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MADRID.- Este sábado sonará el despertador y no habrá marmota. El día de Rajoy, que se venía repitiendo desde el inicio de campaña, quedará atrás. Catorce jornadas, más la noche del debate, en las que el presidente del Gobierno en funciones ha pulsado el play en cada acto, sin temor a rayar la cinta, será porque era un mp3. En Guantánamo pinchaban a Metallica y en España nos han puesto a Mariano. Si hay terceras elecciones, a la prensa no le quedará otra que el Breyxit o el ingreso en la López Ibor.
El candidato del PP echó ayer el freno a la caravana electoral a la sombra −es un decir− de la bandera más grande de España: 294 metros cuadrados y 35 kilos rojigualdas de orgullo nacional. La plaza de Colón estaba, como procede, de bote en bote. El gentío sostenía en alto a las crías de la madre patria, banderitas rojas y amarillas que confraternizaban con otras tantas azul PP. Ni rastro de Aguirre ni de Aznar, aquel presidente que le dio al alcalde Álvarez del Manzano la idea de erigir un mástil de cincuenta metros de altura cuyo eje gira en la dirección del viento, lo que evita que el trapo nunca se enrolle.
Será que Rajoy no vino con eje de serie. Después de dos semanas escuchando el mismo soniquete, no es necesario concentrarse para cantar los temas del líder conservador. En positivo, el Gobierno del PP crea empleo, los trabajadores pagan impuestos y con ese dinero se abanica al estado de bienestar, que buena falta le hace estos días. En negativo, votar a Ciudadanos es votar a Podemos, o sea, al desastre; del PSOE que nos llevó a la ruina, mejor no hablar, acuérdense de Zapatero. Un poco de unidad de España por aquí, un poco de os van a quitar las pensiones por allá, y listo para la oposición del domingo.
Si Gurb, el extraterrestre con formas de Marta Sánchez, aterrizase el primer día de campaña en el Templo de Debod, pensaría que el PP es un partido socialdemócrata enfrascado en una lucha feroz contra el neoliberalismo. No obstante, le bastarían un par de mítines más para calar al personal y darse cuenta de que tanta mención a los recortes, a las pensiones, a la sanidad y a la educación huele a chamusquina. Debería darse un garbeo por los actos de los “viejos comunistas y nuevos comunistas” disfrazados con “pieles de cordero”, como llamó María Dolores de Cospedal a los candidatos de Unidos Podemos, aunque habría que ver si Gurb sabe lo que es un cordero.
Cuando estudiaba en Santiago de Compostela, Rajoy era un alumno aplicado que de cuando en vez se dejaba caer en algún café para echar una partida de cartas. Es probable que, en aquellas tardes lejos del flexo, viese correr a los estudiantes delante de la nacional, pues ayer experimentó un posadolescente déjà vú sobre el estrado madrileño: “Presumen de nuevos partidos, pero no son partidos nuevos sino los viejos doctrinarios de mi etapa universitaria, que ya no tienen sentido en el siglo XXI”.
Aunque quizás fue el jet lag, ya que el candidato del PP acababa de aterrizar minutos antes en Barajas tras protagonizar otro acto en Valencia. Una descompensación horaria del carajo, pues ya hace cuarenta años de sus tiempos en la Facultad de Derecho. En todo caso, su prodigiosa memoria le permitió recordar los cien metros grises de los barbudos y calcar el mitin de la ciudad del Turia, y el de Sevilla, y el de Sóller, y el de Málaga, y el de Torrevieja, y vamos parando porque si no llegamos a la víspera de la Segunda República, cuando su abuelo militaba en la Unión Regional de Derechas. A Rajoy, para resumir, sólo lo han sacado del guion las grabaciones a Fernández Díaz y el brexit, aunque el segundo terminó tapando al primero, como aquellas fotos que salían enmeigadas tras el revelado. Es de suponer que el presidente le habrá dado las gracias por Whatsapp a Nigel Farage.
El candidato del PP ha hecho una campaña aburrida y previsible, pero no mala. Atrás han quedado los baños de masas en las Ventas y otros grandes recintos. Su equipo le dio el cambiazo: la plaza de toros por la del pueblo, todo sea por recibir el calor del ídem. Más allá de Sevilla, Málaga, Zaragoza y demás ciudades, se adentró en las villas de España en busca del voto rural y escogió provincias donde baila algún diputado. Mitineó en ganaderías y se dejó querer por los flashes entre alcachofas. Si Rajoy es gris, el decorado aportaba el color. Las ideas, claras, y los mensajes, planos, pero así es la pantalla del televisor. El presidente no se estaba dirigiendo a un puñado de simpatizantes, sino a quienes comen con el telediario.
Quizás la campaña fue de menos a más, como esos programas en los que los concursantes van eligiendo letras hasta adivinar la palabra. Si a Rajoy le costaba completar Iglesias, pedía el comodín. Si no acertaba a llamar a Rivera por su nombre, recurría a la llamada. Al principio usaba circunloquios, se refería a “ellos” o citaba a “los otros”, como si fuesen los muertos de una película. Pero cuando vio que las encuestas pronosticaban el acelerón de Podemos, polarizó todavía más la disputa y se acordó hasta de los rojos de la Universidad. Si no queremos que gobierne el Coletas, la derecha debe votar en bloque, vino a decir, por lo que ya es hora de que los infieles vuelvan a casa tras el affaire natalicio con Ciudadanos.
Es más, consciente de que el minutero galopaba, ayer quemó las naves al establecer una comparación inédita no atribuible a un lapsus: votar azul o naranja es igual, aunque la segunda opción perjudica a sus siglas. “No es lo mismo que un partido tenga cien votos que dos que piensen igual tengan cincuenta cada uno. El de cien votos tendrá cuatro escaños y los dos que piensan igual sumarán, con los mismos votos, sólo dos. Ésta es la gran decisión que tienen que tomar los españoles”. Y pensar que el PP sostenía, antes de las elecciones de diciembre, que Ciudadanos era un partido de centro-izquierda…
Todo sea por espantar al coco de Unidos Podemos, segundo en los sondeos, cuyo recordatorio generó abucheos entre los simpatizantes. “Estoy de acuerdo con los que silban, porque creo que es lo peor que le puede pasar a nuestro país”, dijo Rajoy, quien aprovechó para cargar contra los alcaldes del cambio: los que paralizan obras, liquidan la educación concertada e impiden construir hoteles. Un cesto donde caben desde Carmena hasta Colau que ya había comenzado a tejer Cristina Cifuentes: “Yo no sé si las ciudades de Podemos sonríen”, razonó la presidenta madrileña, “pero no creo que vayan a sonreír los 160.000 parados que podrían tener trabajo en Madrid y que seguirán en paro por el urbanismo ideológico de Podemos”.
Rajoy también insistió en sus leitmotive de campaña: más empleo, menos impuestos, más bandera y menos experimentos. Porque España, según él, necesita un Gobierno solvente y baqueteado. Eficacia probada, que dirían los publicistas de Cucal. “No es momento para hacer prácticas”, añadió el líder popular mientras miraba con el rabillo del ojo a los becarios Iglesias y Rivera, a cuyo electorado se dirigió durante casi todo el mitin en pos del frente común contra la izquierda.
Aunque es un buen orador, su discurso no resultó brillante, como tampoco lo fue en anteriores actos, pero ni falta que hace. El candidato del PP hila sus frases con una sencillez desbordante que roza la perogrullada. Suelta una obviedad tras otra de forma tan sospechosa que termina epatando, hasta el punto de que el espectador necesita un pellizco para darse cuenta de que lo que está viviendo es real.
Ordena la disertación siguiendo el apéndice del temario de la oposición, de ahí que use términos que parecían caídos en desgracia o que ya no tienen sentido en el siglo XXI, como las pegadas de carteles o los carrozas de Podemos. Ayer, para decir que el PP va a ganar las elecciones según los sondeos −o, si lo prefieren, las encuestas−, Rajoy aludió a los “estudios sociológicos”. Es sólo un ejemplo de un lenguaje viejuno que termina revitalizando el léxico del español medio, cada día más pobre, tanto el léxico como el español medio.
Al candidato popular tampoco le hace falta bailar sobre las tablas, como hizo Sáenz de Santamaría, a.k.a. DJ Soraya, porque le basta con comparecer como un señor de toda la vida ante el tribunal que lo examina. Algún día, cuando el futuro ya esté aquí, colorearán los mítines de Rajoy como antes han pintarrajeado las imágenes de la Segunda Guerra Mundial. Ahora bien, quienes lo han seguido durante estas dos semanas ya estarán echándolo en falta. Y eso que hace unas horas todavía estaba enumerando sus habituales “dos conclusiones”, como un profesor terco que repite la explicación por si no había quedado clara o se le había escapado algo a quienes toman apuntes. Si no hay terceras elecciones pronto, ojo con el síndrome de Pontevedra. Y, si no, al tiempo.
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