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Chantaje a Grecia… y a España

Éste es el resultado del desgobierno y la corrupción política endémicos en Grecia y de la dura disciplina impuesta luego por la troika, integrada por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional: el desempleo ha pasado del 18% al 26%, la deuda pública se ha incrementado casi 30 puntos (hasta el 177% del Producto Interior Bruto), el propio PIB se ha derrumbado un 20% (el 30% desde el comienzo de la crisis), uno de cada tres habitantes se encuentra bajo el umbral de la pobreza, uno de cada cuatro carece de asistencia sanitaria adecuada (y el resto sufre los efectos del copago), los ingresos familiares se han reducido en cerca de un 40%, cerca de un millón de personas pasa frío porque no puede pagar la electricidad, la clase media ha sido dinamitada, la desigualdad se ha disparado…
No. El espectacular ascenso en la intención de voto de Syriza, el partido de izquierdas que defiende el fin de la austeridad, las medidas de choque contra la pobreza, la reforma de las administraciones públicas y la reestructuración ordenada de una deuda imposible hoy por hoy de pagar, no es el fruto de la demagogia de unos iluminados que quieren pescar en río revuelto. Por el contrario, se trata de la respuesta lógica al grito de socorro de una gran parte de la población que ve el país al borde del precipicio, o precipitándose de cabeza por él.

Pese a todo, frau Merkel, sus gurús económicos, muchos burócratas de Bruselas y buena parte de los gobernantes de la Unión Europea siguen defendiendo de forma abierta que la única forma de que Grecia se salve y no contagie al sur del continente es que se mantenga la disciplina de las cuentas públicas, aunque ello suponga profundizar en un empobrecimiento general que ya es dramático e insostenible. Cualquier cosa antes que reconocer un error de estrategia y decidir un cambio drástico de política que exigiría un revolucionario ejercicio de solidaridad colectiva que debería estar en el ADN de la UE, pero que no tiene cabida en la tierra del sálvese quien pueda.

La filtración interesada de que Merkel estima que la salida de Grecia de la zona euro será inevitable si Syriza se impone en las urnas el próximo día 25 y se empeña en cumplir sus promesas supone un inadmisible chantaje a los ciudadanos de una tierra que tiene a gala haber sido la cuna de la democracia. Es un chantaje apenas camuflado y –lo más probable- también una mentira, porque para que Grecia saliese del euro tendría que echarla Alemania, que es quien manda en la UE, y eso sería una catástrofe para los propios bancos germanos, que verían peligrar el cobro de centenares de miles de millones invertidos en deuda de ese país y de otros periféricos a los que podría extenderse el contagio.

Es un ejercicio de libro de la estrategia del terror que presenta a Syriza y a su líder, Alexis Tsipras, como dinamiteros del proyecto europeo. Y no porque se crea que, si llegan al poder, conducirían al desastre, sino porque se sabe que no serían unos interlocutores tan dóciles como los actuales dirigentes que, entre otras cosas, tienen que purgar el pecado original de haber sumido al país en la pobreza por su incompetencia y sus malas artes.

El descarado llamamiento al voto del miedo puede ser el tiro que les sale por la culata a los agoreros del desastre. El griego es un pueblo orgulloso, incluso más allá de lo que la lógica y el realismo aconsejan. La injerencia externa, tras la humillación y las consecuencias trágicas del plan de rescate, podrían inclinar a muchos votantes hacia la única formación política con posibilidades de victoria que ofrece una esperanza real de cambiar el rumbo. Bastaría un moderado desplazamiento de los sufragios a favor de Syriza, hasta superar el 35%, para que la prima que el sistema electoral otorga al partido más votado le pudiese otorgar mayoría absoluta en el Parlamento que le abriría el camino al Gobierno.

De momento, esa perspectiva no está clara: el partido de Alexis Tsipras sólo supera en las encuestas a la Nueva Democracia de Antonis Samarás por tres puntos (30% contra 27%). Si se tiene en cuenta el complicado mapa político, se vislumbra un período de inestabilidad donde la capacidad de negociar alianzas de Gobierno exigirá a todas las formaciones dosis de caballo de una medicina escasa: pragmatismo.

Las cosas pueden moverse mucho de aquí al día 25. En dos sentidos: 1) Que se frene la escalada de Syriza porque cale el miedo a la salida del euro (solo una minoría defiende el retorno del dracma), al déficit desbocado, al agravamiento de la bancarrota del Estado, a la fuga masiva de capitales, a las quiebras bancarias, a la pérdida de los ahorros, a la marginación, y la desubicación en el continente, a la irrelevancia, en definitiva al impacto de la orfandad en una UE que repudiaría a Grecia y la abandonaría a su propia suerte. Y 2) Que cuaje una airada reacción contra la injerencia externa entre una población enrabietada, que no se trague el cuento de que la Unión vaya a remar hacia atrás, que no crea real la amenaza de expulsión del euro, que ni siquiera considere esta eventualidad tan catastrófica como lo es seguir en la moneda única en las condiciones actuales y que, en definitiva, dé una oportunidad a Syriza –sin las hipotecas y el historial delictivo de sus rivales- al estimar imposible que lo haga peor como los partidos tradicionales.

Tsipras y los suyos tienen ante sí un reto descomunal en el caso de que accedan al poder: rescatar en el sentido más noble del término a Grecia, atendiendo más al bienestar de la población que a la mejora de las cifras macroeconómicas. Sin embargo, deberán retorcer la flexibilidad de su programa de máximos para demostrar a la Unión Europea que una tercera vía es aún posible, que no es el partido de la intransigencia, que la partida no se juega a todo o nada, sino que hay margen para maniobrar dentro de una escala de grises.

De forma discreta, los numerosos contactos de Tsipras con políticos e instituciones comunitarios se dirigen, no a negociar una ruptura ordenada que haga menos indigesta la salida del euro, sino a alcanzar un compromiso aceptable para ambas partes. El acuerdo implicaría la permanencia en la moneda única (un deseo casi unánime), pero permitiría aliviar la situación desesperada de buena parte de los griegos sin implicar otra humillación para el país, aunque esté bastante claro que éste no puede salir del hoyo por sí solo.

Así, por ejemplo, la exigencia de una quita masiva de la deuda podría virar hacia una renegociación que, además de una quita moderada (o incluso sin ella), ampliase los plazos para el pago y los condicionase a que la situación del país lo permitiera sin profundizar en la fractura social y sin afectar a la paulatina recuperación del empleo y de la renta disponible. Ante la cercanía del poder, Syriza, en una comprensible muestra de pragmatismo, va adoptando las maneras e incluso la ideología de la socialdemocracia de los tiempos gloriosos, que poco o nada tiene que ver con lo que encarnan, por ejemplo, los partidos socialistas francés y español, abducidos por la nueva religión del rigor presupuestario.

Si, pese a todo, Merkel y quienes la siguen a ciegas se empeñaran en no ceder un ápice, y pretendiesen que Syriza les obedeciese como si fuera la derechista Nueva Democracia o el dócil, residual y falso socialista Pasok, la culpa del desastre sería de la UE, no de Grecia. La propia Comisión Europea, teórico brazo ejecutivo de la Unión, y su más democrática rama, el Europarlamento, han tenido que salir al paso de tanta amenaza velada para recordar, frente al alarmismo alemán, dos cosas: que los griegos son libres de votar a quien deseen sin presiones externas, y que la pertenencia de un país a la zona euro es irrevocable según los tratados comunitarios, y que ni siquiera está fijado un mecanismo para la salida de un país. Lo que no significa que sea imposible…

La cuestión, en Atenas como en Madrid, es hasta qué punto moderarán su discurso Syriza y Podemos para no aterrar a quienes les vean como dinamiteros del sistema.

La situación no es tan crítica como se nos quiere hacer creer tras el fracaso en la elección del presidente griego, la inmediata y obligada convocatoria de elecciones y la perspectiva nada remota de que Syriza llegue al poder. En las próximas semanas cabe esperar nuevos movimientos para rebajar el alarmismo y reducir el riesgo de una ruptura traumática que contagie a otros países de la UE, sobre todo a España, con el partido más parecido al de Tsipras de toda la Unión.

Por eso, el chantaje a Grecia que se desprende de la filtración de la amenaza de Merkel es también, en el fondo, un chantaje a España, una advertencia o amenaza que anticipa los gritos de “¡qué viene el lobo!” (o sea, Podemos), que se van a multiplicar, desde dentro y desde fuera, a medida que se aproximen las cruciales citas electorales de este año.

La cuestión, en Atenas como en Madrid, es hasta qué punto moderarán su discurso Syriza y  Podemos para no aterrar a quienes les vean como dinamiteros de un sistema enfermo pero no muerto, para tranquilizar a las menguantes clases medias que, dando crédito a agoreros como algunos tertulianos de televisión, teman la pérdida de los ahorros de toda una vida o del apartamento en la playa. También habrá que ver hasta qué punto los partidos de siempre serán capaces de recuperar al menos en parte el crédito perdido, limpiar su casa -en la que desborda la basura- y ofrecer a los votantes no solo un aspecto más aseado, sino también recetas de más contenido social que las que llegan de Europa, que han multiplicado el desempleo, la pobreza y la desigualdad, y que son vistas como ejemplo de sumisión, claudicación y pérdida de soberanía nacional.

Y, por encima de todo, hay que reconocer y respetar la libertad democrática y soberana de los griegos a la hora de forjar su propio destino, por votar por la opción que consideren más adecuada para superar la crisis. Sin amenazas ni chantajes, vengan estos de donde vengan.