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Actualizado:El autobús llega puntual y aparca en frente de la estación de Méndez Álvaro de Madrid; pero este no es un bus cualquiera, aunque ya empiezan a ser normales. No hay recibimiento oficial ni autoridades, solo unos pocos familiares que aguardan a que la puerta se abra y de las escalerillas salgan las caras que llevan esperando días, casi dos semanas ya. La escena es tan anodina que nadie diría que ese autobús lleva tres días de viaje desde la frontera entre Polonia y Ucrania, que va lleno de refugiados de guerra, algunos de las zonas más castigadas por los bombardeos rusos. Pero lo es, y las pocas caras que se bajan en Madrid (casi todo el pasaje tiene conocidos que les esperan en Andalucía) no dejan dudas.
Svetlana, de 51 años, otea a los presentes, pero aún no ha llegado quien la recoja. Tiene el alivio dibujado en los ojos, sonríe y se baja la cremallera de su grueso abrigo verde. Ha pasado mucho frío desde que escapó de su casa, en la ciudad de Irpin, cerca de Kiev, hace nueve días. "Salimos al cuarto día de la invasión en un coche particular. Era arriesgado, pero no podíamos seguir más allí, había muchos combates y bombardeos, no había trenes ni nada", relata. Pasaron tres días escondidos en el sótano de casa, "pero los niños estaban muy asustados y nosotras también", dice señalando a sus dos nietos de cuatro y ocho años.
Junto a ella está su hija, Julia, de 35 años, que amontona los cuatro pequeños bultos con los que cargan desde Polonia. Salieron con lo puesto, casi todo lo que traen se lo han dado los voluntarios y las ONG que trabajan en los pasos fronterizos de Polonia, por donde ya han escapado 1,2 millones de personas, según Naciones Unidas. Serán más, muchos más, porque el fin de la guerra es todavía una quimera, porque las colas para salir son kilométricas y porque todavía siguen partiendo trenes desde Kiev hacia el oeste del país, una zona en cierta calma todavía.
"Nos asustábamos hasta de los pájaros. Pensábamos que eran aviones rusos"
Ambas mujeres han dejado atrás un país invadido, una ciudad devastada casi desde el principio y sendos maridos combatiendo en el frente. Irpin, a menos de 30 kilómetros de la capital, es uno de los enclaves más codiciados por las tropas de Putin. Lleva días asediada, con los puentes destruidos y con bombardeos indiscriminados que este fin de semana se han cobrado la vida de una familia que intentaba salir de la ciudad. Una familia como la de Svetlana, como la de cualquiera de las mujeres y niños que subieron con ella al autobús.
"Hemos tenido mucha suerte. Estamos vivos de milagro, ahora está mucho peor. Diez minutos después de que saliéramos en coche empezaron a caer bombas. Algunos de los que venían detrás de nosotros están muertos. Se cortaron los caminos, hemos salido de milagro", asegura Svetlana.
Primero viajaron en coche hasta una zona tranquila, sin tropas ni instalaciones militares. Luego cogieron un autobús hacia el oeste y más coches y furgonetas de voluntarios hasta la frontera polaca. "Hemos pasado muchísimo miedo. Hemos visto pasar tanques y soldados. Nos asustábamos hasta de los pájaros. Pensábamos que eran aviones rusos", dice Julia.
"En Irpin ya no queda nada", asegura mientras muestra en el móvil una columna de tanques rusos, con la Z blanca en los costados, pasando por su propia calle. Muestra el puente destruido por el que tuvieron que cruzar los cuatro, muestra las colas de la frontera, donde pasaron 16 horas de pie esperando, alguna bajo la nieve; muestra a los niños durmiendo en colchonetas ya en Polonia, en un polideportivo antes de subirse a este autobús fletado por una parroquia onubense. Julia no puede aguantar el llanto mientras su madre pasea por la acera con los niños de la mano.
Llora también Olena cuando ve salir a su madre, de 71 años. Se abrazan fuerte y lloran, la dos. La mujer viene de Gorodok, en la región de Jmelnitsky, a 75 kilómetros al oeste de Kiev. El cansancio y la emoción no la dejan hablar. Su hija, trabajadora de la limpieza doméstica, explica que ha tardado cinco días en llegar, tres en el autobús a Madrid y dos hasta la frontera con Polonia. "Ha pasado miedo, había muchos controles militares vigilando que no salieran hombres del país", comenta Olena. Ya tiene una preocupación menos. Solo le falta convencer a su marido para que no se vaya desde Madrid a combatir. "Él es muy nacionalista y solo quiere irse a luchar por su país. Pero llevamos aquí 20 años, tenemos una casa, trabajos y un hijo. Yo no quiero se vaya", insiste. Aún tiene que venir sus hermanas, dice.
Svetlana, Julia y los dos niños recogen las bolsas y mochilas. Ya ha llegado Viktoria, su prima, a recogerlos y llevarlos a su casa. Ella llegó en el 98, también en autobús desde Polonia, y ahora es gerente de una empresa de construcción que da trabajo a la diáspora ucraniana. "Varios de mis trabajadores han ido y vuelto con sus coches para traer a sus familiares. Todos estamos ayudando. Ya tengo en mi casa a otra chica que viene de Odesa", explica. "No sé muy bien qué papeles tendremos que hacer ahora, lo importante es que ya están aquí", dice.
La Unión Europea ha aprobado una directiva que garantiza protección temporal a todos los ucranianos y a los residentes de larga duración en Ucrania. Se trata de una directiva inédita hasta ahora por la que los desplazados por la guerra pueden obtener el permiso de residencia y trabajo en cualquier país de la UE.
De hecho, España ha ampliado este martes esta norma para que también puedan beneficiarse ciudadanos de cualquier país que residieran legalmente en Ucrania en el momento de la invasión rusa. Aún falta el mecanismo para que pueda agilizarse el proceso de regularización de forma rápida y sencilla, aunque el Ministerio de Interior asegura a Público que esta semana estará listo.
No obstante, cualquier ucraniano que haya escapado del conflicto tiene derecho a solicitar protección internacional por los cauces tradicionales. El proceso es largo y el sistema español de tramitación de peticiones y de acogida de emergencia para personas sin recursos no está preparado para el éxodo que viene. Se habla de refuerzos, aunque la comunidad ucraniana en España, de más de 110.000 residentes, es la que está encargándose de la mayoría de los conocidos y familiares que van llegando.
Esa es ahora la tarea que ocupará el tiempo de Viktoria, que abraza a su familia y se seca las lágrimas. El pequeño de los niños giña un ojo y apunta con el dedo a los coches que pasan como si tuviera una pistola. De vez en cuando dispara y se pone a cubierto. Para él, la guerra vuelve a ser solo un juego de niños.
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