La Ley 42/2007, de 13 de diciembre, del Patrimonio Natural y de la Biodiversidad define especie invasora como "aquella que se introduce o establece en un ecosistema o hábitat natural o seminatural y que es un agente de cambio y amenaza para la diversidad biológica nativa, ya sea por su comportamiento invasor, o por el riesgo de contaminación genética".
Este riesgo para la biodiversidad es tan grande que supone hoy la segunda causa de extinción en el mundo, según la ONU. En Europa, una de cada tres especies nativas está en peligro crítico de desaparecer por la introducción de las invasoras.
Un ejemplo es el visón americano (Neovison vison), que está acabando con el visón europeo, hasta el punto de que solo quedan 500 ejemplares en nuestro país. El número de invasores americanos, por otra parte, no ha dejado de crecer en los últimos años, y se cuenta alrededor de los 30.000, distribuidos alrededor de 12.530 km de ríos en la península Ibérica y en zonas costeras e islas, como el archipiélago de Cíes (Pontevedra) e isla de Sálvora (A Coruña).
Todo empezó a finales de la década de 1950, cuando se abrieron las primeras granjas peleteras en España, en casi todas las comunidades autónomas. Los animales que se encuentran ahora en libertad provienen de congéneres que se escaparon o fueron liberados a causa del cese de actividad.
Desastres para las infraestructuras
Otro ejemplo es el galápago de Florida (Trachemys scripta), que se come los huevos de las ranas y arrebata la comida a tortugas autóctonas. Por eso, desde 2013, en España está prohibida su venta, su liberación en el medio natural e incluso su posesión. Un detalle importante, ya que muchas familias la compraron como mascota antes de que se publicara la ley y este animal puede vivir entre 20 y 30 años.
Pero los daños que producen en su entorno se extienden más allá de la competencia con especies locales. En España, el catálogo de especies exóticas invasoras recoge alrededor de 200, entre algas, flora, invertebrados no artrópodos, artrópodos no crustáceos, crustáceos, peces, anfibios, reptiles, aves y mamíferos. En función de cómo su adaptación al medio daña a la biodiversidad o a los humanos, algunas son más peligrosas que otras.
En muchos casos, son actividades humanas las que se ven afectadas. A veces, son tan críticas como las infraestructuras de abastecimiento de agua. Es el caso del mejillón cebra (Dreissena polymorpha), molusco originario de los mares Caspio, Aral y Negro, y con nulo valor culinario. Su concha triangular alcanza los tres centímetros de longitud y, como crecen formando colonias muy densas, inutilizan las redes de distribución de agua potable, tomas de regadío agrícola e instalaciones hidroeléctricas.
El problema es que se extiende con rapidez, pegado a los cascos de los barcos o en larvas microscópicas que se cuelan en el agua dulce de los ríos y se dispersan a las zonas que estos bañan. Las cálidas aguas españolas son, además, caldo de cultivo perfecto, pues proliferan cuando su temperatura está a más de 12 grados.
Hasta el momento han supuesto elevados costes de limpieza de infraestructuras bloqueadas en la cuenca del río Ebro, y se ha detectado también en el Júcar, donde podría ser perjudicial para los regadíos.
Monitorización ciudadana
Otra forastera acuática es el camalote o jacinto de agua (Eichhornia crassipes). Se ha convertido en un dolor de cabeza en el río Guadiana por su rápida proliferación. Encima, la variedad registrada en este río es la que más semillas produce de las poblaciones existentes en todo el planeta: pues cada fruto puede contener alrededor de 400 semillas.
La planta coloniza grandes extensiones en poco tiempo y el principal problema es que, al descomponerse, comprometa la calidad del agua. Aunque también posee cualidades interesantes, como su capacidad de filtrar metales pesados, quienes sufren su invasión temen que, si se explota con ese fin, pueda escaparse al control humano y seguir infestando territorios.
Son solo algunos ejemplos de las 88 especies invasoras preocupantes recogidas en la lista de la Unión Europea, la mitad de las cuales pueden encontrarse en territorio español. Aunque no solo aquí. Existen puntos calientes repartidos por todo el continente europeo.
Desde hace una década, la Comisión Europea está en pie de guerra contra esta amenaza. Para ello, existen una normativa con estrategias comunitarias y, también, regulaciones nacionales. Por otra parte, para ayudar a detectarlas y monitorizar su dispersión, además, la CE propone una herramienta de ciencia ciudadana, con la que cualquier aficionado a la observación de la naturaleza puede aportar sus hallazgos.
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