melilla
Actualizado:MADRID.- Conocí a Oussa Fassi ─así se llamaba en Facebook, tal y como escribió en mi antebrazo hace pocos meses─ en la puerta del CETI de Melilla. Me dijo que tenía 17 años; y le creí. Su preocupación por el corte de pelo, estilo mohicano, así lo atestiguaba. Era marroquí, de Fez; aunque llevaba varios años en España. Mejor dicho, en Melilla, esa burbuja del tiempo que aún persiste en el norte de África, donde el modernismo catalán convive con las casas estilo colonial y con las barriadas de pobres musulmanes donde germina el yihadismo de entre la miseria que sólo se palia con la venta de drogas y algún que otro robo.
No era el hogar del joven Fassi. Él vivía en el puerto, como decenas de menores que, sin recursos ni familia en su país, decidieron jugársela y cruzar un estúpido paso fronterizo que los españoles consideramos nuestro sólo porque un rey medieval puso allí una pica. Vivía hasta hace cinco días. Una foto suya junto a la de unos buzos sacando del agua un cadáver envuelto en plásticos me ha dado las buenas noches a través del Facebook de José Palazón.
La primera vez que vi a Oussa, deambulando entre subsaharianos y refugiados sirios y kurdos, con una sonrisa de oreja a oreja, entendí que era mayor que yo. Me miró a los ojos, bajó la vista hasta mi cámara réflex e intuyó lo propio: un periodista español o, en cualquier caso, europeo anda por aquí buscando una buena fotografía.
Un hogar en el puerto
"Eh amigo, un euro por un retrato", me dijo. Le consté que ésa no era mi forma de trabajar. Meneó la cabeza pero no se marchó. Le tendí la mano y me la estrechó. Estaba sucia y era áspera; consecuencia de trepar cada día una valla de hierro oxidado que el Gobierno de Melilla ha colocado para impedir inútilmente que los "menores no acompañados" ─eufemismo de la neolengua para definir a los chavales inmigrantes que deambulan mendigando por las calles─ no puedan llegar a lo que diariamente es su dormitorio, las rocas del puerto. En el caso de Oussa sí ha servido. Un resbalón en su salto a casa, al parecer, hizo que diera con sus huesos en las rocas y, después, en el agua.
"Vivo en la calle, de aquí para allá. Buscar la vida, amigo". Fue así como se encontró con la muerte
"Soy Oussa", me dijo. "¿España?", preguntó. Le contesté que sí, que estaba allí haciendo un reportaje de la valla fronteriza tan de moda en los medios cuando cientos de negros que no le importan a nadie hacen que se tambalee. Le pregunté qué hacía allí y donde vivía, y su respuesta vino acompañada de un rostro inexpresivo, secuela del pegamento que inhala con sus colegas para matar el tiempo: "Vivo en la calle, de aquí para allá. Buscar la vida, amigo". Fue así como encontró la muerte.
Ante mi negativa a pagarle un posado que otros compran sin tapujos me pidió mi teléfono. "A quién quieres llamar", pregunté. "Sara. La quiero mucho. Es china". No me fiaba del todo. ¿Cómo iba a dejarle mi smartphone a un inmigrante marroquí, curtido en la supervivencia y rodeado de una pandilla de niños, mayores a la fuerza, que te miran mientras comentan con sus colegas vete tú a saber qué forma de liársela a un españolito?. "Dame el número y yo la llamo", propongo. Ousa se curva hacia sus pies, abre el velcro de su deportiva izquierda y saca un pedacito de papel en el que figura un número. Llamo pero nadie responde. "No contesta, tío", le digo. Se encoge de hombros y masculla algo así como "es buena gente, es mi hermana". Minutos después suena el teléfono. Era Sara que devolvía la llamada. Contesto diciendo que un amigo suyo me ha pedido el teléfono para hablar con ella, que espere mientras lo busco. "¡Oussa! ¡Es Sara!", grito.
El chaval se ha perdido entre la multitud que pasa el día en la carretera que parte en dos un campo de golf, pero enseguida aparece a la carrera, coge el móvil, se gira y da algunos pasos. Le sigo de cerca, no vaya a ser que se vaya con mi teléfono tan rápido como ha venido. Al fin y al cabo, no le conozco de nada y lo poco que sé de él me hace desconfiar. Pero el chico no corre. Una risa bobalicona se dibuja en su cara. Ha quedado con ella después de cenar, por el centro; no hay una hora fija. Cuelga y me devuelve el móvil. Le pregunto si es su novia y se la escapa una carcajada. Al parecer es una chica que de vez en cuando le lleva algo de comida. "Buscar la vida, amigo", repite.
Le pregunto cómo ha llegado hasta Melilla, cómo ha cruzado la frontera. La respuesta es más fácil de lo que imaginaba: "Corriendo rápido". Así cruzó el paso fronterizo de Beni Ensar. Si se corre lo suficiente en el momento apropiado, ni la Policía marroquí ni la española reaccionan a tiempo. La Policía no le gusta nada. Odia a la marroquí porque escarmienta a hostias a los niños que, como él, no tienen nada; sin detenciones ni multas. Y detesta a la española porque pega menos, pero no le tiembla el pulso para meterlos en una furgoneta con destino a dependencias de los agentes alauitas, ignorando la legislación internacional que obliga a los Estados a dar asilo a los menores no acompañados. Podría no creerle, pero en cuatro días en Melilla vi esa operación por triplicado. El Ministerio del Interior nunca lo reconocerá, pero en la ciudad autónoma es el pan de cada día.
A veces, los agentes se escudan en que los menores se escapan del centro de acogida. En Melilla hay dos; pero el de carácter público está saturado. Se llama el Fuerte de la Purísima, pero Oussa lo abrevia. "De la Purísima me escapé", reconoce el joven. Prefería vivir en la calle que un centro saturado que acoge a 220 menores y tiene capacidad para tan solo 180. Además no hablaba bien de su director ni de otro señor que no era nadie pero parecía mandar mucho de puertas adentro. A veces había golpes, palizas y hasta se han denunciado abusos sexuales. "La Purísima muy mal, prefiero la calle", dice con las manos metidas en el bolsillo de su chándal Nike.
Oussa prefería vivir en la calle que en un centro de acogida saturado en el que se han denunciado malos tratos y abusos
En Melilla sobrevivía, pero Oussa quería vivir. Tanto empeño puso que al final murió en el intento. Su plan, como el de muchos otros, era colarse en un ferry, ser un polizón que desembarca en Málaga y, de ahí, seguir adelante hasta tener un trabajo. "¿No tienes familia en Marruecos?", pregunto. "Marruecos muy pobre, allí no familia", contesta. Su castellano le impide explicar si es huérfano, si su familia era tan miserable como para no guardar en su zapatilla el número de teléfono de su casa o si simplemente se escapó. Allí hay de todo.
Me vuelve a pedir un euro. Le doy todo lo que llevo encima; una moneda de dos euros y algunos céntimos. Me da las gracias y ya no soy su amigo. Ahora soy su hermano. También le doy un cigarro y reparto algunos más entre sus cinco amigos de vida callejera. Todos fuman y ríen. Me hace escribir mi número de teléfono en un trozo de papel que se guarda en la zapatilla derecha. "Eh, saca una foto a todos", me pide. Les coloco con el CETI de fondo. Se abrazan y sonríen y, a falta de más papel, me escriben sus cuentas de Facebook en el dorso del brazo para poder retener ese recuerdo. Quién sabe si es la última vez que están todos juntos.
Hoy, tres meses después del efímero encuentro, sus cuentas de Facebook albergan la misma fotografía. Oussa, sentado en las escaleras de una casa, vistiendo una camiseta azul sin mangas y unos pantalones cortos de un rojo gastado. No sonríe; cariacontecido mira a la cámara. Sobre la imagen, un emoticono de llanto acompaña a la frase "لن ننساك", que según el traductor de Google significa "Nosotros no olvidaremos". Hasta ahora, la única necrológica de Oussa era una teletipo titulado “Un menor aspirante a polizón muere al caer entre las rocas del puerto”. Oussa no era una aspirante a polizón, era sólo un niño que creció muy rápido. De hecho, ya nunca cogerá ese ferry. Ni con billete ni al asalto.
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