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Su tarjeta de visita es escueta: “Dibujante, entre otras cosas”. Por ejemplo, músico, guionista de cine y televisión, escritor de teatro y, claro, ilustrador. Un hombre renacentista, le sueltan por ahí, pero él no encaja el halago y les devuelve un crochet de pragmatismo: “Más bien un hombre del siglo XXI. Hay que tener mil curros porque ahora nadie va a vivir de una profesión toda la vida. Aquello del dibujante romántico que trazaba durante treinta años un solo personaje para la misma agencia se ha acabado”. Mauro Entrialgo. Vitoria, 1965. Un hombre pluriempleado.
“No encuentro diferencia entre ser músico o dibujante, porque cuento lo mismo de distintas formas”, aclara. Con dieciséis años montó una banda. El rock radical vasco todavía estaba en pañales. Se hacían llamar Letrinas. A esa edad también cobró por primera vez en su vida: el dueño de un bar le encargó un mural (temática: punki con guitarra) y, meses después, Makoki reclamaba sus servicios. “Me pagaron 7.000 pesetas por media página. Me acuerdo perfectamente, como las folclóricas”.
Antes, durante y después, dibujó en fanzines de todo pelaje por amor al arte, una expresión que en realidad viene a significar el arte que tienen algunos para no pagar al artista. “El efecto del vecino informático en los dibujantes es un no parar, pero tampoco le puedes decir que no a todo el mundo porque quedas como un borde”. Ya saben: Escríbeme o ilústrame esto, no pagamos ahora aunque lo haremos más adelante, tú eres colega, te damos visibilidad o la excusa que sea. “Hay truquillos y, ante todo, me niego a hacer algo gratis para alguien que vaya a sacar provecho económico”.
Sigue haciendo viñetas gratis para TMEO, de la que es fundador, si bien ha terminado sacándole partido a ese y otros trabajos en forma de libros y cómics. Va camino del medio centenar, la mayoría recopilatorios de la obra que ha ido publicado en revistas y periódicos. La nómina es tan extensa que basta señalar la cabeza y la cola: El País y El Víbora.
Lleva tanto tiempo en esto que sus personajes han envejecido a su ritmo. Ángel Sefija, un secundario de Alter Rollo, se ganó por derecho una página en El Jueves hace quince años y, desde entonces, no ha dejado de proyectar su mirada escéptica al entorno que le rodea. Lo ha celebrado con la edición especial de Ángel Sefija tras el noveno arte (Astiberri), que incluye una serigrafía numerada y firmada por el creador de este escritor frustrado, protagonista ya de nueve entregas.
Mauro Entrialgo escarba en el dobladillo de la realidad. A veces, esboza en apenas unas líneas un retrato social y político de su generación. Otras, pone todo su empeño en analizar las minucias domésticas que parece que se nos escapan, pero que hibernan en nuestro subconsciente. Esas grandes verdades que usted tiene delante y en las que no había reparado. Todo eso en lo que ya había pensado sin acertar a expresarlo.
“Lo ideal es que detrás de las pequeñas cosas haya algo más grande”. Para ello, el historietista vasco se nutre de las experiencias y conversaciones de la gente que lo rodea. Si en los noventa trataba la noche, el rock y las drogas, en la actualidad aborda el consumismo, las nuevas tecnologías y sus problemas con la administración, sin dejar de lado la cultura y la sociopolítica. “No hay nada que dé más grima que envejecer y no saber de qué hablas. Por eso, cuando esté en un geriátrico, hablaré de lo que me pase allí”.
Sus personajes siguen siendo los mismos, sólo que han crecido. Como buen antropólogo ilustrado, captó la Malasaña del indie (véase el mural del bar Tupperware), hoy coto hipster. Llegó hasta ella procedente de Bilbao, donde había plantado a la Facultad de Bellas Artes, desengañado, poco después de matricularse. Tenía veintidós años y, para redondear sus ingresos, trabajó como rotulista de carteles metálicos. No le hablen de movidas: “Siempre creemos que entonces éramos muy modernos porque tenemos la idea que nos proporciona el cine y la televisión. Sin embargo, cuando llegué a Madrid recuerdo que había carros con caballos cagando en la calle… Incluso en la actualidad, debajo del granito de Gallardón subyace el Madrid de siempre, que sigue siendo un pueblo”.
Lo prefirió a Barcelona porque quería huir de los cenáculos del gremio. “En aquel momento era la capital del cómic, pero no me interesaban los guetos y preferí decantarme por la prensa generalista”. Optó por las historietas porque vio que podía ganarse la vida con ellas, aunque podría haberse dedicado a la música si hubiese sonado la campana. Aun así sigue manteniendo, en un plano más amateur, la banda Esteban Light y dibuja en directo durante las conciertos de Los Tiki Twangers, un combo instrumental apto para niños.
Aparentemente naïf, sus textos resultan corrosivos y ponen en solfa a sus contemporáneos, incluida su propia tribu. Sus viñetas son un safari urbano. Su ecosistema, el asfalto. Su registro, la ironía. “Dibujo por tres cosas: por dinero, porque me gusta y como terapia”, confiesa en el salón de su apartamento madrileño, donde exhibe su colección de figuritas y muñecos. “Se pueden describir así”, concede mientras observa las nueve baldas colmadas de iconografía pop. “Llega un momento en el que la colección se hace sola, porque todo el mundo me las regala. Ahora sólo compro mascotas comerciales y dispensadores de caramelos Pez”, concluye el padre de Herminio Bolaextra y El Demonio Rojo, mientras esboza una sonrisa curva. No deja de ser paradójico en alguien que asegura que “el humor es siempre la línea recta”.
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