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Sergio Morate o Miguel Ángel Muñoz son los últimos asesinos a las que los investigadores españoles han echado el guante. Las víctimas del primero han sido Laura del Hoyo y Marina Okarynska, desaparecidas en Cuenca, donde también se encontraron sus cadáveres; y la del segundo, hasta el momento, lo es Denis Pikka, la peregrina estadounidense asesinada en Astorga.
Durante semanas han sido el foco de atención de los medios de comunicación y el final de las investigaciones sin duda dará paz a las familias. Sin embargo, en España existe más de un centenar de casos sin resolver entre desaparecidos y asesinatos de personas identificadas o de desconocidos a quien alguien borro toda su historia.
En la mayoría de los casos la falta de pruebas ha conseguido que puedan considerarse hasta el momento los crímenes perfectos. Estos son diez de los casos que mantienen en jaque a los cuerpos de seguridad españoles.
Cristina Bergua, de 16 años, desapareció el 9 de marzo de 1997 en Cornellá (Barcelona). Había estado esa tarde en casa de su novio, Javier R., y él la había acompañado durante un tramo del camino, pero no llegó a casa. Él era diez años mayor que ella y Cristina, que había empezado a salir con sus amigas, quería dejarlo. Pasadas las doce de la noche la familia comenzó la búsqueda tras poner la denuncia en la comisaría de Policía y tener que ver como las pesquisas no se iban a iniciar oficialmente hasta pasadas las 24 horas. El hermano de Cristina acudió a casa de su novio, quien no se inmutó ante la noticia y no participó en la búsqueda. Los ojos de los investigadores recayeron en él, pero su madre, presente en la casa esa tarde, le aportó una cuartada.
Casi veinte años después de los hechos, el cuerpo de Cristina sigue aún sin aparecer. Un anónimo avisó de que podía estar en el vertedero de Gavá durante los primeros años de la investigación, pero fue infructuoso ya que la Policía buscó en un lugar erróneo por la mala información de los responsables del vertedero. Cuando tiempo después Juan Bergua, el padre de Cristina, vio el despliegue de recursos en la búsqueda de Marta del Castillo y la condena de su asesino, quedó satisfecho. Hace años creó la asociación Intersos, de ayuda a las familias de desaparecidos, y gracias a ellos las investigaciones y los recursos que hoy en día se emplean han dado un vuelco muy positivo. En su caso hay muy pocas posibilidades de resolución si alguien no habla o si no se hallan los restos de Cristina. El principal sospechoso vendió una propiedad y con el dinero creó una nueva vida en República Dominicana.
Eva Blanco también tenía 16 años. La última vez que sus padres la vieron con vida fue el 19 de abril de 1997, cuando le habían permitido llegar por fin a medianoche. La adolescente estaba emocionada y, como no quería defraudar a su madre, poco antes de la media noche enfiló con una de sus amigas el camino que conducía a su vivienda en Algete (Madrid). Cuando el reloj dio la hora, Olga, su madre, presintió lo peor y tras llamar a las amigas se encaminó al cuartel de la Guardia Civil. Su padre, Manuel, que conducía una grúa y andaba trabajando, también se puso a buscar su rastro, pero no fue hasta la mañana siguiente cuando un paseante la encontró en el terraplén de una carretera en construcción.
El asesino le metió 19 puñaladas por todo su cuerpo, la mayoría en la cabeza y en zonas vitales. Pero no había conseguido asesinar a la joven Eva, que murió desangrada al cabo de las horas. La autopsia también apuntaba a que debía ser un hombre conocido, porque la adolescente había mantenido relaciones sexuales con él en el coche, después se había vestido y fue al final, al tratar de escapar, cuando este cogió la navaja y acabó con ella.
Aunque el asesino dejó su ADN en el cuerpo de Eva, la comandancia de la Guardia Civil de Tres Cantos (Madrid) sigue teniendo este caso como una espina clavada. Hace un año, la familia de Eva y los investigadores consiguieron que los jueces autorizaran a abrir los sobres de los voluntarios del pueblo que se prestaban a dar su ADN para cotejarlo con el hallado en el cadáver. Pero estas pruebas aún no han dado resultado.
El asesinato de la familia Barrio es uno de los más brutales que se conocen en nuestra historia criminal. Ocurrió en Burgos la madrugada del 7 de junio de 2004, la noche del domingo al lunes. Salvador, el padre, había llevado a su hijo Rodrigo al autobús que le trasladaba al internado de Aranda del Duero donde estudiaba. Tenía 16 años y era un chaval conflictivo, como sus padres habían manifestado públicamente y como habían presenciado muchos de los vecinos de La Parte de Bureba, donde Salvador Barrio era alcalde del PSOE. Pero los investigadores de la Policía Nacional no sospecharon a priori ni por un momento de él. ¿Cómo un adolescente iba a preparar el crimen perfecto?
En el descansillo del 5ºA donde residían los Barrio no había una gota de sangre. Pero dentro más de un centenar de puñaladas había acabado con Salvador, Julia y su otro hijo de once años. El espectáculo sangriento hablaba de dos armas, una navaja de doble filo y un objeto romo, empleados con fiereza por una sola persona. Una huella en sangre de una zapatilla en la puerta de una habitación y las misma huella en polvo en la azotea eran la única pista.
Más de sesenta puñaladas para Salvador, otras tantas para Julia y para su hijo menor. Hubo decenas de sospechosos, hasta que un cambio en los investigadores puso en el punto de mira al único superviviente de la familia Barrio. Ahora residía en Galicia, con su familia materna y sólo estaba preocupado por heredar el patrimonio paterno. Su propia familia, tras cobijarle, sospechaba de él. Pero las pruebas reunidas no fueron suficientes para inculparlo y, aunque la Guardia Civil ha abierto otra línea de investigación que apunta a otro sospechoso, el crimen sigue sin resolverse.
Lo conocemos como Yeremi Vargas, pero su nombre era Jeremi. El error ortográfico en la impresión de los carteles que llamaban a la búsqueda de un niño rubio, con gafas, cara de felicidad y de apenas siete años. Había desaparecido en la localidad de Vecindario, en Gran Canaria, el 10 de marzo de 2007. Aunque en aquel momento los protocolos en la búsqueda de desaparecidos habían avanzado extraordinariamente desde la desaparición de Cristina Bergua en el 97 –se cerraron todas las salidas aéreas y marítimas de la isla a las pocas horas de la desaparición–, aún no se ha dado con un rastro fiable para dar con él.
La última pista que sigue la Guardia Civil guarda relación con el gran número de pedófilos que se ocultan en las zonas turísticas españolas. Dos hombres británicos, con una casa también en la zona de Vecindario y que fueron detenidos por la Guardia Civil por el asesinato de una menor en Reino Unido, son los mayores sospechosos. También lo han sido del crimen de Madeleine McCann, aunque sobre este caso no les ha importado hablar con Scotland Yard sobre el caso. Sin embargo, cuando los agentes de la Unidad Central Operativa acudieron hace unos años a entrevistarse con ellos a prisión, se cerraron en banda a pronunciarse sobre Yeremi.
Margalida Bestard y Ángeles Arroyo unen a Guardia Civil y Policía en una misma causa: atrapar a quienes ellos consideran un psicópata que acabó con la vida de estas dos ancianas en Palma de Mallorca cuando se enfrentaron a él. El sospechoso tiene nombre, Antonio S. La primera en desaparecer fue Ángeles, de 61 años en diciembre de 1996. Ella regentaba una hamburguesería en la zona turística y, tras una discusión con su vecino de comercio, no se volvió a saber de ella. La Policía encauzó sus pesquisas hacía él, consiguieron detenerlo y registrar su comercio, donde había sangre de la víctima que había sido limpiada. Pero en sus fincas no hallaron el cadáver. Y, hasta Marta del Castillo, sin cadáver no había delito. Antonio quedó libre.
El 15 de octubre de 2007, el responsable del Grupo de Homicidios de la Policía recibe una nota de sus compañeros de la Guardia Civil. Una mujer, Margalida Bestard, de 73 años y casera de un edificio en el Arenal, había desaparecido tras cobrar los alquileres. Lo último que se sabía es que había discutido con un vecino y querían saber si tenían antecedentes en su base de datos. La respuesta fue inminente. Se trataba del mismo hombre relacionado con la desaparición de Ángeles y además, les añadía el responsable policial, “es una persona irascible y violenta con antecedentes por malos tratos en el ámbito familiar. De dichos hechos entiende el juzgado de instrucción nº9 de esta ciudad en virtud de diligencias previas 274/97”. También relaciona en su escrito las coincidencias entre ambas desapariciones, “que apunta a la posible autoría de Antonio S.”: dos desaparecidas son sus vecinas, mujeres de avanzada edad y sin pareja, con las que pudiera tener discusiones de vecindad, ambas desaparecen tras una discusión con él…
Volvió a detenerse a Antonio y hasta uno de sus hijos encaminó a los investigadores a unas posibles obras donde podía haber ocultado el cuerpo de Margalida. Sin embargo, sin cadáver tampoco se pudo procesar esta vez a Antonio. Sus allegados guardan una esperanza: "La familia de Antonio tiene una clave y esa es la solución para las familias de Ángeles y Margalida”.
A la bibliotecaria Helena Jubany la asesinaron envenenándola y lanzándola desde una azotea para que pareciera un suicidio. Era domingo 2 de diciembre de 2001, de madrugada, cuando un vecino de Sabadell se despertó al escuchar un golpe seco. No le dio importancia, pero al día siguiente el cuerpo de una mujer de 27 años estaba tendido en el patio interior de su edificio. Estaba desnuda, su ropa interior había sido prendida con unas cerillas mientras la tenía puesta. En la azotea, el resto de la vestimenta de la joven doblada y colocada. La familia Jubany denunció en seguida y hallazgo y denuncia se cruzaron, dando lugar a la rápida identificación del cuerpo.
Helena era una joven bibliotecaria y escritora de cuentos infantiles en lengua catalana, también era periodista y le encantaba la naturaleza. Formaba parte de un grupo de excursionistas de Sabadell. A la joven la habían intentado envenenar ya en otra ocasión, cuando alguien en un juego macabro le dejó un zumo con un anónimo que decía “tómatelo todo”. Ella lo ingirió y se sintió fatal, así que envió el resto a analizar y el resultado fue que estaba cargado de somníferos.
Ese anónimo señalaba ya a un grupo de personas que podían estar relacionados con el grupo de excursionistas, pero además es que en el edificio donde había aparecido el cuerpo residía una de esas compañeras, Montserrat. Ella, su novio y otra joven fueron detenidos por el asesinato de Helena. Sin embargo, en Montse recaían las principales sospechas y durante su estancia en prisión, tras escribir varias cartas y poemas que apuntaban a más participantes, se suicidó. En estos momentos, la familia del Montse apunta a su novio como autor intelectual de ambas muertes. Pero el caso aún sigue sin resolver.
Sheila Barrero tenía 21 años. Estudiante de Turismo en Gijón (Asturias), también trabajaba los fines de semana de camarera en un bar de Villablino (León). Fue justo en el Puerto del Cerredo, frontera entre ambas provincias, donde su hermano Elías la encontró dentro de su coche la mañana lluviosa del 25 de enero de 2004. Estaba sentada en el asiento del conductor, con las manos colocadas sobre las rodillas y el abrigo enganchado en la puerta. Un fino chorro de sangre se deslizaba por su sien. Elías cerró la puerta del vehículo y llamó a la Guardia Civil.
El calibre con el que un asesino había acabado con Sheila era muy pequeño, poco común, pero en esta zona minera las escopetas, explosivos y armas modificadas de pequeño calibre eran muy poco habituales. La escena había sido modificada. La había parado en la carretera, por lo que tenía que ser alguien conocido. El asesino se había montado en el asiento trasero y la había disparado a la cabeza. Después movió su cuerpo al sitio del copiloto, trasladó el vehículo a la explanada que hay en el puerto y volvió a colocar a Sheila en el sitio del conductor.
Uno de los amigos, y expareja de Sheila, dio positivo en las pruebas de residuo de disparo. Pero una batalla química legal sobre si podía deberse a una transferencia dejó suelto al sospechoso tras ser detenido. En este caso, los agentes de la Guardia Civil confían en que la familia que ahora protege al sospechoso hable algún día.
Susana Acebes era una mujer divorciada y con un hijo que a sus 25 años había decidido tener la vida que no había podido tener en su más tierna juventud. Sin embargo, su mente liberal chocó con la mentalidad cerrada de Zamora. No sólo con la de su asesino, que le arrebató la libertad, sino con la del forense, juez y fiscal, que no lograron ver en 2000 lo que es una realidad para la Policía de Zamora: el asesino simuló una escena que dejara a la víctima como una promiscua sin precauciones a la que un día podía pasarle cualquier cosa, pero esa no es la verdad.
El Grupo de Homicidios de Zamora ha logrado desmontar todas las pruebas falsas que aparecieron en la escena del crimen: colillas, bebidas, ropa con semen… Y también ha encontrado muchas sobre el posible autor, una expareja de Susana que estuvo imputado. Sin embargo hay una prueba que se le resiste, un preservativo introducido artificialmente en la vagina de la joven con un ADN sin identificar. “Es evidente que esa persona no es el asesino y que el verdadero culpable recogió ese preservativo con semen de cualquier sitio y lo guardó para colocarlo en la escena. Nuestra única esperanza ahora es que voluntariamente los varones que pasaran por Zamora ese verano den su semen para hacer la prueba y así poder descartarlo y detener al sospechoso”, explica uno de sus responsables.
Isaac Martínez Jiménez, de 26 años y soldador, fue abatido a tiros por un encapuchado cuando salía conduciendo su vehículo del aparcamiento situado en el número 13 de la calle Riu Ter, en el leridano barrio de Cappont. Seis vainas abandonadas por un presunto sicario quedaron en el asfalto esa mañana del 10 de noviembre de 2006. En seguida, los Mossos d'Esquadra detuvieron a Jordi por el presunto asesinato. El enredo comenzaba.
El sospechoso era la pareja actual de la exmujer del hermano de la víctima, Raúl. Este no había acabado bien con ella y se había embarcado en juicio por los hijos, en los que Isaac siempre acompañaba a su hermano. Así fue como se forjó una enemistad entre ambas familias, que llevó a que Jordi y su padre amenazaran a Issac en uno de los juicios. Pese a la rapidez, los Mossos tuvieron que poner en libertad a Raúl por falta de pruebas y la hipótesis de que un sicario hubiera confundido a su víctima con su hermano empezó a coger forma.
Aunque el caso se archivó, en 2014 una llamada consiguió reabrirlo. El dueño de un bar de Cappont recibe en diciembre una llamada con un interlocutor anónimo que pregunta por Raúl, identificándolo incluso por su profesión. El camarero responde que sí y el anónimo afirma y añade: “Que sepas que el arma ya ha sido utilizada antes de entrar en la tienda”. El dueño se desvincula y le dice “a mí no me hables de armas” y el anónimo le responde “vale, vale, Juan”. ¿Quién es esa persona que conoce al hermano de Isaac, sabe la profesión y también al dueño del bar donde Raúl realmente acude? Esa es la última pista de los investigadores para resolver este caso.
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