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Bob Jessop es profesor en la Universidad de Lancaster y uno de teóricos del Estado más reputados en la actualidad. Buen conocedor de Gramsci y estudioso atento de la obra de Marx y Poulantzas, Jessop ha elaborado una sólida teoría del Estado desde una perspectiva marxista y multidimensional realmente útil para comprender los desafíos y oportunidades que ofrecen el acceso a las instituciones y la gestión del aparato del Estado por los nuevos sujetos políticos y movimientos sociales surgidos al calor del 15-M.
Sus últimos libros publicados son Towards a Cultural Political Economy (2013), escrito con Ngai-Ling Sum, y The State: Past, Present and Future (2015), que en breve será publicado en España por Catarata.
¿Cuáles son las mayores amenazas que se ciernen sobre la democracia en este momento?
Si hablamos a escala europea, la amenaza principal es claramente la continuidad de la crisis en la zona euro y las medidas económicas y políticas tomadas para gestionarla o resolverla, cuya aplicación continua a día de hoy, lo cual está conduciendo a un asalto de envergadura contra los niveles de vida de la población y a una creciente desafección y alienación de la política. Si situamos el problema en un contexto más amplio, sin embargo, la principal amenaza a la democracia en estos momentos es la parálisis institucional de la Unión Europea y la creciente
concentración de poder en manos de sus instituciones y de sus dirigentes. Como cualquier sede de poder estatal, estas instituciones condensan, reflejan, pero también refractan y modifican, un equilibrio de fuerzas político más amplio. Estas fuerzas tienen oportunidades asimétricas de influir sobre las mismas directamente mediante los canales formales de representación política e, indirectamente, mediante las luchas desplegadas en el seno de la formación social globalmente considerada. Estas asimetrías se constatan en las limitadas oportunidades y
recursos de los que disponen los electores o la sociedad civil en general para obligar a las instituciones europeas a que rindan cuentas de sus decisiones y de sus políticas. Ello se debe, por un lado, a que los partidos políticos nacionales disponen de poderes limitados para controlar a esas instituciones y, por otro, porque estas son mucho más permeables a la influencia del capital transnacional, de sus grupos de presión (por ejemplo, la European Roundtable of Industrialists o la Cámara de Comercio estadounidense con sede en Bruselas) y de los Estados
más poderosos del sistema interestatal global. Así, la Unión Europea apoya los denominados tratados de libre comercio, que sirven fundamentalmente a los intereses del capital y los aísla de la rendición de cuentas democrática. Ni la política democrática ordinaria ni las movilizaciones de la izquierda constituyen la principal amenaza a esos tratados, sino la reacción populista de derecha registrada en Estados Unidos y en Europa y sus demandas en pro de la restauración de
la soberanía nacional, que podrían bloquearlos. En otros aspectos, sin embargo, la crisis de la eurozona y el resto de crisis abiertas, como la bancaria o la financiera, están siendo gestionadas de acuerdo con las pautas establecidas por el capital financiero e industrial transnacional respaldados por el Estado alemán.
Creo que existen también otras dos amenazas dignas de mención. Una de ellas es la creciente financiarización de la economía, que podemos verificar no solo en la primacía de los mercados financieros, sino también en sus estrechos vínculos con el Estado, lo cual está teniendo repercusiones dañinas en el conjunto de la sociedad. Hay quien piensa que el desarrollo del modelo de acumulación impulsado por la financiarización es algo relacionado con la evolución espontánea de las fuerzas del mercado, lo cual nunca ha sido así en la génesis del predominio del capital financiero que conocemos hoy, ya que el poder de este debe mucho a la cartelización y a la intervención estatal, que lo conforma y que garantiza su supervivencia en momentos de crisis. Dado el involucramiento explícito del Estado en el actual modelo de financiarización de la economía, podemos afirmar que cuanto más depende la acumulación de capital del Estado, mayores son las amenazas que se ciernen sobre la democracia liberal burguesa.
Marx identificó, a partir de su trabajo teórico y de la observación de los hechos de los que fue testigo a lo largo del siglo XIX, una relación de adecuación formal entre capitalismo y democracia. Esta noción se refiere a la «adecuación» existente entre formas sociales básicas, antes que a sus funciones cambiantes o a su contenido sustantivo. Al avanzar este enunciado, a Marx le preocupaba fundamentalmente la relación existente entre la acumulación orientada por el beneficio y mediada por el mercado y la democracia parlamentaria liberal. Podríamos sintetizar su concepción en el aforismo que afirma que allí donde la explotación toma la forma del intercambio, la dictadura puede tomar la forma de la democracia. Pero Marx también identificó una tensión o contradicción presente en el corazón de la constitución democrática: a saber, que un pueblo dotado de derechos políticos no debe utilizar el poder político del que disfruta para desafiar el poder social del capital y, a la inversa, que este último no debe utilizar su poder social para revertir las ganancias políticas obtenidas por el pueblo. Así, pues, la supervivencia de la democracia en una sociedad capitalista requería un compromiso social institucionalizado y la aceptación de normas específicas de conducta política. En la actualidad, sin embargo, el proceso de acumulación de capital supone no solo el funcionamiento del intercambio orientado por el beneficio y mediado por el mercado, sino también la intervención cada vez mayor del Estado para sostener la rentabilidad del capital. Esto implica que para los intereses capitalistas tiene mucha mayor importancia limitar el acceso y la participación populares en este orden político-económico emergente, a fin de que el poder político no se utilice para socavar el poder social del capital. Esta dinámica explica la tendencia cada vez más poderosa hacia el estatismo autoritario, el recurso a los estados de emergencia económica y los intentos de marginación de las fuerzas democráticas. Se trata, pues, de una situación caracterizada por una tendencia de muy largo plazo: la creciente importancia de lo que yo denomino las diversas formas de capitalismo político. En este modelo, los beneficios dependen cada vez más de los vínculos mantenidos con el Estado, de prácticas económicas predatorias y de la fuerza y la dominación antes que de un libre mercado genuino y de la organización
racional de la producción, la circulación y la distribución capitalistas. En otra época, esto se denominó capitalismo monopolista de Estado. Esta tendencia se ve fortalecida, sin embargo, por el surgimiento del neoliberalismo y la difusión de la acumulación dominada por el capital financiero a escala global y por la gestión de los Estados partidarios de la austeridad en la Unión Europea. También se agrava por el deficiente diseño institucional de la unión monetaria y de la Unión Europea en general. De modo más inmediato, la crisis de la democracia resulta intensificada también por las modalidades de gestión de la crisis de la eurozona y por el impacto
de esta sobre los países del sur de Europa.
¿Es posible una gobernanza alternativa en la Unión Europea y un nuevo sistema institucional adecuado a otro proyecto económico-político para Europa?
Sí, son posibles, sin duda, pero ello requeriría acometer toda una serie de iniciativas que se fortalecieran mutuamente y no un acto único de reforma. Al igual que existe una relación de adecuación formal entre la acumulación orientada por el beneficio y mediada por el mercado y la democracia liberal burguesa, un sistema de gobernanza económica y política requiere un conjunto diferente de formas institucionales complementarias, que proporcionen un marco estable para debatir e implementar estrategias y proyectos económicos y políticos. El diseño y la
creación de este nuevo orden exigirá una asamblea constituyente, así como todo un trabajo previo sobre las formas de organización económica y política susceptibles de medirse con un orden global, que se enfrenta a amenazas existenciales importantes exacerbadas por la actual organización del mercado mundial y las rivalidades interestatales. Entretanto, resulta esencial concentrarse en las reformas institucionales y en las iniciativas políticas a escala local, regional,
nacional y europea para abordar los problemas y amenazas económicas y políticas urgentes.
En mi opinión, se necesita ante todo presionar desde la izquierda para neutralizar el ascenso del nacionalismo y el populismo de derecha, que adoptan una forma extrema en el etnonacionalismo blanco de la derecha alternativa en Estados Unidos y en la gama de sus formas duras y blandas en Europa, que varían en tamaño e importancia en países europeos tan diversos como Hungría, Alemania, Holanda, Francia, Grecia, Finlandia y Reino Unido. Incluso cuando carecen de una presencia parlamentaria significativa, estos movimientos pueden influir en la agenda política. Por ejemplo, el UKIP tenía un parlamentario en la Cámara de los
Comunes y un puñado de ellos en el Parlamento Europeo, pero indirectamente creó las condiciones para la convocatoria del referéndum del Brexit. En Alemania, la canciller Merkel se muestra cada vez más preocupada por el creciente atractivo de Alternative für Deutschland. Cuando los políticos se preocupan por las repercusiones sociales y políticas del nacionalismo y del populismo de derecha, ello debilita sus sensibilidad hacia las alternativas radicales procedentes de la izquierda, a no ser que se produzca una movilización y una amenaza comparables por parte de esta. Esta movilización debería ser una de las estrategias fundamentales para hacer saber de modo meridianamente claro a quienes detentan el poder, que la estabilidad política y económica está siendo erosionada por las acciones unilaterales, impuestas de arriba abajo, decididas para implementar las políticas neoliberales y las medidas de austeridad. Es esencial reorganizar el equilibrio de fuerzas y desplazar el centro de gravedad hacia la izquierda, porque ello obligaría a quienes tienen el poder a pensar seriamente sobre las consecuencias reactivas de estas políticas neoliberales agresivas y sus repercusiones en el mundo social y en el mundo natural.
Resulta interesante que algunas de estas repercusiones sean reconocidas por los líderes del capital transnacional y global y por sus aliados políticos más prescientes, como se refleja en las declaraciones del World Economic Forum no únicamente sobre la seriedad de la crisis ecológica, sino también sobre las consecuencias de las crecientes desigualdades en los niveles de renta y riqueza, que han sido percibidas recientemente por estas elites como la más probable
de las amenazas que se ciernen sobre la estabilidad del orden capitalista (véanse los World Economic Forum Reports de 2012, 2013 y 2014). Pero creo que no avanzaremos gran cosa, si la izquierda se moviliza tan solo en torno a cuestiones específicas, locales y nacionales o ligadas a las preocupaciones de uno u otro movimiento social y no logra trabajar sobre el mayor reconocimiento mostrado por las elites estatales y globales de que hay algo profundamente erróneo en el corazón del proyecto de la Unión Europea. Este escenario exige que conectemos
las luchas de la izquierda y las movilizaciones populares con las amenazas reconocidas también por el centro y la derecha, porque la mayoría de las fuerzas del espectro político se hallan preocupadas por las consecuencias del incremento de la desigualdad, de las políticas de austeridad, etcétera. De este modo, puede abrirse un espacio para construir una alianza con el centro-izquierda y el centro-derecha, que podría constituir una base para ejercer presión en pro de cambios institucionales. Sobre todo, es importante abordar el déficit democrático presente en el corazón de la Unión Europea y la primacía de los intereses del capital financiero sobre el capital industrial y comercial productivo. Si comparamos la relación existente hoy entre estas dos facciones del capital con la vigente durante el periodo fordista, cuando coincidían los intereses del segundo y los de los trabajadores empleados por el mismo y, a su vez, estos últimos se articulaban con los de quienes se beneficiaban del surgimiento y de la expansión del Estado del bienestar, constatamos que durante el mencionado periodo todos ellos formaban un bloque compacto, que incluía al conjunto de la fuerza de trabajo y a aquellos que dependían del Estado para garantizar sus derechos sociales y económicos. Esta situación es muy diferente del actual predominio del régimen de acumulación dirigido o, mejor, dominado por el capital financiero.
Los tres nos hemos referido hasta ahora a la derecha y a la izquierda. ¿Piensas que es realmente posible definir lo que significa ser de izquierda hoy?
Esta es una cuestión complicada e importante. Después de todo, la distinción derecha-izquierda es una metáfora espacial, unidimensional y convencional, inspirada por la localización de los escaños en las asambleas legislativas francesas tras la Revolución de 1789, lo cual apenas sugiere que pueda tener relevancia hoy. Es realmente una distinción demasiado simple para captar las complejidades de la política entonces o ahora. Sin embargo, una vez que tenemos en cuentas sus limitaciones descriptivas y explicativas y prescindimos de fetichizar las etiquetas,
que resultan útiles en determinados contextos sin ser permanentemente válidas, esta distinción puede ayudarnos a guiar la acción y las alianzas políticas, así como a simplificar la comunicación política en coyunturas específicas. Este es el modo en el que los tres hemos estado utilizando esta distinción: con todos los riesgos aparejados de provocar malentendidos derivados de esta utilización, cuando nosotros y otros interpretamos estas etiquetas de un modo diverso, ahora o en el futuro. Esta distinción es siempre relacional, ya que depende del contraste
existente entre diferentes posiciones políticas, y es también «fractal», en el sentido de que prácticamente la totalidad de los partidos políticos, movimientos sociales u organizaciones políticas de masas, con independencia de donde se sitúen en el espectro derecha-izquierda tal y como este es interpretado en un momento histórico dado, tienen también sus propias tendencias de derecha, centro o izquierda. Una complicación añadida proviene de que el sentido de
derecha-izquierda varía con los diferentes estadios del desarrollo económico, con las diversas variedades de capitalismo, con la posición diferencial de los espacios económicos y políticos presentes en la cambiante cadena imperial y con las coyunturas específicas, así como con las formas de dominación y con los regímenes políticos –por ejemplo, democráticos o dictatoriales–, en los cuales los movimientos políticos deben operar en un momento concreto, pero también, quizá, intentar transformar.
Estos factores afectan, por ejemplo, a la estratificación interna de la clase trabajadora (por ejemplo, la inclinación a la derecha de la aristocracia obrera durante la era del imperialismo social); al alcance de las alianzas con otras clases subalternas (por ejemplo, campesinos radicales o conservadores o los distintos estratos de la nueva pequeña burguesía); a las oportunidades de cooperación con los movimientos sociales (por ejemplo, los sindicatos, el feminismo radical, los movimientos por la autonomía regional); a la escala de la movilización política que va de lo local a lo global; y al tipo y secuenciación de la demandas que pueden
efectuarse sobre distintos horizontes espacio-temporales de acción. Así, pues, una orientación de izquierda en las primeras etapas del desarrollo capitalista, que fue un periodo marcado por la acumulación primitiva de capital, el predominio del plusvalor absoluto (alargamiento de la jornada de trabajo, creciente intensidad de este) y la ausencia de instituciones democráticas liberales, difería de los objetivos y fines de izquierda vigentes en el periodo caracterizado por el plusvalor relativo (creciente productividad sostenida por la innovación tecnológica), que permite la existencia de compromisos institucionalizados entre los trabajadores y el capital
industrial y comercial productivo en un contexto democrático liberal. En el primer caso, la movilización de izquierda se halla conformada por la represión de los trabajadores y puede asumir formas anarquistas, sindicalistas o clandestinas; en el segundo, esa movilización corre el riesgo de ser absorbida mediante diferentes prácticas de revolución pasiva, que restringen su autonomía por mor de la absorción de sus líderes y el ofrecimiento de concesiones menores a cambio de operar dentro de la lógica del mercado y de la política electoral. Como Gramsci
observó en los Quaderni del carcere (1929-1935), la combinación de cambios económicos y reforma electoral a partir de la década de 1870 creó la época de las luchas económicas y políticas de masas centradas en torno a la consecución de una hegemonía popular-nacional. Las condiciones para la política de izquierda cambió, de nuevo, con escenarios como la emergencia de la economía digital, el surgimiento y la consolidación del neoliberalismo, la descomposición de la Unión Soviética y la creciente integración del mercado mundial.
En general, mientras que la derecha es la corriente política asociada con los intereses de las clases explotadoras y la elites dominantes, la izquierda se halla más orientada hacia los intereses de la clase trabajadora y otros grupos subalternos explotados. Por otro lado, como se ha puesto de relieve con frecuencia, la pequeña burguesía carece de razones económicas para optar por una postura política independiente y, por consiguiente, constituye una apuesta crucial en las luchas políticas e ideológicas entre la derecha y la izquierda. La derecha defiende típicamente los poderes, privilegios y prerrogativas consolidados, que se hallan ligados a la detentación de la propiedad privada (especialmente de los medios de producción), las formas tradicionales de autoridad y las formas de exclusión social basadas en jerarquías de estatus institucionalizadas. A la inversa, la izquierda ataca esos intereses y exige la abolición de la propiedad privada de los
medios de producción o la introducción de restricciones a su uso sin limitaciones; la
socialización del control sobre la economía; y la extensión y generalización de los derechos económicos, jurídico-políticos y sociales, así como la igualación de las oportunidades de vida mediante instituciones y medidas políticas sustantivas y formales. Estas posiciones se articulan con frecuencia respecto a valores más amplios, que tienen implicaciones asimétricas, como, por ejemplo, el respeto por la autoridad, la jerarquía y la tradición o, de nuevo, la solidaridad, la igualdad y la innovación.
Un problema fundamental presente en tales discusiones es el carácter flotante, vacío o vaciado del léxico derecha-izquierda. Los conceptos flotantes son o bien equívocos, es decir, tienen sentidos diferentes pero estables dependiendo del contexto, o bien ambiguos, en cuyo caso sus significados varían incluso en contextos similares. Analizada en términos teóricos, la distinción izquierda-derecha es tanto equívoca como ambigua. Puede tener significados estables en
contextos históricos específicos, que difieren, sin embargo, en el tiempo y en el espacio. Por otro lado, en términos políticos y de implementación de las correspondientes políticas públicas, esta distinción puede interpretarse como un significante vacío o incluso vaciado. Un significante vacío es un concepto productivamente difuso, dotado frecuentemente de un significado potencialmente universal –como, por ejemplo, la justicia–, que gana significado sustantivo
mediante su integración en discursos específicos y su traducción en la acción práctica. Los diversos géneros de discurso de izquierda, de centro y de derecha transformarán estos significantes vacíos de modos muy diferentes. Un significante vaciado es una noción elástica, que puede estirarse de modos diversos para dar acomodo a diferentes significados y, eventualmente, estirarse tanto que pierda todo significado. Este es un riesgo permanente de la distinción izquierda-derecha.
¿Cuál crees que es el planteamiento, el paradigma, más conveniente en términos de economía política para responder a la Unión Europea en el escenario desencadenado por la crisis de 2008? ¿Cuál es, a la inversa, el paradigma que están manejando las élites europeas para gestionar las consecuencias de esta crisis?
El debate ha estado y todavía está totalmente dominado por la creencia neoliberal de que la solución a la crisis económica consistía y consiste, ante todo, en impedir el colapso financiero, que daña al capital financiero y que es producto del creciente predominio de un proceso de acumulación dominado por este. Este predominio se manifiesta tanto desde el punto de vista de las relaciones existentes entre las distintas fracciones del capital, como en lo que respecta a sus efectos sobre la población en general, como ha mostrado Maurizio Lazzarato en su libro Il governo dell’uomo indebitato (2013), que postula que ahora nuestra condición es la de estar
endeudados. Pero el peso económico y político del capital financiero es tremendo, los bancos son tan enormes, la gran corrupción de las interconexiones y de las puertas giratorias entre el capital financiero, los altos funcionarios y los políticos es tan masiva, que se acepta sin vacilación que es totalmente natural que la política económica tenga que rescatar a los bancos antes que a la gente, a los que están desempleados, a quienes corren el riesgo de perder sus casas, etcétera. El objetivo fundamental de los responsables políticos fue impedir el colapso financiero, lo cual podía conducir a una Gran Depresión similar a la conocida durante la década de 1930. En consecuencia, los intereses del capital financiero tuvieron precedencia sobre los del capital industrial, por no hablar de su predominio sobre los de la población en general. Sin embargo, estas medias han fortalecido la concentración de aquel preparando el terreno para la próxima crisis financiera, mientras las clases subalternas y los estratos marginados acumulan deuda, sufren la percepción de rentas estancadas o declinantes y carecen de empleo estable y de buenas condiciones de vivienda, al tiempo que pierden su dignidad y su esperanza.
Pensemos en las puertas giratorias a las que me refería hace un momento. Hace cinco años se publicó un artículo muy interesante en The Guardian en el que se informaba sobre las personas ligadas a Goldman Sachs, que estaban implicadas directa o indirectamente en la gestión de la crisis en Bélgica, Francia, Alemania, Grecia, Irlanda e Italia, así como en el Banco Central Europeo y la Unión Europea. El número era de tal envergadura, que los autores proponían que, en realidad, la empresa debería denominarse ahora Government Sachs. Hemos visto lo que ha
ocurrido recientemente con Barroso, que fue presidente de la Comisión Europea durante diez años y que ha asumido el cargo de presidente no ejecutivo de la sede de Londres de Goldman Sachs International, que es la subsidiaria mayor del banco, sin que haya transcurrido moratoria alguna digna de consideración antes de incorporarse a su nuevo puesto. Todavía mas recientemente, el presidente Donald Trump, que prometió durante su campaña «desecar el pantano» y criticó el absoluto control de Goldman Sachs sobre Ted Cruz, Hillary Clinton y la elite de Washington, ha incluido a tres altos directivos del banco en su equipo político o
directamente en su gabinete: Stepehn Mnuchin (secretario del Tesoro), Stephen K. Bannon, (jefe de estrategia) y Gary D. Cohn (presidente del National Economic Council). Trump cuenta también con más multibillonarios (propietarios de patrimonios superiores a los mil millones de dólares) en su gobierno que en cualquier otro conocido hasta la fecha en la historia de Estados Unidos. Estos hechos son también síntomas del capitalismo político al que me refería anteriormente.
William K. Black, un antiguo regulador estadounidense del sistema bancario, dijo que el modelo de negocio de Wall Street se había convertido en pura actividad delictiva. Yo he afirmado también, que cuando se habla de innovación financiera, se debería hablar, siguiendo a Black, de criminovación financiera, de innovación financiera delictiva, porque la innovación se utiliza para perseguir objetivos predatorios y explotadores. Existe un enorme y amplio resentimiento respecto a esta situación, especialmente cuando la respuesta pública a tal comportamiento es únicamente la imposición de multas (contempladas simplemente como el
coste de hacer negocios y conseguir beneficios mucho mayores) y no de penas de prisión, lo cual ha alentado tanto el populismo de derecha, así como las acciones del movimiento de Ocuppy, que apuntan al 1 por 100. Regular de nuevo la actividad financiera y castigar el delito financiero deben ser dos cuestiones abordadas en cualquier rediseño institucional de la Unión Europea.
Por supuesto, cualquier rediseño institucional deber ir mucho más allá de las sanciones penales por la comisión de delitos financieros. Sin embargo, este planteamiento transmitiría a las elites financieras que su modelo de negocio debe de abandonar las actuales prácticas predatorias y la expansión insostenible del crédito y la titularización para optar por otro basado en la esencial pero aburrida actividad relacionada con las transacciones de mediación en la economía real. Y
esto, a su vez, debería suponer la reorientación de la importancia unilateral torgada por el modelo neoliberal a la reducción de costes y la maximización de los beneficios a corto plazo, para poner, por el contrario, en el centro del nuevo modelo la tarea realmente importante de promover un desarrollo social y económico sostenible, que tenga en cuenta la totalidad de los aspectos sustantivos de la apropiación y transformación de la naturaleza (incluyendo sus aspectos ecológicos) a la hora de suministrar bienes y servicios, cuya provisión, además, debe beneficiar a los menos favorecidos en vez que satisfacer las demandas de quienes están en las posiciones más privilegiadas.
En este sentido, diversas cuestiones son importantes. En primer lugar, todo planteamiento progresista de izquierda debe basarse en la crítica tanto de la ecología política como de la economía política, de modo que la sostenibilidad se convierta en una prioridad compatible con el aseguramiento de una distribución más justa de los recursos y de la renta. En segundo lugar, aunque un gran número de bienes y servicios pueden continuar siendo distribuidos mercantilmente, ello no exige que sean producidos mediante relaciones de producción capitalistas, que necesariamente subordinan el proceso de trabajo al imperativo del beneficio. En otras palabras, es importante que distingamos entre el intercambio mercantil y la producción capitalista. Un planteamiento de izquierda progresista debería limitar la generalización de la forma mercancía a la fuerza de trabajo, que no se produce como una mercancía en el seno de las relaciones de producción capitalistas para obtener un beneficio, pero que es tratada como si lo fuera, lo cual justifica describir la fuerza de trabajo asalariada como una mercancía ficticia. La izquierda también debería limitar la asignación de dinero a diversos objetivos concebidos en función del rendimiento esperado por el capital privado en lugar del bien publico, limitando así la circulación del dinero como mercancía ficticia. Merece la pena destacar a este respecto, que ya en el volumen 1 de El capital Marx había observado que la fuerza de trabajo y el dinero eran mercancías especiales y en sus análisis posteriores trató ambos como mercancías ficticias. Restricciones similares deberían introducirse respecto a la mercantilización de la tierra, que originalmente es un «don gratuito de la naturaleza» y no intrínsecamente una mercancía, y respecto al conocimiento, que también ha adquirido la forma de mercancía ficticia por la extensión de los derechos de propiedad intelectual. En suma, un aspecto importante de cualquier
estrategia de izquierda progresista debería consistir en limitar los mercados concernientes a las cuatro mercancías ficticias más importantes –la tierra, la fuerza de trabajo, el dinero y el conocimiento–, lo cual contendría la expansión de la relación capital, que depende crucialmente de estas cuatro formas de mercantilización ficticia. Por otro lado, para permitir que todo el mundo tenga acceso a aquellas necesidades consideradas socialmente vitales, que no son
todavía (o no lo son de modo óptimo) producidas y distribuidas colectivamente, debería existir una renta básica financiada tributariamente o mediante los ingresos provenientes de las empresas de propiedad colectiva. En tercer lugar, como se deriva del punto anterior, debe producirse un cambio progresivo hacia la propiedad social de las empresas que producen bienes y servicios esenciales para la vida buena (buen vivir) y, además, una reorientación hacia la valoración del tiempo libre sobre el trabajo pagado. En cuarto lugar, los desiderata anteriores implican también que deberían imponerse sanciones sobre la producción y el consumo, que
socavan la sostenibilidad, la solidaridad social y una esfera pública activa basada en las actividades de tiempo libre, en la media en que estas no se debiliten y desaparezcan paulatinamente de modo espontáneo. A esta reorientación deben contribuir los nuevos imaginarios ecológicos y sociales, que, cuando estos se hallen ampliamente afianzados, justificarán medidas como la prohibición de determinados tipos de producción, el gravamen fiscal de los mismos para financiar la renta básica y los regímenes de bienestar solidarios, así como la introducción del principio de quien contamina paga. En quinto lugar, estas medidas pueden ser puestas a prueba a escala local o regional, pero tan solo tendrán éxito a largo plazo si se generalizan, más allá del ámbito nacional, como mínimo a escala europea, y si se vinculan a proyectos macrorregionales similares existentes en otra partes del mundo. Esto implica que habrá ganadores y perdedores transnacionalmente hablando, así como en cada uno de los territorios nacionales, y que se producirán transferencias de recursos importantes entre estos para revertir décadas de desarrollo desigual promovido por la lógica del capital y, más recientemente, por la imposición política del neoliberalismo. Como han mostrado diversos estudios empíricos, las desigualdades crecientes dañan no solo a los sectores, hogares y
categorías sociales más pobres y marginados de la sociedad, sino que también crean estrés y tensión entre quienes gozan de una posición de desahogo material (los pudientes y los muy pudientes). Estas desigualdades también reducen la predisposición de grupos mayoritarios de la población a hacer sacrificios por los individuos, hogares y categorías sociales más pobres y marginales, porque esos mismos grupos se perciben (correctamente) perjudicados respecto a las elites más ricas y aventajadas y creen que estas pueden eludir muy fácilmente sus responsabilidades sociales a la hora de contribuir a un orden socioeconómico más sostenible y socialmente más justo. En sexto lugar, para estimular el florecimiento de esta forma de solidaridad entre los ciudadanos debemos lanzar una acción concertada a escala global para reintegrar a los hogares, trusts y compañías transnacionales más ricos al sistema tributario. En la actualidad, es demasiado fácil para ellos evitar o evadir la fiscalidad explotando los paraísos fiscales, amenazando con organizar una huelga de capitales o presionando a los gobiernos a diferentes escalas para obtener concesiones fiscales o de otro tipo, si desean retener o atraer la inversión de capital. Todas estas actividades constriñen la capacidad de los gobiernos a la hora de gestionar el sistema tributario-financiero en beneficio de todos. En este sentido, construir un movimiento internacional en pro de la justicia fiscal y ambiental es crucial para una agenda progresista de izquierda. En séptimo lugar, ninguna de estas tareas es factible sin abordar el
déficit democrático existente en cada una de los Estados miembros, así como a escala de la Unión Europea y, de modo incluso más serio, en muchos otros ámbitos de la sociedad mundial. Sin un esfuerzo concertado para construir alianzas democráticas y revertir la creciente tendencia hacia el estatismo autoritario, el resto de componentes de este programa no puede implementarse. Y si se intentan implementar en Estados individuales, estos serán vulnerables al ejercicio de presiones externas. Esta es la principal lección que debemos extraer de los tibios
intentos de Syriza de resistirse a las políticas deflacionarias impuestas por la Troika. En octavo lugar, como habréis podido observar, ninguna de estas propuestas pueden acometerse de modo aislado, ya que son mutuamente interdependientes, lo cual no significa que todo movimiento deba comprometerse, con independencia de la escala y el lugar, en todos y cada uno de los
aspectos de este gran proyecto, porque este planteamiento pronto agotaría sus energías y compromisos. Este proyecto exige, sin embargo, una reflexión crítica sobre las implicaciones recíprocas de las luchas individuales y sobre los esfuerzos que deben realizarse para evitar que acciones locales debiliten proyectos realizados a otras escalas; y exige también pensar cómo los movimientos de mayor envergadura pueden prestar ayuda a las acciones locales en aquellos casos en que esta pueda hacer avanzar el conjunto del proyecto. Todo ello requiere redes bien
desarrolladas, que puedan generar solidaridad y comprensión recíprocas, así como suscitar un fuerte compromiso de diálogo para establecer un fundamento y un sentido comunes para perseguir este proyecto. En noveno lugar, y finalmente, al menos a los efectos de esta lista de recomendaciones confeccionada en respuesta a vuestra pregunta, debo observar que tanto vosotros como yo estamos asumiendo que los tiempos están maduros para lanzar una ofensiva estratégica por parte de las fuerzas progresistas de izquierda. Esto no es en absoluto evidente,
cuando en estos momentos el neoliberalismo resurge estratégicamente en su centro original e intenta en la actualidad o bien utilizar al populismo de derecha para debilitar a la izquierda, o bien, allí donde su éxito electoral amenaza los intereses del bloque de poder, volver a meter al genio en la botella. Así, pues, otras dos implicaciones que se desprenden de estas observaciones es que precisamos de algo similar a un frente popular para defender el espacio apto para llevar a
cabo una política progresista y que allí donde las iniciativas defensivas sean las apropiadas, estas deberían relacionarse, en la medida de lo posible, con objetivos a medio y largo plazo como los que he enumerado hace un momento.
¿Podemos utilizar la ciencia política para comprender el mundo actual y las cuestiones que estamos analizando? ¿Hacia donde pueden mirar estas para dotarse de otras visiones?
No hay un modelo único de ciencia política. Sin embargo, la ciencia política y los estudios de las relaciones internacionales predominantes durante la últimas décadas se hallan muy próximas al Estado y muestran poca capacidad o deseo de efectuar una crítica fundamental. Los estudios se limitan a investigar el Estado en torno a cuestiones específicas relacionadas con las elecciones, los partidos políticos, los movimientos sociales, las instituciones comparadas, la rendición de cuentas o los modos de gobernanza. Se trata en todos los casos de objetos
analíticos muy específicos, que como tales limitan la capacidad de efectuar una crítica más general. No contribuyen a definir una concepción general de la naturaleza del poder del Estado ni a comprender cómo este se halla ligado a la hegemonía y la dominación. Por el contrario, esta fue una preocupación primordial de Antonio Gramsci, quien, siguiendo la tradición de Niccolò Macchiavelli, intentó desarrollar una ciencia autónoma de la política con el fin de proporcionar una crítica más pertinente de las especificidades de la dominación política. Este planteamiento sirve para la tradición marxista clásica en general, de Marx y Engels, pasando por Lenin, Trotsky y Gramsci, hasta llegar a otras figuras importantes como Nicos Poulantzas, así como para la aproximación crítica a la ciencia política, la ciencia económica y los estudios sobre la gobernanza. Este conjunto de materiales constituye un enorme acervo de instrumentos analíticos del que pueden extraerse muchas lecciones importantes.
Mis propios alumnos no vienen a mis cursos, porque yo sea politólogo, sino porque soy un economista político heterodoxo, que trabaja con Marx, Gramsci y Poulantzas. ¡Ellos no se muestran interesados en estudiar ciencias políticas o ciencias económicas como disciplinas independientes! Por el contrario, quieren aprender cómo criticar el Estado y la economía política tal y como existen en el mundo real. Como politólogo heterodoxo que soy, creo que el riesgo radica, tanto teórica como prácticamente, en poner el Estado en una caja y la economía en otra, lo cual no nos permite observar las interconexiones existentes entre ambos dominios, cuestión que nos remite a uno de los aspectos más claros de las críticas marxiana y gramsciana: si mantenemos la separación fetichista entre el Estado y el mercado, entonces la lucha de clases económica se producirá dentro de los límites de la racionalidad mercantil, la rentabilidad empresarial y la competitividad económica; y, a su vez, las luchas políticas se verán circunscritas a los límites de la competición electoral democrático-liberal, que se ocupa de definir los intereses nacional-populares compartidos de los ciudadanos individuales, en vez de desarrollar proyectos políticos susceptibles de unificar a las fuerzas subalternas contra el poder social del capital. Esta separación permite que el sistema de explotación y dominación se reproduzca cuasi automáticamente mediante la compartimentación fetichista de las luchas económicas y políticas. Sin embargo, los politólogos convencionalmente mayoritarios rara vez van más allá de este separación fetichista, porque su tarea teórica es analizar el Estado, mientras
que la de los especialistas en relaciones industriales es analizar las relaciones laborales y la de los economistas analizar las fuerzas de mercado. Una ciencia política crítica no puede limitarse a realizar un análisis comparativo de las instituciones, sino que debe abordar la incrustación de lo político en la lógica más amplia de la sociedad y la articulación existente entre las diferentes instituciones y campos sociales. Y aquí podemos recurrir a la definición de Gramsci del Estado
–o, mejor, del poder del Estado– como «el conjunto integral de actividades teóricas y prácticas mediante las cuales las clases dominantes no solo justifican y conservan su dominio, sino que logran también ganarse el consenso activo de aquellos a quienes dominan». Esto nos remite inmediatamente más allá del Estado entendido como un conjunto de instituciones estrechamente definidas, para situarnos frente a otra dinámica enraizada en la naturaleza del mismo, que
pretende entenderlo como «sociedad política + sociedad civil» o, dicho de otro modo, como hegemonía revestida de coerción. Este planteamiento es ajeno a los politólogos convencionales, porque exige un aparato conceptual diferente. Creo que debemos incorporar estas hipótesis analíticas, ya que aportan un conjunto de conceptos muy útiles si quieres ser un politólogo crítico o un economista político crítico.
¿Cuál podría ser el paradigma para una ciencia política sintética del tipo que tu propones a la hora de abordar estos problemas?
De acuerdo, para responder a la pregunta voy recurrir a una tesis realmente provocadora propuesta por Nicos Poulantzas en la década de 1970: el Estado no es una cosa, el Estado no es un sujeto, el Estado es una relación social. Si partimos de esta hipótesis, que es elíptica y no inmediatamente comprensible, si afirmamos que el Estado es una relación social, nos colocamos en una dimensión muy distinta en la que se abren direcciones para la investigación y la práctica totalmente diferentes y muy fecundas. Este argumento, ciertamente, se articula bien con los
conceptos propuestos por Gramsci. Es probable, además, que Poulantzas se inspirase en la afirmación efectuada por Marx en El capital de que el capital es una relación social, lo que equivale a decir que el capital no es una cosa, sino una relación entre las personas mediada por la instrumentalidad de las cosas (El capital, vol. 1, cap. 33). Análogamente, podemos decir que el Estado es una relación social entre las fuerzas políticas mediada por las instituciones o, mejor, por la materialidad institucional del Estado, que está incrustada a su vez en un conjunto más amplio de relaciones sociales. Si partimos de esta hipótesis, entonces se abre un gran campo de análisis teórico y de investigación empírica realmente original. Igualmente, si nos tomamos en serio la tesis de Poulantzas de la naturaleza relacional del Estado o, mejor, del poder del Estado, 10 podemos constatar su interés por la existencia de tres tipos de luchas sociales fundamentales: (1) las luchas que se despliegan en el interior de los aparatos del Estado realmente existentes acerca de las políticas públicas, su aplicación y la línea política general del mismo; (2) las luchas emprendidas para cambiar la forma constitucional del Estado, por ejemplo, aquellas que modifican la constitución, las relaciones entre el poder ejecutivo, el legislativo y el judicial, etcétera; y, por último, (3) las luchas –a las que Poulantzas atribuye una gran importancia– que se producen a cierta distancia del Estado y que modifican los cálculos de «la política como el arte de lo posible» efectuados por quienes ejercen el poder estatal y por quienes se hallan
implicados, o aspiran a estarlo, en la lucha por acceder al mismo. Este tercer tipo de lucha es crucial a la hora de definir los parámetros estratégicos de la acción política en un contexto institucional y en una coyuntura política dados; versa directamente sobre la cuestión previamente planteada de cómo la izquierda puede movilizarse del modo más eficaz para influir sobre los cálculos de los líderes de la Unión Europea a escala nacional, europea y transatlántica respecto a lo que están dispuestos a renunciar a la luz de un determinado cambio en el equilibrio
de fuerzas sociales existente. La izquierda será mucho más eficaz cuando identifique los puntos débiles reconocidos de las estrategias y políticas de las clases dominantes y las contradicciones presentes en el corazón del capital y del Estado, porque estas se intensificarán cuando sean multiplicadas por una movilización social que vincule estos problemas a un proyecto de izquierda de mayor envergadura. He percibido ya preocupaciones crecientes entre los círculos
dirigentes por las desigualdades cada vez mayores de renta y riqueza y por el estancamiento secular y las tensiones que todo ello puede generar. Ligadas a un proyecto de izquierda de mayor calado, estas cuestiones constituyen fisuras en el poder del Estado, que han de ser ampliadas mediante movilizaciones realizadas a distancia de este, así como mediante la política y las luchas ordinarias para cambiar la forma del mismo. Esto es lo que significa, dicho de modo sintético, abordar el Estado como una relación social.
La izquierda clásica ha obtenido tradicionalmente en España no más del 10 por 100 de los votos. ¿Por qué Podemos, qué hace uso de Gramsci en la línea que indicas, obtiene un resultado que duplica ese porcentaje?
Sólo puedo dar una respuesta general. Si observo el surgimiento del eurocomunismo en España, Italia y Francia, de acuerdo con lo que he estudiado sobre el fenómeno durante la década de 1980, lo que puedo verificar es que surge una derecha y una izquierda dentro del proyecto eurocomunista y que la derecha acabó por ganar el pulso. Merece la pena revisar esas experiencias para extraer lecciones para el siglo XXI. Mientras que el eurocomunismo fue una respuesta a la crisis del fordismo y la socialdemocracia, ahora necesitamos ofrecer una respuesta
a la crisis del posfordismo y el neoliberalismo. Aunque no haya una conexión directa entre estos momentos, podemos comparar el espacio abierto por estas coyunturas. Aquí podemos beneficiarnos teórica y prácticamente de la creciente influencia de Gramsci, gracias a la revitalización de su pensamiento producida por la edición crítica de su obra; y, del mismo modo, de los avances de los estudios marxianos gracias a la nueva edición de la MEGA (Marx-Engels-Gesamt-Ausgabe),
que nos permite leer el corpus que ha sobrevivido de Marx sin las distorsiones introducidas por el peso muerto del marxismo-leninismo. El «descubrimiento» de
Marx y el «redescubrimiento» de Gramsci pueden ofrecernos innumerables intuiciones teóricas y prácticas útiles en la presente coyuntura, gracias a la influencia y confluencia renovadas de ambos autores.
¿Puedes extenderte sobre estos dos últimos puntos?
Sí. En primer lugar, es preciso afirmar que durante mucho tiempo la tradición dominante en el pensamiento y la práctica política marxistas se caracterizó por una interpretación muy rígida del trabajo de Marx y de sus implicaciones políticas, lo cual propició intentos de romper con estas rigideces no tanto mostrando que carecían de justificación textual o filológica, sino buscando alternativas a las mismas en otras tradiciones de pensamiento. Las mencionadas rigidices tienen
su origen en los intentos llevados a cabo por los líderes de los partidos de la Segunda Internacional y por los bolcheviques en la Comintern de establecer una versión en forma de Lehrbuch [manual] del marxismo, que pudiera ser utilizada con fines pedagógicos y disciplinarios. Esto exigía simplificación, pero condujo a la hipersimplificación. Ello puede comprobarse en la invocación fetichista del Manifiesto comunista y del «Prefacio» a la Contribución de la crítica de la economía política de 1859, que se convirtieron en puntos de referencia claves a la hora de interpretar a Marx; en los intentos de Engels de destilar el marxismo a finales del siglo XIX, lo cual condujo a un materialismo histórico más formulista, que él mismo comenzó a criticar por su dogmatismo; en la Revolución bolchevique y el surgimiento de la doctrina marxista-leninista (fosilizada todavía más durante el periodo estalinista) y en el contramovimiento del trotskismo; y en una visión generalmente empobrecida de la política, que oscilaba entre el instrumentalismo reformista (quien quiera que ocupe el gobierno puede determinar la dirección de las políticas del Estado sin necesidad de invertir previa y continuamente en la movilización popular) y la importancia acordada a las luchas económicas como el medio para incrementar la conciencia de clase. Esta situación hizo que diversos marxismos alternativos (en ocasiones denominados «occidentales») yuxtapusieran un planteamiento menos rígido, menos dogmático y menos determinista respecto a la vilipendiada tradición marxista, vilipendiada correctamente en lo que se refería al marxismo vulgar, pero no en relación con la tradición marxiana original, que en gran medida era desconocida. Ha habido dos tendencias en este sentido. En primer lugar, el descubrimiento de determinados textos clave, que supuestamente transforman completamente nuestra comprensión de Marx y del marxismo,
como los Manuscritos económico-filosóficos de 1844, La ideología alemana, los Grundrisse o los cuadernos de notas de Marx. La otra tendencia es el uso de alguna otra tradición de pensamiento para compensar los defectos del marxismo, algo que resulta especialmente claro en la amplia corriente conocida como marxismo occidental; en este último grupo se cuentan el marxismo humanista, el marxismo existencial, el marxismo hegeliano, el marxismo psicoanalítico, el posmarxismo, etcétera.
El trabajo de investigación más reciente ha sido capaz de volver al trabajo de Marx y Engels y revaluar sus implicaciones para la teoría y la práctica. Un reciente estudio realmente bueno de algunos de estos avances es el libro de Jan Hoff, Marx global: Zur Entwicklung des MarxDiskurses seit 1965 (2009), que ha sido recientemente traducido al inglés, Marx Worldwide: On the Development of the International Discourse on Marx since 1965 (2017). Mencionaré tan solo cuatro de mis ejemplos favoritos. Un tema clave es el descubrimiento de la crítica de la
ecología política por parte de Marx y de sus raíces en su crítica de la economía política del capitalismo; otro es la reconstrucción de una poderosa crítica del crédito ficticio, que anticipa muchas de las características de la acumulación dominada por las finanzas y de sus tendencias inherentes a la crisis; un tercer tema concierne al conjunto de argumentos relativos a las dimensiones no de clase de la dominación económica, política y social y a cómo estas transforman las dinámicas de la lucha política; y el cuarto se refiere a la importancia de extender
las instituciones y prácticas democráticas a una revolución exitosa. Estas observaciones no pretenden confirmar los celebérrimos dos «todos», esto es: «Todo lo que Marx dijo es correcto, todo lo que no dijo, incorrecto». En realidad, dado que pienso que el trabajo de Marx (y Engels) constituye una serie de textos clásicos, es decir, textos que plantean las preguntas justas, pero no siempre ofrecen las respuestas satisfactorias, es importante que consideremos un corpus de trabajo elaborado a lo largo de toda una vida, que intenta integrar muchos temas diferentes en un todo coherente organizado en torno a las relaciones dominantes de explotación económica y dominación política, que persisten hasta el día de hoy. Uno de los mayores desafíos al pensamiento crítico y a la acción política en la actualidad es la fragmentación del conocimiento y la búsqueda de la última moda o manía, lo cual produce amnesia, en vez de optar por el beneficio de colocarnos sobre los hombros de gigantes.
Respecto a Gramsci, la publicación de la edición crítica de los Quaderni del carcere (1975) por Valentino Gerratana ha estimulado nuevas lecturas basadas en un detallado análisis filológico de su trabajo, lo cual es apropiado por tres razones: en primer lugar, porque Gramsci estudió filología en la Universidad de Turín y la lingüística espacial e histórica que aprendió allí fue un componente crucial en su elaboración del concepto de hegemonía, incluyendo los problemas de cómo traducir indistinta y continuamente la comprensión cotidiana del mundo y los programas políticos radicales; en segundo lugar, porque Gramsci recomendaba aplicar un planteamiento filológico a la lectura e interpretación de la obra de Marx y Engels, de modo que las ideas fundamentales pudieran identificarse en el desarrollo de su pensamiento; y, por ultimo, porque Gramsci recomendaba utilizar técnicas filológicas para el análisis económico y político con el fin de mejorar la evaluación de los aspectos estructurales y coyunturales de una situación dada y
sus implicaciones para la práctica política. Disponemos ahora de estudios maravillosamente ricos de los conceptos claves de Gramsci (véase, por ejemplo, Il dizionario gramsciano, https://dizionario.gramsciproject.org) y de esclarecedores análisis inspirados en Gramsci de determinadas situaciones políticas.
Para sectores importantes de Podemos el pensamiento de Ernesto Laclau es muy importante. ¿Se hallan tus comentarios directamente relacionados con la noción de posmarxismo?
No, no se hallan directamente relacionados o, al menos, no era mi intención vincularlos. Pero los dos puntos que acabo de mencionar se aplican ciertamente a Ernesto Laclau. Su proyecto posmarxista, desarrollado con Chantal Mouffe, no logró enfrentarse seriamente con Marx, y mucho menos en los términos filológicos recomendados por Gramsci, que rechazaba toda aproximación caracterizada por el parti pris, es decir, la premisa, en el caso de Laclau-Mouffe, de que Marx era culpable de reduccionismo económico y de clase. Por otro lado, aunque Chantal Mouffe había escrito previamente cosas interesantes sobre Gramsci, ambos no
abordaron seriamente el trabajo de este último, porque pretendían demostrar que tampoco él había logrado apreciar el grado de contingencia que existe en las sociedades modernas y que, por lo tanto, no podía ofrecer un planteamiento correcto para asegurar la hegemonía en una formación social radicalmente descentrada.
Pero permitidme que retome la cuestión del posmarxismo. El posmarxismo de Laclau debemos comprenderlo como una intervención efectuada en una situación particular, que podemos caracterizar como un momento de crisis (¡una vez más!) de la izquierda, especialmente en lo que atañe al economicismo y al reduccionismo de clase. Pienso que esta coyuntura creó el espacio para las lecturas ambivalentes del posmarxismo. El término puede significar la conservación de lo que hay de más valioso en el pensamiento de Marx y de otros marxistas, que son considerados pensadores clásicos. Marx es un teórico clásico, Lenin es un teórico clásico,
Luxemburg es una teórica clásica, Gramsci es un teórico clásico, y aquí clásico quiere decir tanto que estos pensadores plantearon problemas teóricos y prácticos muy importantes en su trabajo, como que nosotros no estamos ya completamente satisfechos con sus respuestas, pero todavía seguimos creyendo que las cuestiones que plantearon son importantes y, en realidad, que son inevitables en la situación presente. Para lidiar con sus propia insatisfacción (ampliamente compartida por la izquierda de la época) ante las respuestas ofrecidas por los
pensadores marxistas anteriores más importantes, Laclau recurrió al análisis discursivo y lingüístico. Inicialmente, esto sugería que el posmarxismo pretendía enriquecer y mejorar el legado del marxismo clásico mediante la resolución o, dicho en sus términos, la disolución de los problemas y paradojas heredados del mismo con el fin de dotarlo de mayor pertinencia respecto a las nuevas coyunturas.
Sin embargo, creo que desde su primera edición en 1985 Hegemonía y estrategia socialista se ha leído, incluso por sus propios autores, de otro modo. Esta lectura postula que ya no necesitamos leer la teoría marxista, porque la teoría del discurso y la democracia radical han sobrepasado o trascendido sus argumentos y lecciones teórico-prácticas, lo cual se halla relacionado con la fuerte narrativa teleológica presente en este texto tan influyente: Marx tuvo buenas ideas, superadas por Lenin, el cual fue a su vez superado por Luxemburg y por Gramsci, cada uno de los cuales ampliaron el rango de la contingencia radical en la reflexión y la acción políticas. Sin embargo, ninguna de estas figuras pertenecientes al marxismo clásico reconoció la contingencia con suficiente intensidad, error que condenó a esta tradición a la debilidad y la ineficacia. Laclau y Mouffe serían los primeros teóricos que habrían capturado la total extensión y relevancia de la contingencia y, por esta razón, podemos olvidar a Marx, porque lo que merece la pena conservar de su legado se halla ahora integrado, de hecho superado, en el posmarxismo. En otras palabras, Marx ya no es relevante para nosotros, porque vivimos en un
mundo mucho mas complejo y contingente en el cual ya no existe un sujeto privilegiado o instituciones o esferas societales privilegiadas. Así, pues, no tiene sentido separar la esfera económica de la política o privilegiar la clase sobre otras posiciones de sujeto, dado que vivimos en un mundo en el que el espacio para la «revolución en nuestros tiempos» depende de la creación de identidades colectivas conjuntas como fundamento para la movilización política, lo cual implica que las contribuciones del marxismo clásico a la teoría y a la práctica son ahora
de interés básicamente para los anticuarios. Este cuadro se aplica especialmente a las generaciones más jóvenes, que no han estudiado (todavía) los textos clásicos y que en una sociedad posindustrial y posmarxista no ven razón alguna para hacerlo. Por otro lado, al introducir conceptos tales como populismo y democracia radical, el análisis del discurso de Laclau ha demostrado ser especialmente atractivo para la gente más joven, que quiere ser políticamente activa, casi con independencia total de la coyuntura. Esto es preocupante, porque el análisis del discurso no puede proporcionar los medios para leer las coyunturas y decidir cursos factibles de acción respecto a diferentes horizontes espacio-temporales de acción.
En realidad, si pensamos detenidamente sobre ello, nos topamos con serios problemas teóricos y prácticos. El análisis reduce las luchas económicas, políticas e ideológicas a actos de habla performativos. «La historia y la sociedad –como Laclau escribió– son un texto inconcluso». Este enfoque analítico es ciertamente útil a la hora de criticar aquellas versiones del marxismo ortodoxo, que postulaban determinadas leyes de hierro del desarrollo económico. Y a partir de esta crítica, su argumento (desarrollado con Chantal Mouffe) expande vastamente el horizonte
teórico de la contingencia histórica y, al asumir que esta es también real, expande el espacio para que los agentes produzcan efectos mediante el desarrollo de estrategias y tácticas adecuadas. Pero rechazar las «leyes de hierro» y el reduccionismo de clase no implica que todo vale y que toda acción no es solo pensable sino también factible. En este sentido, insistir, como hacen Laclau y Mouffe, en el carácter performativo de los actos de habla en un mundo social
marcado por la contingencia radical acarrea costes teóricos y prácticos. En primer lugar, como observó Marx en varias ocasiones, los hombres y mujeres hacen su propia historia, pero no en circunstancias escogidas por ellos. Además de los límites que pesan sobre los recursos discursivos y las tecnologías de comunicación disponibles, existen constricciones derivadas de las sendas de desarrollo seguidas y de las interdependencias de las organizaciones, redes, instituciones y formas sociales y las correspondientes tecnologías y modos de gobernanza presentes en contextos espacio-temporales específicos. Laclau y Mouffe tienden a ignorar estas
constricciones en pro de lo que podríamos denominar una afirmación panpoliticista» de que estructuras sedimentadas y consideradas inmediatamente obvias pueden ser repolitizadas. Esto reduce lo social a lo político e implica que la política es tan solo cuestión de generar el discurso correcto. Una cosa es observar que las estructuras tienen una historia, que son producto de prácticas sociales y que podrían haber evolucionado de modo diferente; y otra muy distinta
sugerir que las estructuras pueden ser transformadas simplemente revelando su contingencia histórica y deconstruyendo sus discursos asociados. Esto excede la afirmación de la primacía de lo político (que depende de la existencia de regiones o esferas extrapolíticas) para abolir toda distinción ontológica entre lo político y otros campos, porque la totalidad de tales distinciones se hallan constituidas semánticamente y sus fronteras son inherentemente inestables. Ello
también implica que la economía no tiene una base «material» extradiscursiva, sino que es únicamente una esfera discursivamente demarcada dentro del todo social. Las estructuras y las dinámicas económicas son los efectos de articulaciones discursivas, exactamente igual que otras estructuras. Idénticamente, no existe distinción alguna entre la posición de clase y otras
identidades o entre los antagonismos de clase y otros antagonismos, ya que todos ellos se hallan siempre ahí discursivamente constituidos. En realidad, Laclau sostiene que «todas las luchas son, por definición, políticas [….]. No hay espacio para distinguir entre luchas económicas y políticas» (On Populist Reason, 2005, p. 154). Desafortunadamente, esto significa que Laclau y Mouffe no sienten la necesidad de introducir conceptos distintivos para analizar las características históricamente específicas del modo de producción capitalista o para abordar las
características específicas de las diferentes estructuras, de los recursos estatales o del poder del Estado.
Al intentar prescindir de toda traza de esencialismo, Laclau y Mouffe vacían la economía y lo político de cualquier contenido teórico determinado. En vez de analizar los efectos de las formas sociales, las contradicciones, los dilemas, las tendencias a la crisis, etcétera específicos, sostienen que la relación capital es una pura relación política contingente. Esto hace que sus análisis económicos y políticos sean superficiales y que se basen en terminología convencional
extraída del lenguaje ordinario, de los debates sobre las diversas políticas y de los paradigmas predominantes. En resumen, a pesar de todo el autoproclamado radicalismo y bravuconería posmarxistas, este planteamiento no puede proporcionar las herramientas conceptuales o identificar los mecanismos necesarios para efectuar la crítica de la economía política o de las sociedades «modernas» en general. A lo sumo, puede contribuir a los análisis de la formación
de la identidad y la subjetivación, que son discursivamente constituidos, y de las prácticas sociales mediadas primordialmente por el trabajo mental. Incluso en estos casos, este planteamiento tiende a no prestar la suficiente atención a las cuestiones relativas a la encarnación, inscripción y mediación de los productos del trabajo mental. Al mezclar discursos y prácticas materiales y subsumir ambos bajo la rúbrica de prácticas discursivas y al tratar lo discursivo como coextensivo con el todo social, Laclau y Mouffe son incapaces de distinguir en términos materiales entre prácticas económicas, instituciones y formaciones capitalistas y no
capitalistas: todas ellas son igualmente discursivas y únicamente pueden diferenciarse mediante sus respectivas prácticas, sentidos y contextos discursivos, así como a partir de su impacto performativo. En estos términos, los intentos de constituir alianzas sociales por medio de articulaciones hegemónicas bien podrían revelarse «arbitrarios, racionalistas y voluntaristas» en lugar de «orgánicos», para usar la terminología de Gramsci (Quaderni del carcere, Q7, §19, p. 868). Pero hay una enorme diferencia entre movilizar fuerzas sociales en torno a un discurso
populista y ser capaz de traducir sus demandas en políticas concretas y en estrategias que funcionen. Después de todo, no solo la izquierda puede movilizar fuerzas sociales en torno a discursos populistas (véase el populismo de derecha); por otro lado, las clases y fracciones de clase económica, política e ideológicamente dominantes tan solo pueden sustentarse en el hecho
de que, como observó Gramsci, el poder del Estado implica la hegemonía blindada por la armadura de la coerción y, en periodos de lucha aguda, en que la guerra abierta y violenta pueda librarse contra los grupos subalternos. Nadie en España necesita que se le recuerde esto, dado el historial imperial y los periodos de dictadura que ha conocido el país.
En suma, Laclau y Mouffe han efectuado un valioso servicio teórica y políticamente al contestar el esencialismo y el reduccionismo, pero al hacerlo de un modo unilateral, que pone de relieve los aspectos discursivos de las relaciones sociales, no han logrado proporcionarnos nuevos conceptos para abordar las características no discursivas específicas de las relaciones sociales sedimentadas y los obstáculos planteados a la práctica política por estructuras que se han sedimentado por razones materiales, objetivas, y no meramente porque (todavía) no se hayan
deconstruido y hayan contestado discursivamente. Esto arruina las distinciones propuestas en los análisis de coyuntura efectuados, entre otros, por Marx, Lenin, Gramsci o Poulantzas entre las estructuras heredadas, los conjuntos institucionales, el equilibrio de fuerzas y el momento presente.
En esta línea de reflexión sobre el pensamiento de Laclau y Mouffe, ¿cuál crees que es el concepto de hegemonía que necesita la izquierda para organizar una política realmente antisistémica en el momento histórico actual?
Creo que tenemos que volver a Gramsci, considerado como un pensador clásico, y retomar su trabajo en una dirección diferente a la de Laclau y Mouffe. En cuanto al concepto de hegemonía, hay dos alternativas principales. Una, propuesta por ellos, postula que ganar la hegemonía es simplemente una cuestión de articulación, es la capacidad de articular mediante discursos de equivalencia y/o diferencia diversas identidades e intereses en torno a un punto nodal, que proporcionará una base para la movilización política. Y otra alternativa, en mi opinión más fructífera, que plantea la necesidad de crear una relación orgánica entre proyectos y visiones hegemónicos y lo que existe in potentia en la formación social integralmente
considerada. La declaración más perspicaz enunciada por Gramsci a este respecto es que existe una diferencia enorme entre las ideologías que son «arbitrarias, racionalistas y voluntaristas» y aquellas que son «orgánicas». Ello implica que ganar la hegemonía no supone solo articular habilidosamente una pluralidad de identidades e intereses (después de todo, todo tipo de articulación es posible, pero la mayoría de ellas son arbitrarias, racionalistas y voluntaristas), sino también ligarlas a lo que existe in potentia en el momento presente y podría realizarse
mediante formas apropiadas de movilización social. No es únicamente una cuestión de ganar los corazones y las mentes –ni siquiera del «pueblo» concebido como un todo contra el «bloque de poder» u otro «enemigo del pueblo»–, sino de traducir la hegemonía en políticas efectivas y de consolidar el consentimiento mediante concesiones y recompensas materiales, así como mediante de apelaciones políticas, intelectuales y morales. Esto requiere comprender cómo
funcionan los ordenes económicos y políticos y cómo pueden ser reorganizados en una coyuntura específica a fin de crear las condiciones propicias para un consentimiento activo o para una revolución pasiva. La contestación social también ocurre en campos específicos de lucha. Por ejemplo, en los Quaderni del carcere Gramsci identificó la existencia de una diferencia fundamental entre la lucha política y la lucha ideológica. En la lucha política, deberíamos atacar al enemigo en sus puntos más débiles; en la lucha ideológica, atacamos al enemigo en su punto más fuerte. En el contexto italiano, ello significaba atacar a Benedetto
Croce, un sobresaliente intelectual público, antes que a algún profesor de provincias. A su vez, la lógica de las luchas económicas difiere de la de las luchas políticas e ideológicas. Estas tres formas de lucha son necesarias para establecer lo que Gramsci denomina un bloque histórico (blocco storico), esto es, una configuración en la que la estructura (base) y la superestructura se hallan en una situación de armonía orgánica. Se trata de una referencia a la definición de bloque
histórico, que no debe ser confundida con el concepto de bloque de poder, mediante la cual Gramsci rechaza la interpretación economicista de las relaciones base-superestructura contenida en la «Introducción» a la Contribución a la crítica de la economía política de 1859 para postular en su lugar la coevolución y acoplamiento estructural de ambas, que producen un conjunto coherente de relaciones económicas, jurídico-políticas e «ideológicas». Un bloque histórico está dotado de lo que Poulantzas denomina «materialidad institucional», es decir, se
halla sostenido por un conjunto de instituciones, aparatos o dispositivos, que operan de un modo estructural y estratégicamente selectivo para privilegiar determinadas fuerzas sobre otras sin que esto las haga invulnerables al desafío o la transformación. Los efectos correspondientes de una estructura son los derivados de la interacción de los diferentes conjuntos de relaciones sociales
que la comprenden y que no puede ser atribuidos a una única relación social, conjunto de relaciones, instituciones, aparatos y dispositivos sociales considerados aisladamente. El problema de la «emergencia» constituye un desafío tradicional al individualismo metodológico y yo lo he discutido en profundidad en mis escritos sobre el realismo crítico, el enfoque estratégico-relacional y otros temas conexos. Así, pues, como Gramsci observaba en sus análisis del americanismo y del fordismo, un nuevo bloque histórico implica la intervención en la organización de la producción, de la esfera política y de la sociedad civil. En realidad, Gramsci
sostenía que la hegemonía nace en la fábrica gracias a sus modelos organizativos tayloristas y fordistas (americanismo) y se fortalece mediante el desarrollo de todo un modo de vida fordista, que afecta a la familia, al hogar, a los regímenes de negociación colectiva, a las nuevas formas de bienestar social y a los nuevos tipos de intervención estatal. Idéntico desafío existe hoy a la hora de construir hegemonía, entendida como liderazgo, político, intelectual y moral, en las
formaciones sociales posfordistas, sean estas neoliberales y dominadas por las finanzas, o se hallen más orientadas hacia la creación de una sociedad basada en el conocimiento y sustentada en la movilización del general intellect. También se plantea ese desafío en relación con las alternativas al neoliberalismo o, como se dice en América Latina, al posextractivismo y al posneoliberalismo.
A la luz de esta discusión, ¿cómo crees que podríamos comenzar a crear los nuevos sujetos políticos capaces de enfrentarse al actual régimen de acumulación y al vigente modo de reproducción capitalista?
Esto requiere una comprensión correcta de la coyuntura y esta es otra de las lecciones, que pueden aprenderse de Marx. En mi opinión, en El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte (1851-1852) Marx ofrece una serie de análisis de coyuntura sin parangón, porque en el mismo texto explora las tendencias económicas a largo plazo, los cambios institucionales acaecidos en el Estado, los cambios producidos en el equilibrio de fuerzas, los sucesivos momentos registrados en la evolución de la escena política, así como los recursos que se hallan a disposición de las diversas fuerzas políticas para movilizarse e intervenir en esas coyunturas. Gramsci ofrece análisis de coyuntura similares desde mediados de la década de 1920 (por
ejemplo, las «Tesis de Lyon», escritas en 1926 sobre la situación en Italia) y explica sus fundamentos teóricos y metodológicos en los Quaderni del carcere. Gramsci estaba especialmente preocupado por la cuestión de cómo analizar (1) la «estructura» –el término que él emplea para referirse a lo que el marxismo clásico denomina la base económica–, que forma una configuración refractaria, estable y que no cambia demasiado; y (2) «la relación de las fuerzas políticas», que se desarrolla desigualmente dependiendo de la fragmentación o unidad relativas de los grupos sociales y de sus recursos para librar una lucha económica, política e
intelectual unificada. En una vena similar, Nicos Poulantzas analizó el surgimiento del fascismo durante las décadas de 1920 y 1930 y la crisis de las dictaduras del sur de Europa (Grecia, Portugal, España) durante la de 1970. El fascismo fue posible, en parte, por el fracaso de la Comintern y de los partidos comunistas nacionales a la hora de evaluar la amenaza del movimiento fascista y la concentración de fuerzas posterior en el combate contra los socialdemócratas. Las dictaduras no colapsaron por las luchas de masas que atacaron directamente al Estado, sino porque estas intensificaron las contradicciones internas presentes
en el seno del bloque de poder.
Este tipo de análisis es el que necesitamos en la coyuntura actual. ¿Qué no puede ser cambiado en el futuro inmediato.? ¿Cuál es el nivel de desarrollo de las fuerzas materiales de producción? ¿Cuál es la estructura regional y urbana? ¿Cuál es la composición de la población? ¿Cómo se halla inserta España en el mercado europeo y en el mercado mundial? ¿Cuál es la relación entre el País Vasco y Andalucía o Madrid en el contexto de la economía y del orden político españoles? Tales análisis revelan los límites estructurales e institucionales vigentes sobre la
acción política, que bloquean la realización de objetivos a largo plazo, mostrando el grado en que estos son arbitrarios o realistas. ¿Qué puede lograrse y qué no puede lograrse por medios legales, sea por cuestiones que atañen a las relaciones de propiedad o por las prerrogativas que el Parlamento asume en relación con las autoridades locales, etcétera? ¿Cuál es la relación actual entre las fuerzas políticas, las organizaciones formales e informales, los movimientos sociales y las luchas populares? ¿Qué podemos lograr ahora y cómo podría esto facilitar pasos
más radicales en el futuro?
Otra cuestión esencial es si la ofensiva estratégica de la burguesía puede ser subvertida realmente en el momento actual mediante una ofensiva estratégica protagonizada por las clases subalternas o las fuerzas populares. ¿O es este tan solo un momento en el que las fuerzas neoliberales están obligadas a tomar medidas defensivas tácticas en el marco de una continua ofensiva estratégica? Si el ultimo supuesto es el caso, como yo creo, ¿es entonces posible que las fuerzas de izquierda y populares lancen una ofensiva táctica con la intención de cambiar el
equilibrio de fuerzas? Por supuesto, «podemos». ¿Podemos ir más allá de las movilizaciones defensivas para proteger a la gente de los desahucios con el fin de desarrollar un ofensiva táctica de carácter más general? Esto es lo que me parece que está en juego en las acciones de Syriza, Podemos y el Partido Laborista bajo el liderazgo de Jeremy Corbyn: la movilización de movimientos sociales detrás de una iniciativa política de partido concebida con la intención de alterar el equilibrio de fuerzas dentro y más allá del Estado. Las perspectivas de éxito dependen
de la capacidad de identificar no únicamente las identidades y los intereses que movilizarían a los grupos subalternos, sino también los puntos débiles del proyecto neoliberal, de sus políticas y de los efectos que todo ello ha producido hasta la fecha. Las propias elites neoliberales perciben estas debilidades. Tiene sentido, por lo tanto, intentar dividirlas organizando la movilización sobre cosas que les asustan incluso a ellas y ligar esto con nuestros propios objetivos a medio plazo a fin de prepararnos, del mejor modo posible, para lanzar un ataque estratégico cuándo y dónde las contradicciones internas del bloque de poder se hagan visibles. A
partir de una buena lectura de las contradicciones presentes en este último y de las tendencias inherentes a la crisis del momento actual, disponemos de un análisis pertinente para pensar cómo conectar las luchas de masas, las luchas de los partidos políticos y las luchas de los movimientos sociales con estas debilidades y vulnerabilidades, lo cual creará el espacio necesario para organizar un ataque estratégico más amplio en el momento apropiado.
¿No es posible que la intensificación de las contradicciones provoque el surgimiento masivo de un populismo de derecha como podemos observar en Alemania (Allianz für Deutschland), en
Francia (Front National) y en Estados Unidos (Donald Trump)? ¿No sería necesario pisar el freno de emergencia de la historia, cortar la mecha antes de que la chispa llegue a la dinamita, por decirlo con las palabras que Walter Benjamin utilizó en su libro Einbahnstraße [Dirección única] publicado en 1928?
Como dije anteriormente, las lecciones del análisis del discurso de Laclau y Mouffe no se dirigen tan solo a los ojos y los oídos de la izquierda. Otros pueden aprenderlas también o reelaborarlas para su propio uso sin necesidad de penetrar en textos con frecuencia densos. Lo mismo se aplica a las recomendaciones de Benjamin en cuanto a la organización del pesimismo: la derecha puede pretender cortar la mecha de la revolución de idéntico modo que la izquierda puede desear pisar el freno para detener el tren desbocado del populismo de derecha o de la
crisis ambiental. Esto puede observarse también en el hecho sorprendente de que los neoliberales hayan aplicado las intuiciones de Gramsci sobre la necesidad de una guerra de posiciones de modo mucho más eficaz que los eurocomunistas u otros grupos de izquierda. Como dijo en una ocasión Milton Friedman en su libro Capitalism and Freedom (1962): «Únicamente una crisis –real o percibida como tal– produce un cambio real. Cuando esa crisis se produce, las acciones que se emprenden dependen de las ideas que circulan en ese entorno. Esa, creo, es nuestra función básica: desarrollar alternativas a las políticas existentes y
mantenerlas vivas y disponibles hasta que lo políticamente imposible se haga políticamente inevitable». O como Rahm Emanuel, director del equipo de transición de Obama, declaró en 2008 a Bloomberg TV: «Nunca te puedes permitir el lujo de desperdiciar una crisis». El fundamentos político e ideológico del populismo de derecha y del neoliberalismo ha sido cultivado durante décadas por partidos políticos, intelectuales, medios de comunicación de masas, think tanks y diversos aparatos del Estado.
En cierto sentido, por consiguiente, la cuestión que planteáis llega demasiado tarde. Al igual que las advertencias de Benjamin fueron ignoradas durante las décadas de 1920 y 1930, las oportunas advertencias sobre el populismo de derecha o sobre el cambio climático han sido ignoradas desde la década de 1970. En realidad, la celebración de la política de la identidad y la correspondiente construcción del yo mediante el consumo individual y las opciones ligadas al
estilo de vida contribuyeron a encender la mecha, sustrayendo la atención de la crítica de la economía política (que debería incluir la crítica de la ecología política) y de los peligros del neoliberalismo. A su vez, el fracaso de los partidos convencionales a la hora de abordar el daño económico, social y medioambiental causado por el neoliberalismo y su impacto sobre la precarización y la marginación de individuos, hogares, industrias, ciudades y regiones ha creado las condiciones para el populismo de derecha, así como para los partidos-movimiento social
como Syriza, Podemos y otros grupos antiausteridad. Por supuesto, es mejor organizar el pesimismo, por utilizar otra frase de Benjamin, que caer en el fatalismo, pero ello requiere prestar una cuidadosa atención al equilibrio de fuerzas y al espacio existente para la construcción de alianzas económicas y políticas.
Para entender todo esto, ¿necesitamos primero distinguir entre la política y la economía?
Sí y no. Sí, en tanto que no podemos derivar directamente de la situación económica lo que está ocurriendo o podría suceder en el plano político. Ambas lógicas no son isomórficas y tienen sus propias dinámicas. Pero permitidme desarrollar esta cuestión un poco más. Las crisis económicas ocurren de forma muy regular. Alan Freeman, un importante economista heterodoxo, afirmó en cierta ocasión que la economía neoclásica contempla el capitalismo como algo eterno y las crisis como accidentales. Desde la izquierda, debemos pensar el capitalismo como una fase en el desarrollo de la sociedad humana y mostrar que las crisis son sistémicas. Sin embargo, como el capitalismo genera crisis económicas regularmente, la clase capitalista ha encontrado, mediante un proceso de prueba y error, formas para gestionarlas durante un determinado periodo de tiempo. Las cosas se ponen serias cuando una crisis económica se combina con una crisis política. Para comprender por qué esto es así, debemos distinguir lo
económico y lo político y, después, considerar cómo se articulan. Si lo que estamos
experimentando hoy es una crisis económica, pero no una crisis política, entonces la luchas económicas para mejorar la situación y proteger los intereses de los grupos subalternos son una prioridad fundamental en el corto plazo. Pero si esta se combina con una crisis política, entonces las prioridades y posibilidades en el corto plazo son muy diferentes Por ejemplo, si observamos la crisis económica estadounidense de 1929, que se extiende hasta finales de la década de 1930,
esta fue más severa que la crisis económica que golpeó a Alemania durante esos mismos años. En Alemania, sin embargo, la crisis económica coincidió con diversas crisis políticas, que abrieron el camino al nazismo, mientras que las lucha políticas en Estados Unidos condujeron al New Deal. Si ahora consideramos el sur de Europa, la simultaneidad de la crisis económica y política se manifiesta ahí más intensamente que en el norte del continente, lo cual abre espacio para diferentes tipos de movilización e intervención. Dicho esto, debemos distinguir también
entre la dinámica de la crisis económica y la dinámica de la crisis política y estudiar cómo interactúan. En realidad, como Gramsci y, antes de él, Marx, Engels y Lenin, observaron, existe más de un tipo de crisis política. Entre ellas podemos mencionar las crisis de representación (la división entre los líderes de los partidos o el sistema de partidos y sus bases sociales); las derivadas de los fracasos cosechados por la aplicación de políticas específicas, de los diversos modos de gobernanza o las formas de intervención estatal (lo que Habermas denomina una crisis de racionalidad); las crisis de legitimidad o de autoridad política; las crisis fiscales y
financieras, etcétera. Reconocer que esta no es una crisis genérica del Estado en general, sino una crisis múltiple que afecta a las formas específicas de Estado o de régimen político, con importantes dimensiones fiscales y financieras, abre la posibilidad de intervenciones tales como los presupuestos participativos y la supervisión popular, la persecución de la corrupción, etcétera. Además, como esta es también una crisis de representación, podemos pensar en cómo reorganizar el sistema de partidos y el sistema electoral. Si nos estamos enfrentando a una crisis de legitimidad, se plantean cuestiones sobre cómo superar el déficit democrático, sobre qué reformas institucionales son necesarias para transformar la esfera política y de qué modo podría hacerse todo ello, de forma que pudieran crearse recursos y lanzarse iniciativas para superar la crisis económica no a favor del capital, no a favor del capital financiero, sino a favor de los trabajadores, los desempleados, los destinatarios de las políticas sociales, etcétera.
Los problemas de la democracia representativa, ¿tienen que ver con los problemas endógenos del sistema político o reflejan los problemas del neoliberalismo?
Esta pregunta nos remite a mis comentarios anteriores sobre el neoliberalismo: aunque los partidarios del neoliberalismo afirmen que sólo están liberando las fuerzas del mercado, de hecho es la primacía de lo político lo que está en juego. El «libre mercado» y el «Estado fuerte» se hallan profundamente interrelacionados. Quienes apoyan el neoliberalismo no pueden permitirse la democracia –y menos aun en periodos de crisis–, porque esta generaría demasiada presión popular para revertir las reformas neoliberales. Y por esta razón están intentando situar un número cada vez mayor de decisiones claves totalmente al margen del ámbito de la toma democrática de decisiones, como observamos con las negociaciones sobre el TTIP (Transatlantic Trade and Investment Partnership) y el TISA (Trade in Services Agreement). La pauta general en este sentido es que la importancia, el número y el poder de los organismos que no rinden cuentas a nadie son cada vez mayores (el Banco Central Europeo no rinde cuentas ni siquiera a la Comisión Europea, por no hablar a los ciudadanos de Europa; la Troika no las rinde ante el Estado o el pueblo griegos, etcétera); y que las negociaciones sobre los asuntos
cruciales, que afectan a la soberanía y el control populares, se producen rodeadas del mayor secreto, mientras las decisiones judiciales se privatizan. Todo ello constituye una parte importante de este modelo. Pero debemos reconocer que incluso antes de la llegada del neoliberalismo hay algo inherente a la naturaleza de la forma partido y de la política parlamentaria, que introduce un vacío entre los representantes y el electorado. Hay un refrán francés muy conocido que dice: «Tienen más en común dos diputados aunque uno de ellos sea comunista, que dos comunistas cuando uno de ellos es diputado». Y esto es así, porque estos forman parte del club de parlamentarios, se identifican entre sí, defienden juntos sus privilegios, etcétera. Entonces, si contamos con un régimen de democracia representativa, corremos el riesgo de que se creen las condiciones para que se imponga la ley de hierro de las oligarquías de Michels. Una de las cuestiones presente en los debates de la izquierda sobre el parlamentarismo durante el siglo XIX era la de cómo mantener la presión popular sobre los representantes, no
sólo a través del sistema de partidos, sino también a través de los sindicatos y los movimientos sociales. En este sentido, Gramsci y Poulantzas insisten en la necesidad de mantener algún tipo de equilibrio entre la democracia representativa, que garantiza la autoridad nacional y otorga el control de determinados recursos de gestión del Estado (presupuestos, potestad tributaria, etcétera), y las formas de democracia directamente basadas en la movilización popular y efectuadas a cierta distancia del mismo, que obliguen a los parlamentarios a ser más honestos y
a rendir cuentas de modo más riguroso ante el electorado. Aquí, de nuevo, si analizamos el trabajo de Gramsci sobre los partidos políticos, comprobamos que indica nítidamente que estos siempre se hallan conformados por un estrato de elite, por un estrato intermedio, compuesto por los organizadores y los burócratas, y luego por las bases y los simpatizantes. Si no se logra articular bien este equilibrio, el partido no funciona como un órgano de democracia. Así, la democracia, a escala nacional o global, no solo requiere una oposición bien organizada frente al gobierno, sino también la existencia de una oposición interna en los propios partidos, si bien en el marco de un conjunto de objetivos compartidos. La existencia de democracia interna y la creación de un espacio para los movimientos sociales es muy importante en este sentido.
Pasemos a analizar la cuestión de la selectividad estratégica, es decir, la posibilidad del Estado de optar por ciertas políticas o de abandonar otras, porque es un problema realmente importante para la implementación de una política alternativa, de políticas públicas alternativas. Dentro del Estado representativo, ¿tenemos la posibilidad de luchar contra esa selectividad estratégica del Estado?
Creo que esta cuestión puede surgir de un posible malentendido. Para mí, el concepto de selectividad estratégica no significa que el Estado elija qué estrategias sigue como si se tratara de un sujeto racional o fuera el instrumento neutral de aquellos que ocupan los puestos de mando del mismo. Puedo explicar esto refiriéndome a las diversas posiciones presentes en la teoría del Estado. Existe una poderosa pero inadecuada tradición, que afirma que la estructura del Estado se limita funcionalmente a perseguir los intereses del capital. El instrumentalismo es
otra de esas tradiciones inadecuadas, que puede ilustrarse recordando a Harold Wilson, primer ministro laborista británico entre 1964 y 1970 y entre 1974 y 1976, a quien en cierta ocasión le preguntaron: «¿No le preocupa que los funcionarios del Departamento del Tesoro o del Banco de Inglaterra puedan bloquear la implementación de sus políticas radicales?». A lo que Wilson contestó: «No, yo entiendo el Estado como un automóvil, quien lo guía puede conducirlo hacia
la izquierda o hacia la derecha, y yo tengo la intención de conducirlo hacia la izquierda». Ni siquiera el propio Wilson aceptaba totalmente esta opinión optimista. Él había observado que el Tesoro defendía la ortodoxia fiscal y presupuestaria y que estaba más preocupado por defender los intereses comerciales y financieros de la City de Londres, que los de las zonas industriales
del país. Durante su primer mandato creó un Departamento de Asuntos Económicos, cuya responsabilidad específica era planificar el crecimiento económico. No se lanzó iniciativa alguna, sin embargo, para reducir el poder del Tesoro. Durante aproximadamente un año el nuevo Departamento cosechó algunos éxitos, pero cuando la crisis financiera de 1967 dio al Tesoro la oportunidad de reclamar su tradicional poder a la hora de intervenir en una situación de emergencia económica, aprovechó el momento para marginar a su rival en nombre de la gestión a corto plazo de esta. Este caso ilustra las asimetrías de poder existentes en el aparato del Estado, cómo estas varían con la coyuntura y lo difícil que es sostener estrategias económicas alternativas frente a la crisis, cuando las fuerzas sociales que se hallan fuera del Estado son incapaces de movilizarse para defenderlas.
Estas observaciones nos remiten al planteamiento estratégico-relacional, que yo desarrollé basándome en Marx, Gramsci y Poulantzas, y que nos ofrece una tercera opción. Postula que esos sesgos y asimetrías se hallan incrustados en la estructura del Estado, lo cual hace que determinadas fuerzas logren más fácilmente el acceso a este que otras, que los altos cargos públicos persigan más cómodamente determinadas políticas en vez de otras, que sea más sencillo que se impongan unos horizontes espacio-temporales de acción que otros, etcétera. No existe garantía alguna en la estructura de las agencias estatales de que siempre persigan los intereses del capital, especialmente porque es difícil saber cuáles son estos en una coyuntura dada, más allá de ciertas banalidades como la supervivencia a largo plazo de la relación capital, pero sí podemos reconocer determinadas asimetrías inherentes al Estado. Esto no significa que, dado un equilibrio de fuerzas favorable, el cambio radical sea imposible, especialmente cuando una crisis descabala el orden de cosas existente. Pero, antes que pensar en una respuesta ad hoc
a una crisis económica o política, debemos disponer de un conjunto claro de estrategias vinculadas a un proyecto a largo plazo, que puedan crear las condiciones para el cambio radical. Así, cuando hablo de selectividad estratégica del Estado este es otro modo de decir que el Estado es una relación social. Este planteamiento exige un análisis muy detallado de lo que es y no es factible en un horizonte temporal dado, de los grupos que ganan y pierden, de la implementación de proyectos políticos y políticas públicas particulares, de los proyectos
estatales que pueden implementarse en el momento presente y de aquellos cuya implementación es más difícil en la actualidad. A partir de este planteamiento, deberíamos preguntarnos cómo reorganizamos o reformamos el Estado de modo que un proyecto de izquierda sea más factible que un proyecto neoliberal. Y, refiriéndonos a los tres tipos de lucha identificados por Poulantzas, debemos preguntarnos también cómo podemos alterar el equilibrio de fuerzas para
mantener la presión desde el exterior del Estado para apoyar las políticas que pueden contar con los éxitos obtenidos a corto plazo para provocar la transformación sostenible a largo plazo en el contexto más amplio de la formación social.
Una observación al respecto, porque tal vez no estemos totalmente de acuerdo contigo. Cuando vemos la situación de Grecia, de América Latina o incluso aquí en la alcaldía de Madrid, descubrimos la práctica imposibilidad de realizar cambios estructurales. Creemos que el Estado es una relación social con dos temporalidades, una referida a cómo se solventan los conflictos sociales aquí y ahora y otra referida a cómo se han solventado en el pasado. Y la solución de esta relación social a lo largo de estos últimos doscientos años, la victoria de los ricos sobre los pobres, de los hombres sobre las mujeres, de los blancos sobre los negros, de los empresarios sobre los trabajadores, han dejado sus huellas congeladas en los aparatos del Estado, de maneras que casi determinan su lógica. Y esto es lo que explicaría por qué se puede girar el volante hacia la izquierda o hacia la derecha, mientras que el mencionado coche sigue su camino sin apenas variar la dirección.
Cuando citaba a Harold Wilson era para ilustrar y luego rechazar su concepción instrumentalista del Estado. El Estado no es una simple herramienta, instrumento o máquina, que puede ser utilizado para cualquier fin o propósito no importa por quien. Incluso Wilson reconocía esto cuando intentaba sortear o debilitar la influencia del Tesoro mediante el establecimiento de un nuevo ministerio dotado de nuevos poderes y de una nueva área competencial. Yo estoy proponiendo una tercera opción entre el estructuralismo fatalista y el instrumentalismo voluntarista. Para decirlo de nuevo, esta opción se remite a la concepción estratégico-relacional
del Estado como una relación social, una relación entre las fuerzas políticas mediada por la materialidad institucional del sistema estatal. Los ejemplos que mencionáis en vuestra pregunta nos enseñan precisamente que el Estado no es un mero instrumento. Esto no significa, sin embargo, que el Estado en Madrid o en España o la Unión Europea se hallen estructural y permanentemente comprometidos al servicio de los intereses del capital o del capital financiero,
porque una vez que abrimos la caja negra del Estado y examinamos su lógica interna y su modus operandi, siempre encontramos puntos débiles, divisiones y contradicciones internas. No existe garantía alguna de que actuará de forma unificada: podemos observar encontronazos entre los poderes civil y militar o, de nuevo, entre los aparatos del Estado que gestionan asuntos económicos y aquellos implicados en la gestión de las políticas sociales. Y así sucesivamente. El Estado no es un sujeto racional (pocos lo creen hoy en día) ni una máquina preprogramada
para servir habilidosamente y en todas las ocasiones a los intereses del capital. Es una relación social enmarañada en contradicciones, dilemas, tensiones y antagonismos. Precisamos de un análisis de sus puntos débiles, no tratarlo como algo «congelado» en el tiempo. Quizá no podamos controlar inmediatamente los ministerios económicos o financieros más poderosos, pero si tal vez el Ministerio de la Mujer o el de Cultura o el de Asuntos Sociales; podría tratarse de un programa social dirigido a la población mayor o a los migrantes, etcétera. La clave es
producir un cambio en el equilibrio de fuerzas ligado a competencias específicas de estos aparatos para construir a continuación sobre los éxitos cosechados en estos campos otras iniciativas o para movilizar el apoyo que asegure el éxito de esas políticas, cuando se produzcan resistencias contra las mismas. Podemos pensar en cómo cambiar el equilibrio de fuerzas dentro del Estado entre o a través de sus funcionarios, ministerios y departamentos. Creo que uno de los puntos importantes, que es olvidado con frecuencia, es que en ocasiones es mejor intentar
hacer algo y fracasar para después extraer las lecciones pertinentes de este fracaso, que no experimentar nunca con la implementación de políticas públicas radicales. Podemos aprender de ese fracaso y hacerlo mejor la próxima vez en lugar de caer en un fatalismo que confirma el statu quo.
Pero los fracasos pueden costar muy caros.
Sí. Los experimentos deben escogerse, por lo tanto, a la luz de un riguroso análisis de coyuntura. Esto es especialmente importante para las fuerzas que pretenden «construir el presente y la historia del futuro» y no, simplemente, reinterpretar el pasado (Quaderni del carcere, Q §13, 17, pp. 1580-1581). No estoy diciendo que debamos comenzar para deliberadamente fracasar, sino que pueden extraerse lecciones del fracaso. Puedo explicar esto refiriéndome a la distinción establecida por Althusser, en su discusión de la filosofía espontánea de los científicos, entre la validez científica y la corrección coyuntural. Podemos tener un análisis científicamente válido de la actual fase del desarrollo del Estado, de la evolución de la economía o de las razones de la crisis, pero desarrollar estrategias y políticas exige no solo conocer dónde estamos y cómo llegamos a esta situación, sino también que sendas de futuro pueden ser posibles, lo cual implica una reflexión razonada sobre el futuro: ¿qué existe in potentia y cómo podríamos realizar este potencial? Esto no es tan solo una cuestión de análisis científico, si es que lo es, porque sin emprender acciones para realizar lo que actualmente existe in potentia, estos potenciales pueden no surgir nunca. La acción política es una apuesta
especulativa sobre el futuro, un intento de practicar el arte de lo posible, sabiendo que la acción política es necesaria para hacer realidad lo que de otro modo seguiría siendo pura especulación. Si nosotros decimos: «No podemos conseguir nada, estamos derrotados», todo lo que existe potencialmente, los objetivos alcanzables en un horizonte espacio-temporal dado, nunca serán perseguidos y, por consiguiente, quedarán irrealizados. Y aquí debemos evitar dos tentaciones
identificadas por Gramsci, que son la sobreestimación fatalista de las causas mecánicas y la exageración voluntarista de lo que puede lograrse mediante la mera voluntad individual o colectiva. A este respecto, Gramsci puso de relieve, en diversas ocasiones, la importancia de identificar la relación existente entre los aspectos estructurales y coyunturales del momento actual. Poulantzas suministró dos ejemplos de tales errores. Uno era la irracional creencia de la Comintern de que el fascismo era un desesperado intento de última hora de rescatar al capitalismo y que, por consiguiente, era más importante combatir a los socialdemócratas como
herederos rivales que batallar contra un movimiento fascista condenado, cuyo fin estaba cerca. Este diagnóstico irracional de la coyuntura contribuyó al auge y la consolidación del fascismo. El otro ejemplo se refiere al colapso de la dictadura militar griega en 1975. Algunos comunistas griegos pensaron que ello significaba que la revolución socialista constituía una perspectiva inmediata y, por consiguiente, dejaron de apoyar a las fuerzas burguesas liberales a la hora de
consolidar la democracia, lo cual abrió espacio para el resurgimiento de las viejas elites. En resumen, sin un riguroso análisis de la coyuntura es posible cometer errores tácticos y estratégicos muy costosos, que pueden alimentar a las fuerzas reaccionarias e incluso contrarrevolucionarias. Sin embargo, exagerar este riesgo es validar el statu quo y eludir el campo de batalla. La alternativa es apostar por un análisis razonable del momento presente, realizar esfuerzos para probar los límites de la acción política, consolidar los éxitos y aprender lecciones valiosas para la acción futura.
¿Cuál es la relación entre los distintos modelos territoriales de Estado y la construcción de nuevos bloques sociales o nuevos proyectos políticos hegemónicos en el contexto actual de crisis sistémica del capitalismo?
Esta pregunta abre toda una serie de cuestiones. En primer lugar, permitidme criticar la tendencia a creer, siguiendo a Max Weber entre otros, que el Estado moderno es un aparato coercitivo que afirma el monopolio legítimo de la violencia en un territorio dado habitado por una población sujeta a su dominio. Aunque el territorio constituye una dimensión importante –definitoria en realidad– del poder estatal, no debemos olvidar el resto de dimensiones de la organización socioespacial. Existe también el espacio de los flujos, que atraviesan las fronteras
territoriales; existe una multiplicidad de lugares, sitios, barrios, ciudades, regiones, etcétera; y toda una serie de redes que conectan actores a través del territorio, el lugar y la escala. Si interpretamos las luchas políticas estrictamente en términos de su anclaje e impacto territoriales a la hora de influir sobre el ejercicio del poder territorial soberano, considerado este como algo fijo e inmutable, entonces nos encerramos en un modelo muy obsoleto de Estado y de poder estatal. Incluso la ciencia política convencional, que yo criticaba anteriormente, reconoce esto
cuando pone de relieve y analiza el desarrollo del gobierno multinivel (por ejemplo, en la Unión Europea) o presta atención al desplazamiento operado desde el gobierno a la gobernanza (incluyendo la gobernanza multinivel). De diferentes modos, estos conceptos y preocupaciones nos advierten de que la política implica algo más que la soberanía territorial. Así, pues, si vamos a intentar pensar la crisis múltiple que atraviesan Europa o España o el País Vasco, necesitamos
tener en cuenta cómo esta se ve afectada por los modos en que territorio, lugar, escala y redes se articulan y, además, cómo el poder del Estado puede ejercerse mediante diferentes formas de gobernanza (o gubernamentalidad), así como mediante el poder de mando ejercido jerárquicamente. Una de las fuentes de la fuerza del capital en la actualidad es que ha escapado en un grado significativo del control democrático ejercido por los Estados territoriales y que ahora no solo compite, sino también coordina sus acciones en otros lugares y a otras escalas. Si
aceptamos la sugerencia de Gramsci de que el Estado es el conjunto de actividades prácticas y teóricas mediante las cuales la clase dominante no solo justifica y mantiene su dominación, sino también logra ganar el consenso activo de aquellos a quienes domina, entonces tenemos que aceptar que una parte importante de estas actividades prácticas –y de las teóricas también– no se despliegan únicamente dentro de las fronteras de los Estados territoriales ni se hallan mediadas por las ordenes del gobierno. La izquierda también necesita mirar más allá de la acción territorial y considerar cómo articular las acciones dentro y a través de los territorios, lugares, escalas y redes. Y estas acciones deberían ir más allá y dejar de ocuparse tan solo del ejercicio de los poderes soberanos del Estado territorial para incluir en su radio analítico el resto de formas de gobernanza y gubernamentalidad mediante las cuales la clase dominante mantiene su
dominación y logra ganarse el consenso o, al menos, disciplinar a los individuos y a los grupos sociales. Por esta razón he sugerido que podríamos reescribir del siguiente modo la descripción aforística del Estado efectuada por Gramsci: el Estado es «el gobierno + la gobernanza a la sombra de la jerarquía», en lugar de afirmar, como hacía él originalmente, que es «la sociedad política + la sociedad civil» o «la hegemonía blindada por la armadura de la coerción». Las
estrategias contrahegemónicas deben ser reconsideradas desde este cambio de perspectiva teórica y práctica. Uno de los riesgos de la política de izquierda, y creo que también de la de derecha, es que ninguna de las dos percibe en qué medida el Estado se ha visto profundamente alterado por la combinación de la intervención legal y política con formas más blandas de gobernanza, de partnerships público-privadas, etcétera, que a menudo se presentan como algo mucho más amable e igualitario. ¿Quién puede quejarse de las partnerships? ¡Todos somos partners ahora! Pero algunos partners son más importantes que otros, algunos se hallan
marginados, mientras que a otros se les ayuda a participar, algunos tienen más participación y se benefician más que otros, etcétera. Esto requiere que pensemos el poder del Estado como gobierno + gobernanza antes que en términos de soberanía territorial.
Aquí en España el modelo territorial es una cuestión política de enorme importancia y es una cuestión muy relevante también en Reino Unido, con la situación de Escocia y el Brexit, en Bélgica y en Italia, por no hablar de la situación en los países de la antigua Yugoslavia. ¿Cómo puede analizarse la actual combinación de los mencionados instrumentos de gobernanza autoritaria global, la crisis sistémica del capitalismo que estamos atravesando y la
reivindicación de crear nuevos Estados por parte de determinados territorios, naciones o comunidades nacionales o regionales no estatales? Se trata de cuestiones muy complicadas y acuciantes en la Unión Europea y constituyen temas sensibles para Podemos en estos momentos. En este contexto, ¿cuál sería la situación de Cataluña o Escocia, si se convierten en nuevos Estados o en nuevos Estados miembros de la Unión Europea? ¿Cuál podría ser su futuro en este nuevo espacio político de Europa? ¿Y cómo se relacionan estas cuestiones con el Brexit y el futuro de Reino Unido tras su abandono de la Unión Europea?
Sí, por supuesto, dada la historia de España, la cuestión territorial tiene, como decís, una gran importancia. Estas cuestiones se reflejan en los diversos proyectos diseñados para resolver la crisis de la Unión Europea. Tenemos la Europe des patries, la Europa de las regiones, la Europa de las ciudades, Europa entendida como un espacio económico más amplio, el proyecto mediterráneo... Hay muchas formas distintas mediante las que la Unión Europa interviene para reorganizar las relaciones entre las ciudades, las regiones, las regiones transfronterizas, etcétera,
con el fin de imponer sus agendas supranacionales y para modificar el equilibrio de fuerzas existente con vistas a conseguir este ultimo objetivo. A este respecto he escrito recientemente un trabajo sobre el Brexit (Globalizations, vol. 13, 2016; https://bit.ly/2e0DlRP) en el que interpreto la salida de la Unión Europea del Reino Unido como la continuación de la crisis orgánica del Estado británico y el referéndum como un acontecimiento inscrito en ese proceso evolutivo. Si
analizamos esta crisis orgánica, observamos que a partir de la década de 1980 las elites británicas comienza a abandonar lo que los conservadores denominaban el proyecto de «una nación», compartido con el Partido Laborista, que pretendía integrar a las diferentes clases sociales y regiones mediante una serie de medidas específicas inscritas bajo el paraguas de un amplio movimiento nacional-popular. Estas elites empiezan a contemplar entonces el mercado como la solución a la crisis orgánica en curso y, como consecuencia de ello, en vez de apostar
por las empresas nacionales punteras localizadas en el sector industrial, comienzan a considerar las ciudades como los nuevos dispositivos impulsores de la competitividad nacional. Londres fue escogido como punta de lanza de este modelo y así la elite neoliberal optó por promover deliberadamente el desarrollo desigual en lugar de atenuarlo, cómo sucedía en el compromiso sellado tras la Segunda Guerra Mundial. El voto del Brexit fue, en parte, una respuesta a este
desarrollo desigual, especialmente en las regiones que quedan marginadas en este proceso; Escocia votó por permanecer en la Unión Europea, pero el resentimiento provocado por este modelo de desarrollo desigual también se había expresado en los resultados de la derrota, por un estrecho margen, del referéndum de independencia. A tenor de la Act of Union entre el Reino de Inglaterra y Escocia en 1707, Escocia conservaba sus propias instituciones nacionales independientes, que mostraban afinidades con las de la Europa continental y contribuyeron a
crear las condiciones, que propiciaron la Ilustración escocesa. Tras el voto del Brexit, el gobierno nacionalista escocés puede llegar a demandar otro referéndum sobre la independencia que le permita permanecer en la Unión Europea. Si esto ocurriera y Escocia votara por la independencia, se produciría una crisis constitucional.
En mi opinión, el referéndum del Brexit planteaba la cuestión equivocada, ya que lo que debería haber preguntado era si los electores querían permanecer o salir del neoliberalismo, no de la Unión Europea. Con independencia de que Reino Unido permanezca o no en la misma, el neoliberalismo es una constante. El voto del Brexit fue realmente una reacción contra la mala gestión neoliberal de la pertenencia británica a la Unión Europea. Por ejemplo, el Estado británico no ha implementado políticas adecuadas en las áreas de vivienda, educación o salud
dirigidas a los trabajadores migrantes ni ha invertido en formación y en políticas de estímulo de la productividad para reducir la demanda de fuerza de trabajo extranjera especializada y/o barata. Estas cuestiones no se discutieron en el debate del referéndum. Los partidarios del Brexit hicieron campaña por la devolución de la soberanía a Reino Unido y los que se oponían al mismo se concentraron en la crisis económica y los costes financieros, que provocaría la salida de la Unión Europea. Tan solo un puñado de políticos (entre ellos Jeremy Corbyn) discutió la opción de «permanecer y reformar», lo cual habría implicado una crítica mucho más profunda de la actual estructura de la Unión Europea, de sus agencias y de sus políticas, que han adquirido una orientación cada vez más neoliberal, especialmente tras la crisis de la eurozona. Creo que este cuadro también podría ofrecer lecciones para España. El problema no es la pertenencia a la Unión Europea per se, sino el diseño institucional y el tipo de políticas neoliberales seguidas y su desigual impacto sobre los diferentes países y regiones. En particular, una Alemania neomercantilista está intentando resolver la crisis existente en Europa imponiendo una lógica neoliberal en la Unión para proteger su capacidad exportadora. Creo que el futuro de Europa se juega esencialmente en torno a la cuestión del futuro del neoliberalismo en la región transatlántica. Esto nos devuelve a la pregunta inicial sobre los desafíos a la democracia. En la Unión Europea neoliberal organizada y colonizada por la acumulación de capital dominada por el capital financiero, existe un espacio limitado para el debate y la
implementación de políticas públicas democráticas. Incrementar el espacio para la democracia exige un desafío eficaz frente al neoliberalismo, la financiarización y la imposición del Estado consolidador autoritario, cuyo objetivo es gestionar y normalizar la situación de austeridad fiscal y presupuestaria en un horizonte de nueva normalidad.
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