barcelona
Lo primero que debe decirse de Alejandro Fernández (Tarragona, 1976) es que cae bien. Periodistas y políticos que han pasado por los pasillos del Parlament de Catalunya, sean de izquierdas o derechas, espanyolistas o independentistas, coinciden en la valoración: "Ostras, Alejandro, ¡qué tipo más majo!". En algún momento pareció gustar más a los rivales políticos que en la calle Génova de Madrid. Seguramente, a Alejandro Fernández le ocurre lo mismo que a muchos conservadores de su generación en Catalunya: caen bien porque saben jugar en campo contrario.
Tiene el carácter irónico y la pose pasota de quienes han aprendido a rebatir en un entorno hostil. Esto marca. Son personas que conocen muy bien al otro y saben cómo tratarlo. Empatía y sarcasmo, una combinación invencible. Ese tipo de gente que defiende los postulados propios con firmeza, incluso ridiculizando al rival, pero con la habilidad de no generar abiertamente la antipatía, sino desarmándolo en el momento oportuno con un guiño socarrón que dice: Sí, ya sé que tú y yo estamos en las antípodas y que estoy en minoría, pero ¿qué quieres que le haga? Cuando alguien crece rodeado de los propios convencidos, y se sabe dentro de la mayoría, es muy complicado evitar la prepotencia y la idiotez, que siempre van de la mano. Él, en cambio, estudió Ciencias Políticas en la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), y todo apunta a que no hay lugar más complicado para un admirador de Margaret Thatcher, férreamente partidario de la indisoluble unidad de España, que un aula de Ciencias Políticas en el campus de Bellaterra.
El hijo del obrero, en la universidad. Eso es lo que se gritaba en las manifestaciones estudiantiles de izquierdas de los años ochenta. Alejandro Fernández era uno de esos hijos. Sus padres eran una pareja asturiana que emigró a Tarragona a mediados de los setenta. El padre era camionero de obra y votante convencido de Manuel Fraga; la madre, un ama de casa que había traído de Asturias unas firmes convicciones comunistas. Alejandro Fernández es hijo de esa dualidad. Fue a una escuela y un instituto públicos, y políticamente acabó saliendo más a su padre.
A los 18 años le encantaba Metallica y se había inscrito en las Nuevas Generaciones del PP. Admiraba a Ronald Reagan y le gustaba la música grunge. Consiguió entrar como profesor en la universidad y, cuando el procés independentista era todavía un invisible magma que crecía en silencio por el subsuelo de la sociedad catalana, fue elegido concejal en Tarragona en el 2003. Tenía 27 años y Catalunya entraba en la era de los tripartitos y el nuevo Estatut. Ocho años y una controvertida sentencia del Constitucional después, en 2011, fue el cabeza de lista del PP por Tarragona en las municipales, hizo campaña con una pegajosa melodía de Lady Gaga que decía "Alejandro se mueve, Alejandro se moja", y estuvo a un tris de que no fuera elegido alcalde de la ciudad. Alejandro Fernández ya tenía un acuerdo ligado con la dirección tarraconense de Convergència para desbancar al socialista José Félix Ballesteros, pero finalmente la cúpula de CiU en Barcelona vetó el acuerdo: Oriol Pujol no quería la fotografía de un alcalde del PP al frente de una capital catalana.
Dicen que la venganza se sirve fría. Y Alejandro Fernández, que siguió moviéndose y mojándose y pasó por el Congreso y después por el Parlament, mantiene la sonrisa socarrona del buenachón al que le gustan las bromas de sobremesa. Pero ahora con algunas cicatrices políticas en la piel, y con la maquinaria del PP español a sus espaldas, con el objetivo de infligir una herida electoral a los socialistas españoles y a sus socios catalanes. Un resultado posible de las elecciones es que Junts consiga un buen resultado con el regreso de Puigdemont como cabeza de lista y ERC aguante el envite, pero que el PSC pueda evitar un Govern independentista si, conjuntamente con los Comuns, el PP apoya a Salvador Illa.
Collboni es alcalde de Barcelona con una jugada similar. Cuando se lo preguntan, Alejandro Fernández dice que no investirá a Salvador Illa porque ve en el PSC, y en el acuerdo del PSOE para la amnistía, una continuidad del procés. Y es cierto que, a nivel español, el PP lo tendría complicado para continuar su furibunda campaña antisanchista tras regalar la presidencia de Catalunya a un exministro del sanchismo. Y que estamos en campaña y el PP quiere evitar fugas en nombre del voto útil antiindependentista. Pero de la misma forma que la fe mueve montañas, las razones de estado, y el recuerdo personal de las alcaldías perdidas, también puede mover presidencias.
Cuando el pasado mes de agosto, Alberto Núñez Feijóo lanzó tímidamente la caña a Junts en plena negociación de su investidura, Alejandro Fernández no esperó ni un segundo a cuestionar en público este movimiento: "a Junts, ni agua". La insubordinación rockera se impuso a la prudencia conservadora, y eso no gustó en la calle Génova, que estuvo buscando candidatos más dóciles, hasta que finalmente se firmó la paz en un acto de unción donde Fernández fue bendecido como candidato por Feijóo. A cambio, cabe suponer, de cierta obediencia. Ya veremos.
El día en que la estrategia del PP en el conjunto del Estado entre en conflicto con la del PP catalán, sabremos si Feijóo ha apostado por mantener en Catalunya a un soldado fiel o bien ha hecho crecer un peligroso barón territorial empoderado. ¿Quién es Alejandro Fernández? ¿Un bajista que seguirá el ritmo marcado desde Madrid? ¿O un guitar-hero que se marcará un solo de trash-metal cuando le apetezca? Hasta ahora, los mejores resultados del PP catalán los consiguieron un hijo de la alta burguesía barcelonesa -Alejo Vidal Quadras- y un directivo del Círculo de Economía -Josep Piqué-. Todo apunta a que, ahora, un tarraconense de clase obrera hará reflotar el barco de los populares que había embarrancado en Catalunya.
De momento, Fernández se ha encontrado con una campaña que funciona sola: para conseguir el voto antiindependentista que había buscado refugio en Ciutadans, sólo tiene que abrir el zurrón y decirles que el procés no ha terminado del todo. Y si algunos de ellos se hacen los remolones, recordarles que votar a Illa es votar a favor de la ley de amnistía pactada con Puigdemont.
Para el voto de orden solo hace falta una buena americana, abrillantar la etiqueta de conservador liberal con la que le gusta definirse, y pronunciar con desprecio la palabra populismo, concepto con el que le gusta juntar, sin inmutarse, a Vox, a Junts y prácticamente a todos los socios estructurales o eventuales del PSOE. Puede hablar de infierno fiscal ante un foro de empresarios y defender allí un modelo económico que dificultaría la financiación de las escuelas y la universidad pública donde él se formó y después trabajó. Y posteriormente pasear por un mercado de Tarragona y sentirse encantado con el calor de la gente del barrio. Le encanta señalar el "engaño" del procesismo y ver cómo los propios independentistas le dan la razón, y no tiene ningún problema en hablar constantemente de una supuesta plaga de okupas en Catalunya, del perroflautismo contemplativo de la progresía catalana, y de la necesidad de expulsar a los inmigrantes que sean delincuentes multirreincidentes. ¡Ay, el populismo! Pero el populismo, por supuesto, siempre son los demás.
Elton John dijo que le encantaba el rock'n'roll porque podía hacer una estrella de alguien como él. La política catalana, esa máquina de quemar líderes en la que se ha convertido en los últimos años, tiene una nueva voz en el escenario.
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