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Lorences, el carbonero de La Latina

Nadie echa ya una firma en el brasero, pero él sigue despachando picón a las ancianas del barrio. La supervivencia pasa por los asadores, cuyas parrillas reclaman carbón de encina.

Arturo, dentro del local que lleva su apellido: Carbonería Lorences. / HENRIQUE MARIÑO

- ¿Señor Arturo?

Y el señor Arturo se hace paso entre las sombras como un fantasma, alcanza la boca de la cueva y asoma su rostro lechoso. La piel, tan blanca que parece no haber salido en esta vida de aquí. Tampoco recibe muchas visitas, si acaso la de alguna anciana vecina en busca de picón. “No viene casi nadie”, testimonia sin lamento alguno. El local tizna igual que hace un siglo, son los hábitos los que han cambiado. Podría parecer que Arturo Lorences (Luarca, 1957) aguarda apenumbrado la llegada de un cliente, pero en realidad desgrana las horas que faltan para entregar el próximo pedido. El teléfono suena y Arturo, sí, dígame, apunta en un cuaderno dos de carbón y tres de leña.

“Antes repartíamos con el carro hasta la Puerta de Toledo, como muy lejos. Ahora, quitando los restaurantes de la Cava Baja, hay que coger la furgoneta e ir por todo Madrid”, explica el encargado de la Carbonería Lorences, que subsiste gracias a las parrillas de los asadores y a su fuego de carbón de encina. Como sus llamas están vivas todo el año, el trabajo se ha ido repartiendo a lo largo de las páginas del calendario, cuando antiguamente el invierno concentraba las ventas. Ya no es así, y la culpa la tuvo primero la estufa de petróleo y luego la catalítica, que casi ahogaron el fulgor del brasero, alimentado por el cisco. “Lo sigo vendiendo, no por negocio sino para no dejar abandonadas a las abuelas del barrio”, confiesa.

Lorences las conoce a todas. Cuando ellas eran unas mozas, él jugaba a la pelota en la calle Sierpe, mientras su padre cargaba el carbón vegetal o la antracita. Había llegado con ocho años de Brañarronda, “una aldea de ocho vecinos en medio del monte”, donde se crio con sus abuelos y apenas fue a la escuela. Allí fue feliz como sólo los niños pueden serlo. “De los recuerdos más bonitos que tengo”, reconoce Arturo, quien tuvo que ponerse farruco para hacerse entender en la ciudad. “No había salido del campo, no hablaba castellano y los niños me insultaban: ¡gallego!, ¡paleto! Hasta que un día me cansé, tuve mi primera pelea y, a partir de ahí, amigos para siempre”.

- ¿Y le queda alguno? Algún amigo de entonces, digo.

- En el barrio los pisos eran muy caros y todo el mundo se marchó para Móstoles, Moratalaz y por ahí.

- Pero algún vecino quedará, ¿no?

- Mira, esto antes era como un pueblo. Las mujeres, cuando llegaba el calor del verano, bajaban a la calle con sus sillas de mimbre y se ponían a hacer punto y calceta. Ahora la gente casi no se conoce y mucha ni te saluda.

Arturo no siempre fue carbonero, aunque de herencia le viene. “Mi primer trabajo fue en el TriNaranjus y después fui viajante de cuberterías, vajillas y cristalerías”. Muchos kilómetros por medio, demasiadas noches fuera. Un emigrante on the road que cuando llega a casa casi no reconoce a sus hijas. “Tenía ganas de verlas crecer y de estar con mi mujer”. Fue entonces cuando decidió tomar el testigo de su padre, quien había llegado de Asturias a mediados de los cincuenta para trabajar de carbonero con un primo. Pronto se establecería por su cuenta tras pagar el traspaso a los dueños de la actual Carbonería Lorences, que había sido fundada en 1903. Luego se trajo a su madre y a su hermano, recién nacido. Finalmente llegó él.

En aquel tiempo había decenas de carboneros en Madrid. Hoy queda el de Tetuán, el de Embajadores, el de La Latina… “Lo más duro era subir las escaleras con la mercancía a cuestas. Mi padre, en invierno, trabajaba de sol a sol y yo también he currado muchísimo, pero ahora ya no tengo tantas ganas. Me conformo con mis clientes, que son muy buenos”. Arturo está a punto de cumplir los sesenta. Él y su esposa, que atendía el local cuando él realizaba el reparto, han sacado adelante a una enfermera y a una trabajadora social. Ya no hay que subir escaleras porque en los hogares se fueron apagando las cocinas económicas. El gasoil, la electricidad y el gas también han desplazado al carbón en las calefacciones. Nadie echa una firma en el brasero, apenas un par de ancianas removiendo el picón con la badila.

Una de Mesonero Romanos, temeroso de que desapareciese ese “mueble añejo, retrógrado y mal sonante” allá por 1851: “El brasero se va, como se fueron las lechuguillas y los gregüescos; y se van las capas y las mantillas, como se fue la hidalguía de nuestros abuelos, la fe de nuestros padres, y se va nuestra propia creencia nacional”. Y, con él, también se está yendo el picón: “Denme su calor suave y silencioso, su centro convergente de sociedad, su acompañamiento circular de manos y pies”, escribía en Al amor de la lumbre o el brasero.

“Se terminará conmigo”, sentencia Lorences. “Aquí he sido muy feliz, más que en ningún lado, pero no pienso ser un un viejo que se arrastra por el negocio. Cuando llegue la hora, me jubilaré”, asegura el carbonero de La Latina. El gesto humilde, la voz pausada, el pelo cano. Tiende su mano y, antes de volver a la negrura, la última palada: “Excepto que quiten la jubilación, claro, porque entonces estaríamos muy jodidos”. Vuelve a sonar el teléfono.

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