Lugo
Habría que cavar, aproximadamente, un metro sesenta de profundidad, en tierra seca, y dura. Es lunes, 10 de agosto. La Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH) inicia las tareas de exhumación de una fosa común situada en el cementerio de Fornelas, en A Pobra do Brollón, localidad al sur de la provincia de Lugo. Son las nueve de la mañana y un cielo plomizo anuncia ya la tormenta que traerá 72 horas más tarde. Durante ese primer día, el avance parece ralentizado, los picos no cavan tan hondo ni tan rápido como sería de desear, el terreno no cede, la verdad no asoma. En la mañana siguiente, sin embargo, una retroexcavadora acelera el proceso. Lo que se ve tras accionar el brazo mecánico es la jerarquía subterránea de la muerte. Ni siquiera ahí debajo se hace justicia. Lo que arrastra la pala son restos de piedra, ladrillos, madera, clavos y huesos que fueron, en su momento, lápidas, ataúdes y cuerpos colocados encima de dos cadáveres desconocidos.
El pasado año, la llamada de una familia puso en marcha el mecanismo. Tras largas jornadas de indagaciones, de recopilación de datos a través de fuentes orales, documentos históricos y arqueológicos, al fin se tiene un nombre y, por tanto, un relato. El otro nombre sigue siendo restos vacíos. Se tiene, además, una causa sobreseída por deficiencia de pruebas concluyentes. Nadie sabe, nadie ve. El silencio de entonces está ahora en esa fosa. Los miembros de la ARMH, en colaboración con el arqueólogo Xurxo Ayán, caminan entre las grietas que va dejando ese silencio. Así avanzan. Piden permisos, solicitan informes, se enfrentan a la burocracia. Después de todas las firmas autorizantes, con una localización detallada, se puede empezar a abrir la tierra. Y dejar que hable.
Gervasio González Rodríguez nació en 1883 en A Fraga de Ribas de Sil, a pocos kilómetros del cementerio donde estos días se busca. Aquel mismo año, Alfonso XII inauguraba entre vítores la estación de ferrocarril de Monforte de Lemos, que posibilitaba la comunicación y el desarrollo de la zona con la nueva línea Madrid - A Coruña. No obstante, la situación en el campo no era tan halagüeña. Con una economía de subsistencia, agricultura atrasada, malas cosechas, crisis alimentarias y rentas excesivas, la solución que quedaba era el éxodo. A partir de los años 80 del siglo XIX hasta el crack del 29, más del 50% de la emigración española provenía de tierras gallegas. En torno a esa red ferroviaria que enlazaba también A Pobra do Brollón, comenzaría a gestarse un sólido movimiento sindical que se convertiría en un eje importante de resistencia tras el golpe de estado de 1936.
Gervasio crece en ese campo pobre y sin salida aparente. Pero logra salir hacia Cuba a los veinte años y se sabe que cumple allí, en 1903, el servicio militar. Regresa a casa y contrae matrimonio con Natividad Rodríguez, una joven de Pumares, localidad vecina de la suya. Tienen hijos, algunos no sobreviven mucho tiempo – la mortalidad infantil era una constante en aquella época -, cuatro sí: Pilar, María, Antonio y Manuela. El padre vuelve a irse, como tantos otros. Trabaja en la construcción del Canal de Panamá y envía, desde allí, cheques a la familia. Regresa al pueblo y de nuevo se marcha, porque labrar la tierra escasa solo trae miseria. Se sabe que hay un barco que zarpa con destino a América y que Gervasio va en él como polizón. Que lo descubren, y lo devuelven. En 1911, en un segundo intento, consigue llegar y permanecer dos años. Otra vez regresa. En un tercer intento, ayudado por la cadena de amistades que funcionaba como una estructura segura en los procesos migratorios y, sobre todo, por Marcelino Fernández Prada, quien será alcalde socialista durante la República, llega a salvo y se queda cinco años. Sigue enviando talones bancarios. En junio de 1931 se asienta en Galicia y con el dinero ahorrado logra construir una casa en Pumares. Acude a las reuniones de UGT, se preocupa por las reivindicaciones de los trabajadores, por sus derechos.
María José Franco, nieta de Gervasio y Natividad, hija de Manuela, lleva 48 horas con los ojos fijos en la tierra – aunque gire la cabeza, aunque hable con vecinos, con periodistas, con voluntarios, con jóvenes que se han acercado al cementerio, aunque diga esto que dijo: "Mi abuelo era muy buena persona, tenía unas ideas políticas y por el simple hecho de pensar como pensaba, pues lo han matado. Eso es. Ni más ni menos". Por mucho que diga eso y otras cosas, sus ojos miran a la tierra.
A medida que pasan las mañanas y las tardes, el calor sofocante y los intentos infructuosos de encontrar los restos de Gervasio, aprietan el ánimo común. Hay polvo que se eleva de la fosa removida y se pega en la piel de los que allí se encuentran. Como una marca indeleble de memoria.
El día 7 de septiembre de 1936, Gervasio González Rodríguez fue hallado muerto en un campo conocido con el nombre de A Bernarda, al lado de un antiguo punto kilométrico llamado por los lugareños, El Decimal. El informe médico incluido en la causa apunta que murió: "a consecuencia de disparos de armas largas de fuego". Se sabe que, el día 5 de septiembre, un grupo de falangistas fue a buscarlo a su casa de Pumares, la cual no quiso abandonar tras el golpe de julio. Se sabe que la noche del 6 de septiembre una camioneta paró en El Decimal. Se sabe que se oyeron disparos. Se sabe que al día siguiente alguien vio dos cuerpos y dio parte. Que los vecinos los llevaron en un carro hasta el cementerio de Fornelas. Que se abrió una fosa. Después de todo eso se sabe el silencio.
Natividad Rodríguez, su viuda, queda marcada. Su nieta repite a lo largo de los días: "Yo, con quien tengo una deuda muy grande es con mi abuela, que sobrevivió a todo eso, que era pequeñita pero muy fuerte y muy valiente." Y también dice: "Después de matar al marido, al hijo se lo llevan a la cárcel a Lugo y luego fue llevado al frente en el bando franquista. La hija mayor se muere de parto en abril del 37. Todo lo que sufrió, todo en esa época, fue un horror."
Natividad conservó una cajita que muchos años después encontraría María José, en un baúl lleno de ropa y objetos, restos de vida detenida en el tiempo. Es una caja muy pequeña con letras grabadas en la tapa que rezan: Fabrique Nationale d’Armes de Guerre. Pero allí dentro solo hay papeles doblados en varios pliegues de diverso grosor, distinta tonalidad de años perdidos. Allí están los cheques que Gervasio enviaba desde América, para una casa, para un futuro. María José la lleva en el bolso y, en un momento dado, creando una expectación que la incomoda, la saca, y muestra lo que contiene, mientras, de algún modo, sin que se note demasiado, como en íntimo secreto, acaricia delicadamente el recuerdo. Horas más tarde dirá: "Cuando se van las personas ya es doloroso pero cuando te las roban, imaginaos cómo es, es tremendo".
El tercer día de trabajo, 12 de agosto, llueve desesperadamente. Lo que no llovió, lo que no se dijo, lo que no se encontró. Se certifican las labores de una búsqueda, se fotografían las marcas, y la tierra, ahora mojada y reblandecida, se cierra de nuevo sin haber podido sacar de su interior los restos de Gervasio. Las herramientas de trabajo desaparecen, la carpa se recoge, la lona se pliega, las gentes, poco a poco, se dispersan. Se encienden motores de coches y furgonetas que enfilan el camino de regreso. Vuelve el silencio pero ya no es el mismo silencio. Únicamente quienes preguntan a la tierra obtienen de ella respuestas. La memoria de Gervasio González Rodríguez es una de ellas.
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