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Es investigador en el Instituto de Investigaciones Históricas y profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). En septiembre se publica su libro 'Inseguridad colectiva: La Sociedad de Naciones, la Guerra de España y el fin de la paz mundial' (Valencia: Tirant lo Blanch, 2016).
“Los campos ensangrentados de España son ya, de hecho, los campos de batalla de la guerra mundial”
Para Benito Mussolini la guerra no era sino una de las más nobles tareas a las que podía dedicarse el ser humano, y el estado natural de una nación fuerte (como debía ser la Italia fascista) no debía ser otro que el bélico. Lo repitió una y otra vez. Desde 1931, la voluntad imperialista del Duce se proyectó -en una estrategia con vistas a medio plazo- hacia nuevas conquistas africanas (Etiopía) y una posición más favorable hacia la hegemonía en el Mare Nostrum (España).
Era menester, para ello, terminar con la República Española, proclamada en la primavera de aquel mismo año y cuya naturaleza democrática y reformista detestaba. Y a la erosión de la República se dedicó desde el mismo momento en que ésta se proclamó (véanse los trabajos de Morten Heiberg e Ismael Saz). Resulta razonable deducir que el exilio de Alfonso XIII en Roma -en la Roma de Mussolini, pero también del rey Vittorio Emanuele III- no fue ajeno a tales maniobras.
A fin de cuentas, ¿a qué mejor que a conspirar puede dedicarse un rey que no reina? No resulta muy sorprendente que fuesen los monárquicos alfonsinos quienes internacionalizasen la sublevación y la posterior guerra derivada de la misma, tal y como Ángel Viñas ha puesto de manifiesto a través de recientes hallazgos documentales que han cambiado la interpretación del golpe de Estado.
En el otoño de aquel año 1931, Japón invadió Manchuria. Pese a que China era un Estado miembro de la Sociedad de Naciones, cuyo Pacto estipulaba que una agresión cometida contra cualquier integrante sería considerada como extendida contra todos los demás miembros del organismo, apenas se hizo nada en Ginebra. Se creó así el primer antecedente de impunidad ante la agresión. Ello envalentonó a Mussolini, quien por otro lado consideraba que ni Reino Unido ni Francia tenían legitimidad alguna para condenar su acción imperial, cuando tanto Londres como París seguían manteniendo vastas posesiones coloniales.
A partir de 1934, la voluntad desestabilizadora italiana respecto a España se diluyó con motivo de dos factores: la llega¬da de la coalición radical-cedista al poder (con la posterior entrada en el Gobierno de dos ministros de una CEDA republicana por accidente y monárquica por naturaleza) y el inicio de la campaña italiana en Etiopía. Sin embargo, a la altura de julio de 1936 todo ello había cambiado de nuevo.
Mussolini como destructor del orden internacional
No se ha puesto el necesario énfasis en el liderazgo de Mussolini a la hora de romper el orden nacido en Versalles tras la Gran Guerra. Tampoco se ha prestado la atención necesaria a las motivaciones y objetivos de la política exterior que puso en práctica. La absorbente figura de Hitler terminaría concentrando la mayor parte de la atención, ensombreciendo el honor del Duce como pionero en el desafío internacional.
La poca atención historiográfica prestada a la Segunda Guerra Ítalo-Etíope sirve como claro ejemplo de lo anterior. Dicho conflicto puso fin a toda esperanza que pudiese albergarse en relación a garantías por parte de la Sociedad de Naciones a la hora de asegurar un sistema de seguridad colectiva, lo que constituía precisamente su razón de ser. Las sanciones estipuladas por el Pacto de la Sociedad de Naciones, aunque decretadas inicialmente contra Italia, no tuvieron efectos prácticos (no se cerró el paso a través del Canal de Suez ni se interrumpieron los suministros de petróleo al país agresor), y fueron levantadas sin mayores explicaciones en los inicios del verano de 1936.
El Derecho Internacional pasó a carecer de autoridad alguna. Mussolini tanteó la debilidad de las democracias europeas y comprendió que podía continuar con su política de agresividad exterior. Entretanto, Hitler tomaba nota.
Tras la victoria electoral del Frente Popular en España en febrero de 1936 -que puso fin al bienio rectificador de las reformas republicanas y que había calmado la acción contra la República a la que Mussolini se venía dedicando-, el mencionado levantamiento de sanciones en la Sociedad de Naciones y la práctica liquidación victoriosa del conflicto en Etiopía, el camino quedaba expedito para nuevas aventuras por parte italiana. En el ámbito de las alianzas internacionales, el progresivo desafío del Duce le valió la admiración de Hitler, quien extrajo lecciones muy claras en relación a la impunidad con que se podía actuar en el exterior. Admiración que se revertiría durante el año 1938, cuando el Führer tomó las riendas en la decidida ruptura del orden internacional (diktat, a sus ojos) establecido tras la Gran Guerra.
Los apaciguadores guiños de las democracias occidentales hacia Italia eran interpretados por Mussolini en clave de licencia para agredir: lo hizo en Etiopía tras la firma del Frente de Stresa y repitió jugada en España tras el levantamiento de sanciones en la Sociedad de Naciones. Desaparecidos los factores que habían motivado un aplazamiento de la solución monárquica para España, Mussolini entendió llegada la hora de dar un nuevo paso exterior y retomar la erosión de la República.
La gestación de la sublevación
El 16 de junio de 1936, el líder del partido monárquico Renovación Española, José Calvo Sotelo, se autoproclamaba “fascista” ante las Cortes españolas. Defendía que el poder debía ser “conquistado por cualquier medio” y prefería “ser militarista a ser masón, a ser marxista, a ser separatista e incluso a ser progresista”. Por aquellas mismas fechas, su correligionario Antonio Goicoechea escribió a Mussolini para solicitarle ayuda.
El 1 de julio tuvo lugar en Roma la firma de cuatro contratos, descubiertos en 2012 por Viñas, en los cuales se detallaba el material de guerra -con las implicaciones que de ello se derivan- que desde el país transalpino se comprometían a suministrar a destacados repre¬sentantes monárquicos españoles, con el mencionado Goicoechea y Pedro Sainz Rodríguez a la cabeza (números dos y tres, respectivamente, de Renovación Española). El dinero lo puso el célebre financiero Juan March.
La acción militar la encabezaba el general Sanjurjo, reputado monárquico y cuya relación con los mencionados políticos era estrecha, si bien la dirección técnica se confió al general Mola, presente en territorio español (Sanjurjo se encontraba exiliado en Estoril). La finalidad no era otra que perpetrar un golpe de Estado contra el gobierno constituido tras las elecciones generales celebradas en el mes de febrero anterior. Si el golpe no triunfaba, el material bélico moderno que se adquiría resultaría esencial.
Tres días más tarde, los Estados representados en la Sociedad de Naciones votaron a favor de poner fin a las sanciones impuestas contra Italia por su agresión en Etiopía. El Pacto del organismo ginebrino fue violado sin otra explicación que la conveniencia de reconocer el hecho consumado del control militar italiano sobre territorio etíope. El 15 de julio, las sanciones fueron oficialmente levantadas. Aquel mismo día, Mussolini dio la orden de acercar doce bombarderos Savoia-Marchetti S.M.81 pertenecientes a la Regia Aeronautica -parte de los acuerdos del 1 de julio- al Marruecos español. ¿Para qué esperar?
Es decir, la puesta en marcha de la intervención italiana en España se produjo no ya antes del golpe de Estado, sino también antes del sospechoso prólogo que constituyó el asesinato del general Balmes en Gran Canaria. En la tarde de aquel mismo día 16, el jefe del Estado, Manuel Azaña, se trasladaría desde la Quinta del Pardo al Palacio Nacional por motivos de seguridad. Noticias inquietantes habían llegado a Madrid. Un día más tarde, los españoles se levantaron con la noticia del levantamiento militar del Ejército en Marruecos.
La información que antecede relativa a la orden de Mussolini la incluyó el Gobierno de la República en un dossier privado remitido a la Secretaría de la Sociedad de Naciones, la cual no reaccionó de forma alguna. El máximo representante francés en Rabat (commissaire résident général), Marcel Peyrouton, había alertado previamente a París con esa misma información.
También la recogerían posteriormente variadas fuentes de la época, como el comisario italiano de las Brigadas Internacionales, Luigi Longo, o los periodistas ‘Pertinax’ (André Géraud) y Éleuthère Nicolas Dzelepy, cuyos relatos cayeron en el olvido. Se trataba de la ayuda aérea acordada en los contratos del 1 de julio, y que saldrían desde el aeródromo de Elmas, en Cagliari (Cerdeña), hacia el Marruecos español, concretamente a Nador, en la madrugada del día 30 de aquel mes de julio.
Previamente, en Milán (sede de la Società Idrovolanti Alta Italia -SIAI-, con la que los monárquicos españoles firmaron los mencionados contratos), los obreros de la fábrica de armas Breda se esforzaron en borrar las in¬signias distintivas italianas de los aparatos, horas antes de la primera etapa Milán-Cagliari. Dada la evolución de los acontecimientos, dichas acciones cautelares de poco servirían. Pero a Mussolini tampoco le importaría.
Antes del envío hubo un momento de confusión que explica que la ayuda oficial de Mussolini no se produjese hasta el 27 de julio. La inteligencia militar italiana en Tánger había informado a Roma de que al frente de la sublevación se encontraba el general Franco. Sin embargo, las negociaciones y los contratos se habían cerrado con líderes monárquicos. Franco había sido ajeno al vector italiano del golpe. El 24 de julio, Goicoechea y Sainz Rodríguez se desplazaron de urgencia a Roma y aprobaron ante Mussolini el liderazgo franquista desde Marruecos, convencidos del fondo monárquico del general. Los aviones se pusieron en marcha tres días más tarde.
Mientras tanto, tras la muerte en accidente aéreo de Sanjurjo en Cascais y el estancamiento de Mola en el norte de la Península, y con Franco al frente de las tropas marroquíes -las mejor preparadas para el combate dentro del Ejército-, éste se situaba en el camino del liderazgo único y absoluto entre los sublevados. Máxime tras la respuesta positiva de Hitler a su petición personal, que se tradujo en la primera gran operación internacional en España: el paso del Estrecho de Gibraltar de las tropas de Marruecos gracias a la puesta en pie del primer puente aéreo militar de la Historia, operación sin la cual la sublevación hubiese fracasado (la Marina, leal al gobierno republicano, había bloqueado el paso del Estrecho). La aceptación de la iniciativa de Franco por parte de los monárquicos españoles y de Mussolini hizo el resto.
Por otro lado, Mussolini y Franco tenían no poco en común, y la situación del segundo al frente de la sublevación no debió de incomodar en demasía al Duce. Empezando por el tipo de campaña militar que ambos emprendieron en África; el primero desde el poder y el segundo desde el alto mando del Ejército, ambos en búsqueda de resucitar pasadas glorias imperiales. Casi huelga señalar que dicho voluntarismo fue acompañado del uso de métodos de guerra sin escrúpulo o límite alguno, en el marco de la vieja clave colonial de civilización contra barbarie.
Lo que aconteció en España hace 80 años fue por lo tanto un golpe de Estado internacional, que derivó en lo que Julio Aróstegui atinó a definir claramente como un ‘equilibrio de incapacidades’: el golpe semitriunfa y semifracasa a un mismo tiempo, y ninguno de los dos bandos en liza es capaz de revertir la situación en un plazo razonable. La consecuencia de tal escenario fue mucho más que una guerra entre españoles: se trató de una guerra internacional en suelo español. La caracterización de la Guerra de España como mera guerra civil no fue inocente, y resultaría clave para la permanencia de Franco en el poder tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. España quedaba, una vez más, a deshora en el mundo.
Hacia una reinterpretación más rigurosa de la Guerra de España
Para una correcta interpretación de la Guerra de España, es necesaria una comprensión rigurosa y en su justo valor de la dialéctica entre los factores endógenos y exógenos del conflicto; es decir, de medir la balanza entre los factores internos -para cuyas raíces estructurales habría que remontarse mucho atrás en el tiempo- y los externos -conjugados a través de las diferentes intervenciones e inacciones internacionales puestas en liza-. Difícilmente se puede comprender aspecto alguno del conflicto sin tener en rigurosa y permanente consideración el contexto internacional que lo envolvió y moduló a un mismo tiempo. Dicho contexto, configurado por miedos y prejuicios tanto como por intereses sociopolíticos y económicos, determinó de principio a fin los acontecimientos que tuvieron lugar en España.
¿Quién internacionalizó los problemas de España, el golpe de Estado y la guerra que le siguió? No el gobierno republicano. Los sublevados hicieron gala de una retórica marcada por clásicos mecanismos de proyección -como ha analizado Viñas- en lo relativo a la injerencia internacional en los asuntos españoles. Su tesis era que España estaba nada menos que en vísperas de una revolución inspirada desde Moscú. Tal posibilidad jamás ha sido refrendada por asomo documental alguno; por el contrario, acerca de los planes de Stalin para España sí hay pruebas, las cuales se corresponden con la actuación internacional soviética -marcada entonces por la búsqueda de una alianza antifascista con las democracias occidentales, dentro del sistema de seguridad colectiva-, y están en las antípodas de las intenciones que determinada propaganda insiste en atribuirle.
La Unión Soviética, tras la reiterada denuncia de la farsa que constituía la no intervención puesta en pie por Londres y París, al no impedir la participación italiana y alemana del lado franquista, acudió dos meses más tarde en socorro de la abandonada República Española. Y lo hizo también en clave de aviso a las potencias fascistas. Ello contribuyó de forma decisiva a la resistencia republicana. Pero también a la desvirtuación propagandística del carácter de la propia República, precisamente por parte de aquellos gobiernos que la arrojaron, mediante su abandono, al flotador que pasó a constituir Moscú.
La tesis de una supuesta revolución comunista en España ha sido desmontada por la historiografía una y otra vez. Pero, para cortar tal imaginaria revolución comunista, se llevó a cabo una -esta vez nada imaginaria- rebelión de marcado tinte fascista. Evidentemente, dicho componente convenía omitirlo en la narrativa de la sublevación propagada por los propios rebeldes, presentando ésta como un levantamiento patriótico contra extraños cuerpos extranjeros.
Los mismos mecanismos de proyección se aplicaron igualmente en las apelaciones al ‘orden’. El objetivo no era otro que la creación de un ‘estado de necesidad’: para ello se propagó la tesis de que España, tras la victoria electoral del Frente Popular, se hallaba envuelta en el caos. En tal supuesta defensa del orden, para terminar con la también supuesta anarquía republicana, se violaron el orden constitucional español, las normas del Derecho Internacional, el juramento militar, la soberanía ciudadana de los españoles y la propia soberanía nacional de España.
La sublevación de julio de 1936 debe ser reescrita con más tinta civil -no sólo militar-, monárquica y fascista. Monárquicos españoles y fascistas italianos se unieron en torno a la restauración de la Monarquía en versión corporativa y a sueños imperiales que recuperasen glorias pasadas, negando la condición ciudadana y la esencia del Estado-nación. La habilidad del general Franco los sepultó como ingenuos. Contribuyeron, eso sí, a expedir el camino hacia una Segunda Guerra Mundial de la que España fue la primera batalla; no el prólogo, que correspondió a la agresión contra Etiopía y el levantamiento de las sanciones inicialmente impuestas a Italia en mero cumplimiento del artículo 16 -el más importante- del Pacto de la Sociedad de Naciones. Ello equivalió a la aceptación internacional de la impune violación de la soberanía nacional, así como a la quiebra definitiva del orden internacional emanado de la Primera Guerra Mundial.
En el camino de la Segunda Guerra Mundial
La Sociedad de Naciones fue una de las tres principales consecuencias de la Gran Guerra, junto al desmembramiento de los cuatro grandes imperios de la Europa continental y al estallido de la Revolución Rusa. Tras su nacimiento con el Tratado de Versalles que concretó las condiciones de paz, constituyó el marco por excelencia para las relaciones internacionales de la época. El organismo de Ginebra representaba un puente entre el mundo imperial del siglo XIX y el auge del Estado-nación del siglo XX, cuya esencia multilateral debía reformular el modus operandi de las relaciones internacionales.
Su fin último era garantizar un sistema de seguridad colectiva que evitase la repetición de un conflicto de las dimensiones de aquella Primera Guerra Mundial. La anulación del organismo por parte de las democracias occidentales dio paso a un estado de inseguridad colectiva que desembocó en la Segunda Guerra Mundial. España fue el primer escenario que lo atestiguó.
El análisis de la Guerra de España dentro del marco de la Sociedad de Naciones sirve para enriquecer la visión sobre aspectos esenciales como el valor de la democracia y sus debilidades y peligrosas imperfecciones, el significado de una institución supranacional y multilateral en un mundo crecientemente interconectado, el prominente rol que el miedo juega en períodos de crisis -y cuyo papel decisivo en el desarrollo de la Historia no parece calibrarse nunca de forma suficiente-, la ausencia de solidaridad derivada de lo anterior y los prejuicios de clase que condujeron a los líderes de las democracias occidentales a ignorar los vaticinios de los representantes de España en Ginebra.
Ya en septiembre de 1936, el ministro de Estado republicano, Julio Álvarez del Vayo, proclamaba en su discurso ante la Asamblea de la Sociedad de Naciones: “Los campos ensangrentados de España son ya, de hecho, los campos de batalla de la guerra mundial”. Vaticinios que se convirtieron en realidad mucho antes de lo que dichas democracias podían imaginar, confiadas en apaciguar a los agresores con entregas como la española, la etíope o la china. Es decir, de aquellos actores más débiles cuya integridad la Sociedad de Naciones debía garantizar, en virtud del sistema de seguridad colectiva que debía regir el mundo surgido de Versalles.
El artículo 10 del Pacto de la Sociedad de Naciones estipulaba que todos los Estados miembros del organismo se comprometían a respetar y mantener la integridad territorial y la independencia de todos los demás frente a toda agresión procedente del exterior. Era ahí donde se insertaba la intervención de Italia y Alemania a favor del bando sublevado, lo que daba a la Guerra de España una nueva dimensión que sobrepasaba la de una mera guerra civil. La consideración del conflicto en clave interna o internacional no tiene nada de baladí, toda vez que tal consideración era la que determinaba la aplicabilidad o no del articulado clave del Pacto, y la existencia o no de responsabilidades formales por parte de los países integrados en Ginebra; empezando por las democracias europeas. Era también lo que implicaba la consideración del Comité de No Intervención establecido en Londres dentro o al margen del Derecho Internacional de la época. Ni más ni menos. Los delegados españoles y mexicanos no dejaron de recordarlo en cada encuentro de la Sociedad de Naciones.
La violación de la soberanía resulta, por lo tanto, el punto clave para comprender la inserción del caso español dentro de la progresiva situación de guerra general que transcurre durante la década comprendida entre 1935 y 1945. La soberanía era lo que garantizaba el Pacto de la Sociedad de Naciones, supuesto eje vertebrador del Derecho Internacional de la época. Cabe señalar que no se garantizaba la democracia ni cualquier otra forma de gobierno; el carácter democrático de la República Española puede hacer más condenable para determinados ojos la agresión internacional, por un lado, y el abandono internacional, por otro, sufridos por la República. Pero no es el quid de la cuestión.
Quien comprendió perfectamente lo que estaba en juego fue el México de Lázaro Cárdenas, país para el que la cuestión de la soberanía tenía implicaciones cuasi sagradas, y que jugó hábilmente sus bazas (combinación de discurso antifascista y soberano) de cara a la adopción de una medida trascendental como fue la expropiación y nacionalización del petróleo. Una decisión impensable de no producirse en un contexto internacional tan extraordinario, dada la tradicional amenaza de la vecindad estadounidense. Ello ayuda a explicar la defensa mexicana a ultranza tanto de Etiopía como, sobre todo, de España (al margen de una muy sincera identificación con la causa republicana por parte del gobierno y la diplomacia cardenista, como demuestran tanto la documentación privada de la época como la posterior acogida del exilio).
Una lección primaria para el historiador es que el conocimiento del pasado no sirve para adivinar el futuro. Pero sí para comprender las funestas consecuencias de determinados patrones de conducta. A 80 años del golpe de Estado que inició la guerra en España, y con una Europa que afronta el mayor desafío multifocal contemporáneo (interminable crisis económica, quiebra generacional, gran aumento de la desigualdad con sus riesgos implícitos, amenaza terrorista de carácter asimétrico y transnacional, drama de refugiados…), la creciente pérdida de legitimidad de la democracia motivada por una extendida percepción de afrenta a la soberanía -ya sea popular o nacional- no permite augurar perspectivas halagüeñas de futuro.
No obstante, el análisis y la reflexión en torno al pasado deben servir para descubrir y redimensionar las fuerzas últimas que mueven determinados comportamientos humanos, tanto a nivel individual como en colectividad. Y conviene mantener presente la máxima de María Zambrano de que el ser humano no sólo padece la Historia, sino que también la hace.
Comentarios
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