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Günter Grass, eclipse de tambor

DAVID TORRES

En El milagro hueco, un ensayo famoso escrito en 1959, George Steiner se preguntaba si el idioma alemán, el mismo instrumento fastuoso que había prestado la voz a Goethe y a Schiller, a Nietzsche y a Kafka, podía sobrevivir a la experiencia del nazismo, si no estaría herido de muerte después de la tortura a la que había sido sometido en la factoría de la mentira de Goebbels y en los ladridos estentóreos de Hitler.

Como todos los críticos honestos, Steiner se respondía a sí mismo en Una nota acerca de Günter Grass, escrita poco después, donde hablaba del impulso suicida de la prosa del novelista alemán, sus excesos verbales, su imaginación gargantúesca, su empeño apocalíptico en encarar el pasado monstruoso de su país en una ficción que hiciera justicia a sus pecados: "Es como si Grass hubiera cogido el diccionario alemán por el gaznate y hubiera deseado despojarlo de la hipocresía y falsedad de las viejas palabras, limpiarlo con carcajadas y absurdos a fin de hacerlo nuevo".

Ese gigantismo es lo que echa para atrás a tantos lectores, abrumados por las dimensiones -no sólo mensurables en páginas- de las grandes novelas de Grass. Los mismos que olvidan aquella advertencia tremenda de Faulkner, que a un escritor hay que medirlo por su capacidad de fracasar. Si esto es cierto, el fracaso de Grass puede haber sido tan enorme como su ambición: novelar el pacto diabólico de la esvástica, la putrefacción de la cultura y la sociedad germánicas, el derrumbe de la civilización occidental.

Su narrativa no es sólo una inmersión moral en las peores tinieblas del pasado siglo sino también un ajuste de cuentas personal, cuando reveló al mundo que él también había caído víctima de la fascinación del nazismo. Lo hizo en Pelando la cebolla, un libro autobiográfico publicado en 2007, donde, entre otras cosas, contaba que en 1944, cuando contaba 17 años, se había alistado en una división acorazada de la Waffen SS. La confesión, casi dos décadas posterior a la concesión del Nobel, levantó sarpullidos dentro y fuera de Alemania, y fue aprovechada por una legión de detractores que iban desde los críticos literarios oficiales con los que mantenía una guerra abierta hasta los políticos hartos de aquel Pepito Grillo con ojeras, bigote y gafas.

Günter Grass

Günter Grass. EFE

Con todo, la hostilidad hacia Grass ya venía de antiguo. En una entrevista televisiva, Sánchez Dragó intentó tirarle de la lengua a Camilo José Cela para que se sumara a sus invectivas contra el hombre que se había sumado a la lista de los premios Nobel un decenio después que él. La memorable respuesta de Cela ("De lobo a lobo no se tira bocao") no sólo ponía en su sitio a los tres, sino que reconocía implícitamente el poderío del escritor alemán. La obra maestra de Grass, El tambor de hojalata, narra la vida de Oscar Matzerath, una Sherezade deforme, un niño que decide dejar de crecer a los tres años y empezar a tocar un pequeño tambor de juguete como protesta contra el mundo adulto.

Esta perspectiva de abajo arriba también atraviesa Años de perro, la siguiente novela de Grass, que cuenta la historia de la amistad entre un nazi y un judío entre las barbaries de la guerra y los vagabundeos del mastín del Führer después de escaparse de su dueño. De El gato y el ratón, el libro que cierra la llamada Trilogía de Danzig, se ha dicho que es un intento de expiación personal por su temprana afiliación al ejército nazi.

Es difícil comprender estas tres obras, sobre todo la primera parte de El tambor de hojalata, sin haber visitado Gdänsk, la antigua Ciudad Libre de Danzig, y comprobar in situ, entre iglesias, canales y murallas, esa fusión entre lo polaco y lo germánico, ese período de paz que el pequeño Matzerath pasa entre las faldas de su abuela y los huertos de patatas. En Danzig empezó la Segunda Guerra Mundial y en Gdänsk se inició la primera grieta del Muro: ha hecho suficientes méritos para ser considerada la ciudad del fin del mundo. Allí también nació Grass, en 1927, cuando aún era Ciudad Libre, y allí aprendió que ser europeo es mucho más que ser alemán o polaco. Antes de que empezara a gestarse, Grass olfateó en la Unión Europea que se avecinaba la comunidad de mercados, la evidente amenaza de ese cónclave de mercaderes.

También fue de los pocos que puso una nota tétrica en la reunificación alemana, advirtiendo que para él no era más que el comienzo del IV Reich. Grass nunca dejaba de golpear su tambor, incansablemente, ya fuese para criticar la represión de obreros en la RDA a comienzos de los cincuenta, para apoyar a Willy Brandt, para subrayar la connivencia del Vaticano con el fascismo o para señalar el peligro mundial que representa la derecha israelí. Muchos se alegrarán hoy con su muerte porque ha callado una de las pocas voces que se atrevía a gritar la verdad, molestase a quien molestase. Aunque a veces, como la de Oscar Matzerath, rompiese todos los cristales.