a coruña
Cuando David Beriain volvió de su primer viaje a Irak allá por la primavera de 2003, contaba que sus amigos del pueblo apenas le daban importancia al hecho de que se hubiera jugado la vida para contarles a los lectores de La Voz de Galicia lo que estaba sucediendo durante la invasión estadounidense. Nadie parecía impresionado. Nadie salvo su primo:
– Oye, tío, con eso de ser corresponsal de guerra, ¿tú no te hartas de follar?
– Joder, pues no.
–Pero, ¿cómo que no? ¡Si me harto yo diciendo que soy tu primo!
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David era de Artajona, una localidad de 1.600 habitantes en el centro mismo de Navarra, y eso le llenaba de orgullo cuando llegó a La Voz a principios de la primera década de este siglo. Este martes se cumplen 799 días desde que le asesinaron junto a Roberto Fraile en Burkina Faso mientras rodaban un documental sobre la caza ilegal. 799 no suena a cifra redonda, pero estoy seguro de que a él sí se lo parecería si supiera por qué se publica esto precisamente hoy.
Este martes se cumplen 799 días desde que le asesinaron junto a Roberto Fraile en Burkina Faso
Le conocí en 2002, cuando la redacción del periódico, como la mayoría de las de entonces y muchas de las de ahora, estaba dividida en dos grupos de periodistas: los que disfrutaban de la vida porque habían conseguido cierto estatus en la casa, bien por buenos profesionales o porque, no siéndolo, habían ido escalando hasta ocupar un despacho, un mando intermedio o una jefatura de sección; y los que, al revés, por malos periodistas o por demasiado buenos, se habían ganado la antipatía del director o el editor, y esperaban serenamente tras un biombo la jubilación anticipada, editando teletipos, tecleando la cartelera u ordenando el archivo. Entre ellos pululábamos un grupo de novatos, becarios veinteañeros y treintañeros tempranos, ávidos de reportajear lo que fuera y que empezábamos a descubrir, gracias a lo que veíamos y escuchábamos, lo divertido y triste al mismo tiempo que puede resultar dedicarse a esto.
En La Voz no hubo corresponsal de guerra hasta que llegó David. Al menos yo no recuerdo a nadie como él. Tuvo que trabajarse el puesto frente a la mirada displicente de algunos de aquellos veteranos, que no creían necesario enviar a nadie a ninguna parte para que les contara nada más allá de lo que les contaban los teletipos en papel que un auxiliar amontonaba a diario sobre sus mesas.
A David le fastidiaba ese tipo de trabajo, así que tuvo que currárselo. Poco después de los atentados del 11 de septiembre del 2001, cuando Bush preparaba la invasión que iba a convertir la Segunda Guerra de Irak en la Primera Guerra de la Tele, empezó a convencer a la empresa de que había que estar allí. Acabaron diciéndole que sí y hasta le compraron un casco de acero y un chaleco antibalas. No, en La Voz no hubo hasta entonces corresponsal de guerra. A nadie le hizo nunca falta protección porque las moquetas no disparan.
Un día de invierno de 2003, David cogió el casco y el chaleco y salió de la redacción rumbo a Turquía, con la idea de esperar allí el permiso del Gobierno iraquí para entrar en el país. Estuvo varias semanas esperando, pero nada. El día en que alguien le sopló que el director barajaba traérselo de vuelta, porque pensaba que su viaje era un dispendio inútil si se quedaba en Turquía, se buscó la vida para encontrar la manera de entrar. Pagó a un contrabandista, se metió en el falso depósito de gasolina de un camión y cruzó la frontera de noche. Después caminó varios días por las montañas del Kurdistan iraquí. En una crónica escrita desde Mosul, creo, narraba cómo un oso les había seguido a él y a su guía durante una jornada entera entre la nieve y la lluvia.
David contó las primeras semanas de la invasión y luego regresó. Pasó unos días en Artajona y se rio con su primo. Pero creo que en realidad nunca volvió del todo. Me lo explicó años después en Bruselas un veterano reportero y amigo común: "Le ha pasado lo que les pasa a todos. Si cubres una guerra, eres corresponsal de guerra para toda la vida".
Lo que de verdad le interesaba era escrutar los rincones más oscuros de la condición humana
Con solo 27 años David ya era un periodista enorme. Apenas duró unos pocos años más en La Voz de Galicia porque, a pesar de que tuvo la oportunidad de cubrir otros conflictos –trajo más fotos del palacio de Sadam en Tikrit, un burka de Afganistán y amebas de Darfur-, tenía que seguir currándose el puesto cada día. El periodismo de moqueta, pacífico e inofensivo, consistía en languidecer durante años editando informaciones de agencia, en cubrir el sorteo de la Lotería de Navidad, en hacer CTRL+C y CTRL+V con las notas de prensa de la Xunta y en pasar interminables guardias de domingo subiendo noticias de las delegaciones locales a la web. Eso no iba con un tipo a lo que lo que de verdad le interesaba era escrutar los rincones más oscuros de la condición humana entrevistando a los narcos de Sinaloa y a los guerrilleros de las FARC.
Los periodistas tienden, o tendemos, a considerarnos una tribu. Algunos incluso se creen miembros de una gran familia. Como si compartiéramos el gen del verdadero periodismo y bastara con que uno sólo de nosotros lo desarrolle para que los demás nos podamos salvar. Los novatos que empezamos con David ya somos veteranos y hemos corrido la misma suerte que aquellos que estaban en aquella redacción de principios de siglo. He visto, escuchado y leído muchas veces a esos periodistas y tertulianos de moqueta recordar a David como si tuvieran algo que ver con él, en un desmemoriado ejercicio de cinismo que ha acabado convirtiendo la glosa del reportero muerto en una rutinaria defensa corporativa de todo el colectivo. Como si pudieran hartarse de follar diciendo que el corresponsal de guerra es su primo. Y no.
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