Las cifras que expresan la desconfianza hacia la política, los políticos y los partidos políticos son espectaculares, desconocidas, sin precedentes. Cualquier expresión que usemos se queda corta para dar cuenta de un fenómeno que, no siendo nuevo, ha alcanzado cotas sin parangón.
Curiosamente, el malestar ciudadano, el cabreo generalizado con lo que ocurre se ha concentrado en la política por razones diversas: porque se ha producido la colusión de intereses entre la política y los negocios; porque se ha hecho obvio que una parte de las decisiones políticas obedecen a razones no de interés colectivo sino de triste y siniestro afán privado; porque, cuando se ha expresado una voluntad política distinta, no se ha tardado mucho en comprobar la inanidad del enunciado o la fragilidad real de la propuesta. En este grupo de razones pesa mucho el dominio del mercado, la condición 'mercadocéntrica' de nuestras sociedades y el impacto sobre todo su funcionamiento social e institucional.
Otras razones son una respuesta airada a la corrupción de los partidos, al mangoneo puro y duro. Son miles los sumarios de corrupción en los que están involucrados cargos públicos. Y en todos ellos el cargo público era la llave que abría la puerta del tesoro. El gran tesoro de los enanos, sin los riesgos de morir calcinado por los volcánicos rugidos del dragón Smaug. Y ha molestado e indignado no solo la corrupción, que va de suyo, sino la evidencia de que los partidos cuyos cargos habían sido pillados con las manos en la masa, estaban protegiendo a los mangantes. Y que instituciones que podrían y deberían haber frenado este vórtice negro de la democracia, se inhibieron, consintieron o se enriquecieron, o las tres cosas a la vez.
Lo terrible ha sido observar como el cáncer de la corrupción ha pervertido la fibra moral de la democracia, ha arruinado la moral republicana imprescindible para poder pensar en democracias de calidad. Y más en nuestro país, en donde la transición primero, y la modernización neoliberal después, no dejaron siquiera que esa moral alcanzase la adolescencia. Así se explica que el impacto electoral de la corrupción sea cercano a cero. Aún más, que los 'chorizos simpáticos', que o bien reparten una parte del botín entre mucha gente y/o bien invierten para que las farolas y las aceras del pueblo estén bonitas, mejoran sus resultados electorales. Quizás no hace falta poner ejemplos.
Estos elementos han crecido al calor de la burbuja inmobiliaria, del 'boom' económico primero y de la gestión de la crisis después. Pero se alimentan también de cuestiones que son propias de los modelos representativos y de la cultura política de cada país. Decía Álvarez Junco, y no sin razón, que el elemento más constante de la cultura política en España era la antipolítica. Eso desde finales del XIX, al menos.
Por otra parte, los sistemas representativos llevan en su ADN un error de origen, algo así como un fallo sistémico ineludible. La representación es una mediación basada en dos supuestos que no pueden ser demostrados. El primero es que el representante representa de manera efectiva a los representados. Aquí entraríamos en los problemas de agencia, tan conocidos en la ciencia política, y que nos obligan a considerar los intereses específicos de los representantes y sus potenciales conflictos en los intereses de los representados, y además, a reconocer que no hay ningún buen procedimiento que garantice al mismo tiempo una deliberación de calidad, la eficacia en la toma de decisiones y la consideración sin exclusiones de los intereses más importantes en nombre de un imaginado bien común.
El segundo consiste en la asunción de que todos los procedimientos para convertir en representación los deseos de la comunidad política tramitados a través de procesos electorales, tienen algún problema que, en un punto u otro, desvirtúan la voz de la comunidad política.
Así es que en estas estamos. Los problemas de la representación política, junto a los de la desconfianza, han generado un nudo de problemas de difícil solución. Pero lo único que no es una alternativa es no hacer nada. Los partidos enrocados en lo de siempre bajo las más variadas excusas contribuyen a reforzar la desconfianza y la desazón de la ciudadanía.
Conviene no olvidar que la desesperanza, en el contexto de la crisis social que padecemos, es el mejor argumento para el incremento del populismo en cualquiera de sus variantes.
Por eso, el vector de la participación, la transparencia y la democracia en el seno de los partidos, aparecen como una parte importante y necesaria de la alternativa, aunque no sean la única solución a la desconfianza. Si la crisis es la expresión de lógicas complejas, multidimensionales y trabadas, entonces hay varios nudos que desenredar, y el de los partidos es uno de ellos.
Pero, siendo solo uno de los vectores, es sin embargo esencial y esencialmente importante en los partidos de la izquierda alternativa.
Las primarias no son una solución en sí mismas, ni son una panacea. El bálsamo de 'fierabrás' no existe, ya lo sabemos. Pero las primarias son la expresión de un deseo de cambio, un mensaje de que los partidos hemos entendido el problema y estamos buscando soluciones. Es una manera de abrir el espacio de las decisiones a la transparencia y a la democracia en el sentido más radical de la expresión. Ningún problema que las primarias puedan plantear supera la desazón que producen los métodos palaciegos y opacos de los partidos al uso. Las decisiones cupulares, de reparto puro y duro de poder son cada vez más extrañas y ajenas a la mayoría de la gente.
La experiencia de procesos participativos en el ámbito de lo local enseñan que los que han logrado consolidarse, lo han hecho porque contaban con una demanda ciudadana y un compromiso político importante, y porque se tomaban en serio, es decir, se respetaban las decisiones que habían sido transferidas a dinámicas participativas. Esto es empoderar a las poblaciones.
No habrá solución a la desafección si no hay lógicas de empoderamiento que vayan más allá de los censos de afiliados/as.
Por otra parte, esta perspectiva del empoderamiento es la pregunta del millón para cualquier propuesta que se diga alternativa: los liderazgos carismáticos pueden jugar un papel relevante en un determinado momento, pero no son nunca una alternativa a la 'vieja' política, demasiado bien lo sabemos. Y, de ningún modo podemos dar por hecho que la bondad de una propuesta se solventa en la calidad del que, dice, va a representarnos. También sabemos que la república de los sabios de Platón era un modo de encubrir su voluntad aristocrática.
El resumen de esta parte sería que los procesos de primarias, para ser reales y creíbles, deben ser ciudadanos, es decir, deben dar la voz en la elección de cargos públicos a un colegio de electores que supere la militancia de los partidos. Deben ser creíbles y esto significa bien organizados, transparentes pero también en condiciones de ser realmente competitivos. Unas primarias en las que participan 70 candidatos no son un buen ejemplo. Y deben servir para cambiar la cultura política de las organizaciones: frente a la lógica de los aparatos, la realidad de la participación.
A mi juicio, hay ahora mismo procesos concurrentes y complementarios que apuntan en la misma dirección: intervenir desde la participación para cambiar el curso de los acontecimientos. Y hay actores que no pueden seguir haciendo como que no se enteran. La frontera que en los próximos meses y años separará a la izquierda alternativa de la izquierda de siempre gravitará alrededor del eje de la participación. En ese punto de encuentro, las primarias bien hechas son un procedimiento, no el único, pero ahora mismo el más expresivo, para decirle a la ciudadanía con claridad: vamos a buscar juntos soluciones.
Pedro Chaves Giraldo es profesor de Ciencia Política
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