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Mi vida/ os la puedo contar en dos palabras:/ Un patio/ y un trocito de cielo donde a veces pasan/ una nube perdida y algún pájaro/ huyendo de sus alas.
Entre un patio y un trocito de cielo. Así discurría la vida de Marcos Ana cuando, preso en el penal de Burgos, recibió escondido en un tubo de pasta dentífrica un breve mensaje de Rafael Alberti y María Teresa Ríos: “Dinos algo de tu vida”. Con esos versos dolientes, que tituló ‘Mi corazón es patio’, les explicó el difícil pasar de casi 23 años entre rejas. Una cuarta parte de la existencia de este nonagenario que tiene el lacerante record de ser quien más tiempo seguido estuvo encerrado en cárceles franquistas.
Fernando Macarro Castillo nació en capicúa, el 20 de enero del 20, en el seno de una familia salmantina que, siendo muy pequeño, tuvo que mudarse para salir adelante con el trabajo de una tierra que no era la suya y en la vivienda prestada, una humilde casa de piedra y barro, de un terrateniente de Alcalá de Henares.
A los 13 años le echaron del colegio de curas en el que estudiaba. “Me llamaban el enreda” recuerda Marcos con un gesto que aún hoy explica el apodo. Con 15, pasaba el día repartiendo el periódico Renovación Roja de las Juventudes Socialistas Unificadas y en las JSU le pilló el 17 de julio de 1936.
Pasa de puntillas por ese episodio de su vida: “Era un chico de 16 años cuando estalló la Guerra Civil así que fui la mascota del batallón de milicianos Libertad que se organizó en Alcalá. Mi bautizo de fuego fue en Peguerinos, en la sierra. Pero con la regularización del Ejército, me echaron por ser menor de edad y me encargué del trabajo político. Enseguida me convertí en el secretario general de la JSU en los 42 pueblos de la comarca de Alcalá. Con los 18 me reincorporé al ejercito convertido en el comisario político más joven”.
Terminada la contienda, Fernando huyó a Alicante donde se rumoreaba que barcos británicos y franceses recogerían a los perdedores. Pero los barcos no llegaron y a Fernando y a su hermano lo encerraron en el campo de concentración de Albatera del que consiguió escapar, entre los miles que allí se hacinaban, “peinado con la raya en medio, como si fuera un niño tonto” –se ríe Ana.
“De vuelta en Madrid, fui tan imprudente, tan rebelde, ¡o tan tonto!, que me puse a organizar, desde la casa de mi hermana, un grupo de resistencia. Con la mala suerte de que uno de los que llamé lo habían roto las torturas y se había convertido en confidente de la policía”.
El chivatazo dio lugar a la detención más larga de la historia del franquismo. Fernando ingresó con 19 años en la prisión madrileña de Porlier, el colegio Calasancio, y no volvería a ver la luz hasta cumplidos los 41. Fue condenado a muerte por el régimen que le atribuyo los asesinatos tres personas en Alcalá de Henares. De Porlier fue trasladado a Ocaña, “mucho peor, porque allí eras invisible; estabas solo en una celda en la que tocabas las paredes con los brazos en cruz y el único contacto era con el funcionario que traía un caldo dos veces al día”. Y, debido a su “peligrosa” actividad contra el franquismo, terminaría sus días de recluso en el penal para presos políticos de Burgos, “una auténtica escuela de cuadros”, ironiza.
“Convertimos las cárceles en universidades. Éramos un estado dentro del Estado y no perdíamos el tiempo”. En prisión, Fernando coincidió con Buero Vallejo o con Miguel Hernández a quien, tras su muerte, homenajearía dirigiendo a sus compañeros reclusos en la obra teatral Sino Sangriento. Y en esa fábrica intelectual en la que los represaliados convirtieron las cárceles, se topó el poeta con la brutalidad de la Dirección General de Seguridad y conoció “la mística de la revolución”.
“Estuve dos veces en la DGS, ese edificio de la Puerta del Sol al que no he querido volver. La primera cuando me detuvieron. La segunda, mucho más dura, cuando apareció en prisión un periódico: Juventud. Estaba primorosamente escrito a mano. Se lo cogieron a un chico débil y yo me presenté voluntario como único responsable: una chulería para la Policía que quiso saber quién más lo había escrito. En la DGS me hicieron añicos”.
Pero como los religiosos se agarran a la cruz, Fernando pensaba en la imagen de Lenin que alguien le arrojó a través de las rejas del calabozo. “Pensaba en la Pasionaria, en la solidaridad, en la entrega y en los compañeros que en prisión imaginaban que yo no resistiría. Esa es la mística revolucionaria, la que me ayudó a aguantar tantos palos”.
Marcos Ana, poeta
En la década de los 50, encerrado en una celda de aislamiento del penal de Burgos, el recluso conoció la poesía de Rafael Alberti a través de las hojas arrancadas de un libro. Su lectura, las enseñanzas del poeta ciego José Luis Gallego y un lapicero hicieron el resto.
“Tenía que sacar todo lo que llevaba dentro y comencé a escribir. Me puse el nombre de Marcos Ana en homenaje a mis padres. A su trágica historia que comenzó aquel día de guerra en que él no quería salir de casa. Mi madre le obligó: ‘No tenemos carbón, te lo vengo diciendo toda la semana’. Y mi padre cogió el capacho malhumorado, se fue, y no regresó jamás. Lo mató un bombardeo. Y eso torturó los últimos días de mi madre que no lo superó, como no superó mi encarcelamiento, y murió”.
Sacaba sus poemas como después le llegaría el mensaje de Alberti: en tubos de pasta dentífrica: “Los abríamos por detrás y encajábamos los trozos de papel, envueltos en plástico, como si fueran un supositorio. Mi familia los difundió entre compañeros. Empezaron a sonar en Radio España Independiente, la Radio Pirenaica que emitía desde Rumanía. Hubo una campaña internacional muy fuerte”. Y, a finales de 1961, su trova hizo que el gobierno decretase la libertad para todos aquellos que llevasen más de 20 años encarcelados. Marcos Ana fue el único indultado.
“Cuando salí en libertad, en lugar de refugiarme en el cariño de la familia, enseguida me puse a recorrer el mundo, a llamar a las puertas del mundo para denunciar lo que pasaba en España. Y eso fue para mí un alivio. Y una obligación con los compañeros que, cuando quedé en libertad, me dijeron entre abrazos: ‘No nos olvides’. Viví para ellos durante muchos años”.
El Partido Comunista le facilitó enseguida un pasaporte falso con el que salió camino de París. En la capital francesa fundó el Centro de Información y Solidaridad con España que presidió Pablo Picasso –recuerdo de aquello es el dibujo de un Marcos Ana entre rejas, junto a una paloma de la paz, que todavía cuelga en una de las paredes de su salón. Pasó el año 62 recorriendo Europa, conoció a Yves Montand, Piccoli, Jean Paul Sartre, dio conferencias en el Parlamento británico. El 63 lo dedicó a extender su mensaje solidario por Latinoamérica.
Otras imágenes que adornan su modesta vivienda del noble barrio de Salamanca dan fe del eco de su prosa contra la dictadura. Una retrata a Marcos Ana junto a un jovencísimo Raúl Castro. La otra es una fotografía en blanco y negro de Ernesto Che Guevara. “Un tipo muy serio que montó en cólera por el dispendio –de unas tortillas y unos manteles de papel- que los camaradas cubanos montaron para recibirme en Santiago”. Cuando murió en Bolivia, en el macuto del Che se encontraron los poemas de Marcos Ana.
No volvió a España hasta que el dictador no estuvo muerto y enterrado. Encabezó la lista del PCE por Burgos en las elecciones del 77 aunque no resultó elegido y ahí quedó su actividad como cuadro del partido. Porque se define comunista y republicano. Nada más.
Vivió la Transición como todos: “como una adormidera, para olvidar el pasado y dar entrada a la impunidad de los crímenes del franquismo”. Y hoy, recién llegado de la Universidad de Upsala de impartir su enésima conferencia contra la desmemoria, afirma: “No puede quedar bajo siete candados lo que aquello representó”.
Dice optimista que “lo conquistado, conquistado está” y tiene los mejores augurios para el futuro inmediato, tan inmediato como los meses que quedan para la próxima convocatoria electoral: “La conciencia de la gente ha crecido; hay un buen ambiente para el cambio”.
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