MADRID.- Los médicos acaban de pegarle un susto de aúpa. Pero sólo un susto. Llega a la cita apoyado en una muleta en la que descarga 81 años de una columna vertebral que aún no ha doblegado la enfermedad. Como no doblegaron 40 años de dictadura su rebeldía y compromiso con los trabajadores que –se queja- “en términos individuales están ahora peor que nunca”.
No necesita de apoyos su cabeza privilegiada de la que fluyen fechas y nombres. En especial, porque marcaron su vida, los de un puñado de “hombres buenos” que, desde el fascismo, trabajaron para que el fascismo desapareciera y a los que Julián Ariza (Madrid, 1934) se empeña en ofrecer el reconocimiento que no les ha dado la Historia.
De los recuerdos remotos de infancia, recupera los de una vivienda modesta del barrio de Usera, la evacuación a Barcelona cuando el Comandante Lister defendía el frente que pasaba por su casa, y los juegos de guerra, cuando aún gastaba pantalón corto, entre las trincheras abandonadas por los republicanos.
Hijo de fontanero y ama de casa, con sólo 12 años, terminada la educación básica en el colegio municipal Moscardó, le llegó a Ariza la llamada del tajo que no tardaría en convertirse en el motor de su vida. A pesar de las advertencias de su madre que le repetía “¡No te metas en líos!”, los líos encontraron pronto al joven Julián quien tampoco hizo por darles la espalda.
“Mis padres tenían miedo a la represión pero, a pesar de nuestra pobreza, eran gente con un sentido solidario y unos valores muy fuertes, como la honradez o el trabajo bien hecho”, evoca orgulloso Ariza que, cuando aún no tenía más que pelusa encima del labio, ya se dedicaba a atender la farmacia del barrio mientras satisfacía sus inquietudes con la lectura de Blasco Ibañez.
Atribuye a una “actitud natural hacía la rebeldía” su primera misión sindical, la que podría considerarse precursora de las comisiones obreras, “con minúsculas, finalistas”, matiza. Trabajaba ya en Cofares cuando fue elegido enlace sindical de la cooperativa de farmacéuticas. “Mientras otros hablaban del Madrid o del Atleti, recuerdo como yo, que tendría 16 o 17 años, participaba en la comisión de tres o cuatro compañeros que íbamos a ver a Don Cecilio, el gerente, para defender nuestras pagas”.
Aprendiz y amigo de Camacho
Pero toda la obsesión de Julián era seguir formándose. Y, a pesar del perjuicio salarial, en 1957 se marchó a la Perkins España. Entró en el taller como calcador mientras estudiaba Maestría industrial, en la especialidad de fresador, aunque luego se convirtió en delineante. En la Perkins, conoció a Marcelino Camacho.
"Era un hombre combativo, comprometido con los trabajadores, a pesar de que era encargado de taller, muy insistente en sus ideas"
“Conocí a Camacho en el 57. Él tenía unos 40 años. Yo le traté de usted desde entonces hasta el año 67. Era un hombre combativo, comprometido con los trabajadores, a pesar de que era encargado de taller, muy insistente en sus ideas y un poco unilateral en el sentido de que parecía que para él la única dimensión importante en la vida era la política. Y sé de lo que hablo. Yo era su aprendiz y él era mi maestro”.
Ariza y Camacho, Camacho y Ariza, lo hacían todo juntos. Y juntos, en el jurado de empresa, fueron cultivando prestigio y predicamento en la Perkins donde Julián se topó con el primero de los “hombres buenos” del régimen a los que insiste en homenajear. Era Joaquín Ruiz-Giménez, después ministro franquista, quien perdió su puesto como presidente del Consejo de Administración de la fábrica por declarar como testigo a favor de los trabajadores.
En 1963, Ariza junto a su mentor y otros, como Víctor Díaz-Cardiel, participó en su primera reunión con el Partido Comunista; el encuentro en el que fija la formalización de una idea que cada vez ilusionaba más a sus fundadores: la de crear Comisiones Obreras. La primera asamblea estatal del sindicato tendría lugar cuatro años después, en junio de 1967 gracias al apoyo de otro decente: José Maria de Areilza, Conde de Motrico.
“Sabíamos que era un opositor al régimen; sabíamos que su hija daba dinero para los presos. Fuimos a verle y nos llevó en un Mini a una finca que estaba entre Pozuelo y Majadahonda. Agarró al guardés y le explicó que nos dejara pasar. Fuimos sesenta y tantos representantes de toda España. Allí, en el campo, debajo de las encinas del Conde, se celebró la primera Asamblea de CCOO”.
De ese periodo histórico “curioso”, como califica Julián al que se desarrolla entre las huelgas mineras del 62 hasta el año 67, destaca precisamente la división en el seno del franquismo a cuenta de la modernización económica de España y un lavado de cara que concluiría con la modificación de la Ley de Prensa, la creación del Salario Mínimo, el desglose del Sindicato Vertical o la aparición de los Tribunales de Orden Público. En el 67: la gran represión que no terminaría sino con la muerte de Franco.
Ese año, sentencia del Supremo mediante, CCOO pasaría de ser organización ilícita a organización ilegal. Julián fue encarcelado y condenado a cuatro años de prisión que se quedarían en dos gracias a la defensa de Joaquín Ruiz-Giménez. Con Marcelino en la cárcel también, la Perkins pasa a ser propiedad de Motor Ibérica. Pero, a pesar del encarcelamiento, Camacho y Ariza siguen en plantilla de la fábrica gracias a la intervención de un tercer hombre bueno: el entonces presidente del Consejo de Administración, Gerardo Salvador Merino.
“Era un hombre de una relevancia inmensa en el régimen, primer delegado nacional de sindicatos, pero el franquismo acabó desterrándole a la Costa Brava. En mayo del 67 vino a Madrid y le dijo al director de la empresa que quería entrevistarse conmigo. Me dijo que le contase qué queríamos las Comisiones Obreras. Y yo se lo conté. No supimos más de él. Que no nos despidieran a Marcelino y a mí fue su venganza contra Franco”.
La involución de los derechos de los trabajadores
Con la muerte de don Gerardo, Julián fue despedido de la Perkins y decidió dedicar su vida en exclusiva al sindicato. Fue su representante en la Junta Democrática, mientras Camacho seguía encarcelado. De aquellos años de la Transición recuerda con nitidez tres datos, fruto del empuje del movimiento obrero: los 40.000 conflictos laborales que se registraron en 1976, los 72 meses de indemnización por despido improcedente, para mayores de 45 años con familia numerosa, en una de las reformas laborales tras la muerte de Franco, o los 180 millones de horas de huelga que se contabilizaron en 1979, record en la historia de nuestra democracia.
“Igualito que hoy” es la exclamación consecuente. La respuesta de Ariza es clara: “Voy a decir una barbaridad, pero la voy a decir: en términos de derechos individuales de los trabajadores se está ahora muchísimo peor que en el pasado… que en el pasado remoto. La Democracia nos ha permitido recuperar derechos colectivos; un correctivo que ha conseguido que, globalmente, la gente viva mejor. Pero por ese correctivo, se ha montado una gran campaña contra los sindicatos y contra los derechos individuales, como ejemplifica la Ley de Seguridad Ciudadana”.
Y no renuncia a la autocritica el histórico cofundador de CCOO: “Hemos hecho bien el buscar un espacio de participación, negociación y de presencia… pero, en ese proceso, nos hemos olvidado de potenciar la relación con los trabajadores en los centros de trabajo”. Recuerda con nostalgia Julián “el sentido militante de aquella otra época en la que las Comisiones Obreras eran un movimiento de base muy pegado a los problemas cotidianos de los trabajadores”. “Y a eso -concluye – a eso es a lo que hay que volver”.
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