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Curro Cíes, el tabernero torero

Tentó su suerte sobre la arena hasta que hizo de la antiquísima Taberna de Antonio Sánchez su plaza. Allí lleva décadas sirviendo callos y cocido mientras roba, como buen ladrón de oído, las perlas que escucha a los catedráticos de la vida

Curro Cíes, en la Taberna de Antonio Sánchez. HENRIQUE MARIÑO

En la calle Mesón de Paredes hay una máquina del tiempo. El viaje cuesta poco más de un euro y da derecho a una caña de cerveza. El visitante advierte desde el adoquín una fachada de madera añeja, da un paso al frente y penetra en la antigua bodega, reconvertida en taberna por el matador Colita en 1830. "La gente entra y se queda anclada en el pasado, porque tiene esa nostalgia de vida, como si fuese un santuario", pontifica Francisco Cíes desde su púlpito, un velador de mármol en el que Zuloaga acostumbraba acodarse. Acercas la oreja a la pared y te llega un runrún como de tertulia centenaria, "cuando esto era un pueblo y apenas se despachaban chatos de vino y aguardiente".


Catorce años fueron suficientes para dejar atrás El Puerto de Santa María, donde nació en 1947. "Me vine solo a Madrid, sin carné ni nada. Bajé en Atocha y no sabía por dónde tirar. Me dirigí hacia Lavapiés, subí por esta calle, me metí en la tasca, vi las cabezas de toro y me dije: Coño, esto es lo mío". Antonio Sánchez, torero y pintor, que había heredado el negocio de su padre, un comerciante de vinos de Valdepeñas, le ofreció trabajo. Y allí estuvo Francisco, digamos Curro, hasta que un lustro después tentó su suerte sobre la arena. Aprendió de maletilla, arrimándose a las vacas, y luego frecuentó casi todas las plazas madrileñas, de Chinchón a Navalcarnero, aunque no tomó la alternativa: "Estuve a punto, pero tiré los trastos. Ahora toreo para los amigos cuando me deja la espalda, que la tengo hecha polvo". 

La breve incursión de Curro Cíes ha quedado estampada en la letra ene de la tauromaquia: Niño del Matadero. "Me negué a aceptar lo que nadie quería. El que se vende una vez, se vende muchas. Y quien come una cosa amarga, ya le gusta". El novillero volvió en los ochenta al burladero estañado de la Taberna de Antonio Sánchez, ya regentada por Juan Manuel Priego, quien le ofreció llevar el lugar. "Es como una novia que no me va a engañar", se planteó el gaditano hace tres décadas. La fidelidad es mutua y dura hasta hoy, cuando Francisco (chaqueta negra, camisa blanca, corbata negra) va camino de los 66.

"He estado en la puerta de chiqueros tres veces", es decir, a punto de operarse, aunque no se atrevió por miedo a salir del quirófano "en un cochecito", o sea, en silla de ruedas. "Ahora no me queda otra que ingresar el mes que viene, pero cuando salga no tengo pensado jubilarme. Qué cosa más bonita que morir en esta plaza, aunque confieso que el duende de la taberna no deja que te mueras". Todo guarda el secreto de la longevidad: la caja registradora es del siglo XIX, los toros fueron estoqueados en 1902 y parece que Dios hizo la instalación de luz de gas. Hasta la carta parece un hallazgo arqueológico, con sus callos, su cocido y su olla gitana. Y el postre de la casa, claro, que tanto le gustaba desayunar a Alfonso XIII y merendar al caballo del Madriles, que paraba puntualmente cada tarde frente al número 13 de Mesón de Paredes. El conductor del último simón que arañó las calles de la capital se tomaba un chato y la bestia, una torrija.

El almuerzo de Gloria Fuertes, oriunda de la vecina calle de la Espada, distaba bastante de la rebanada borracha de leche: "Se sentaba aquí mismo, en el que había sido el rincón favorito del artista vasco, y desayunaba una botella de tres cuartos de vino blanco, una barrita de pan seco y una copita de anís", recuerda Francisco, que guarda en la trasera libros sobre las Cíes que le han ido regalando los clientes. "Eso es lo que yo quisiera saber: si no tengo nada que ver con las islas, ¿de dónde viene mi apellido?".

Ahora lo llevan, también, sus tres vástagos: Mónica, Sara y Juan José. "El niño empezó a hacer los pinos del toro, pero era peor que yo y le dije que una retirada a tiempo era una victoria. Me iba a dejar una cojera que no veas", suspira Curro, cuando quiere decir un roto en el bolsillo. "Sí, tener un hijo en la lidia sale muy caro, porque hay que pagarle hasta los morlacos".

Escudriñado por los retratos de los grandes hermanos Frascuelo y Lagartijo, recuerda la tertulia artístico-literaria El Rato y enumera los ilustres que han pisado estos azulejos: Pío Baroja, Gregorio Marañón, Joaquín Sorolla, Ignacio de Cossío y Julio Camba, antes; Luis Carandell y Antonio Díaz-Cañabate, que de aquí sacó la Historia de una taberna, luego. "Tuve la suerte de cruzarme con catedráticos de la vida. He robado todo lo que he podido de las conversaciones interesantes y me lo he quedado para mí", reconoce sin pudor Curro Cíes, de profesión tabernero y ladrón de oído.

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