, quien diferencia entre un particular que alquila su piso y las grandes empresas que han invertido en el sector.
Mucor es la propietaria de los apartamentos turísticos de Príncipe, 15. Sin embargo, de nada vale llamar a su puerta, porque la gestión corresponde a L&H Apartments, que también ofrece estancias en la Plaza Mayor, La Latina, Gran Vía y Puerta del Sol. La asociación vecinal del barrio lo calificaba como “hostal irregular carente de control". Luis cree que las empresas son “más descarnadas” que los particulares. Y más cobardes: “Los residentes se enfrentan a un intermediario, de ahí que surjan tantas empresas gestoras”.
Les quedan las administraciones local y regional, pero Luis, Víctor y los sufridos moradores del barrio se sienten desamparados, aunque no cejan en su empeño de que Comunidad y Ayuntamiento regulen la actividad y garanticen el uso residencial del centro. “El turista no interacciona con la ciudad, mientras que el tejido social se va destruyendo poco a poco. A este paso, aquí no habrá críos ni ancianos”, se lamenta el filólogo madrileño.
No es país para niños, ni barrio para viejos: “Ha desaparecido la red de protección social de los vecinos. Están aislando a la tercera edad. Neoliberalismo puro y duro”.
Luis tiene 52 años. El tiempo pasa volando.
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