a coruña
Este texto de la revista 'Luzes' se publicó en noviembre de 2020, en vísperas del vigésimo aniversario del hundimiento del petrolero 'Prestige' frente a las costas gallegas, una tragedia cuya nefasta gestión se ha recordado con motivo de la llegada de pallets de plásticos a las playas de Galicia, en medio de la inacción del Gobierno autonómico.
Finalizó el entierro, y justo sonó el teléfono.
La víspera del 1 de diciembre de 2002, en la puesta de sol, yo estaba en el cementerio de Ares. Veníamos de decir el último adiós a una amiga. El réquiem operario de la paleta que selló con cemento el nicho también tapó de silencio gris las bocas. Escapábamos del centro exacto de la tristeza, pero esos días Galicia entera parecía un "maldito sitio triste", por recordar la precisión de Dante en la topografía del Infierno.
Debería haberlo apagado. Me alejé de la gente, con aquel sonido criminoso. Una llamada desde lo desconocido. Tan inoportuna, que decidí atenderla por superstición.
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Desde el 13 de noviembre, vivíamos en un espantoso in crescendo la más grande pesadilla de nuestra historia de pueblo oceánico: el desastre y hundimiento del Prestige. La primera noticia la había escuchado en la radio del coche, camino de Pontevedra, para intervenir en un acto literario en el que tenía que hablar, y hablé, d'A saga/fuga de JB. En las fechas que siguieron, Castroforte del Baralla no se volvería a elevar más en la niebla. Toda fuga imaginativa se venía abajo y la corriente enemiga, casi 80.000 toneladas de la peor mierda que pavimenta el mundo, arrastró cualquier torre de marfil. Aquel Leviatán, puesto en rumbo suicida, "pavimentó" también la catastrófica gestión de los Gobiernos central y autonómico, con los dos dioscuros de la España conservadora, José María Aznar y Manuel Fraga, en estado de estupor en el puente de mando.
Quien llamó fue Palmou.
El 30 de noviembre, en la puerta del cementerio de Ares, sonó mi prehistórico móvil. Una queja de Hades en la hora sombría.
—No cuelgue. Le va a hablar el secretario de organización del Partido Popular, el señor Palmou.
Nunca había tratado con él. Sabía que Xesús Palmou era un dirigente aprendiz de Xosé Cuíña, el verdadero piloto de la Xunta llamado a suceder a Fraga. Nacido también en Lalín. Había oído decir de él que antes de dedicarse a la política había sido inspector de Policía.
—¿Rivas? Te llamo porque nosotros también queremos participar en la manifestación de mañana.
Caía la noche, hacía frío en el cuerpo y en el alma. Yo me fui quedando solo, en una soledad telefónica, en la puerta del camposanto. Petrificado, absurdo. Solo me faltaba que apareciera un coche oscuro y que bajase Godot.
La manifestación del 1 de diciembre había sido convocada formalmente por las fuerzas políticas de la oposición, sindicatos y asociaciones ecologistas. Eso no sorprendía. Pero sobre todo, destacaba en la convocatoria la presencia casi unánime de cofradías de pescadores, asociaciones de mariscadoras, y cientos de entidades cívicas y mismo deportivas, en muchos casos con directivas afines o próximas a la potentísima maquinaria pesada del partido imperante. En Galicia estaba sucediendo lo que algunos consideraban impensable. Como en el poema de Luis Pimentel, se había movido el silencio.
Pensé. ¿Por qué me llama a mí?
Yo había aceptado leer el manifiesto del 1 de diciembre. Y también en darle forma, a partir de las reivindicaciones acordadas por la mesa de la convocatoria. Pienso que este encargo no había sido ajeno a una intervención que había tenido en la radio en la mañana de 21 de noviembre, en la hora y en el programa de mayor audiencia, el Hoy por hoy de Iñaki Gabilondo. No sabía lo que me iban a preguntar ni lo que al fin iba a decir. Pero había una multitud revuelta dentro de mí cuando llegué a los estudios de Radio Coruña, en la plaza de Ourense. Tenía unos apuntes, unas notas a mano. Y esto fue lo que dije:
"El mar no es cínico. El mar vomita verdades. Escupe, echa fuera nuestras pesadillas. El mar dice en cada esquina de Galicia: ¡Yo acuso! El mar dice: ¿No habíais pensado nada, no es? ¿Donde están vuestros jefes, otra vez en las berzas? El mar sabe que la juventud está en la emigración, sabe también que en el interior de las cortes está el rencor resignado de las vacas, porque también se nos puso cara de vaca. El mar se sacude como un solo de batería de jazz, como un caballo azul. El mar dice: recuerda, rapaz, hay esperanza donde hay rebeldía. Pero Galicia es stand by. Galicia es delayed. La magia, la intimidación, el silencio, el alma petroleada. Habla el mar. Chilla: ¿Estáis vivos? ¿Hay alguien ahí? ¿Estáis vivos?".
Recuerdo que hubo un extraño instante radiofónico, al fin y al cabo no es muy normal que alguien pregunte de pronto si estamos vivos, y que a Gabilondo le debió gustar, porque lo asumió como algo colectivo: "Todos tenemos hoy el alma petroleada".
Aquel mayday, aquella llamada, fue una de las expresiones de la revuelta de las conciencias que se estaba produciendo. Sí, la gente estaba viva, pero en un estado de shock. Galicia como una psicogeografía del desastre. Cada generación, con su sambenito catastrófico. Una Agenda Nacional de Tangaraños.
—Eso fue cuando el Urquiola!
—No, ho! Eso fue cuando el Erkowit...
Lo del Prestige tenía las trazas de un golpe fatal. Si recordamos momentos de psicología colectiva, Galicia vivía el síndrome de Chuck Wepner, el púgil que inspiró la historia de Rocky Balboa, y que era apodado como The Bayonne Bleeder (El Sangrador de Baiona) por las palizas que había llevado. En esa época, con el neoconservadurismo de campeón absoluto, avasallando en el ring local y universal, lo previsible era que todo quedara en un KO, cosidura de cejas, una mano de betadine, el público en silenciosa retirada, y a encamar en una buena esquela.
Pero de esta vez nuestro Sangrador se irguió del suelo. Se irguió contra la agresión ambiental. Se irguió contra la viscosa mezcla de abandono y abuso, esa masa pegajosa que entupe cada intento emancipador. Lo que es más importante: se irguió contra su propia leyenda. La de perdedor inevitable. Esa es la identidad primera de Galicia. La de un país nacido para perder. No importa lo que se haga: el destino es el naufragio. Si la idea de redención está en el himno, es justo porque los himnos son el lugar de lo irrealizable. Somos naufragio, mas podemos vivir de las quiebras. Esa fatalidad embellecida. Esa viñeta de Castelao, la del velatorio en el que una viuda exclama delante del difunto: "Ay, mi homiño, ¡y qué bonito vas con el traje de las romerías!". Qué imagen extraordinaria, que ironía. Mas, no parece que ese es el escenario que una y otra vez reproduce gran parte de la cultura y de la historia escrita en Galicia sobre Galicia. Pueblo difunto con traje de romería. ¿Dónde está la historia de las rebeldías, de las resistencias?
Porque este es un país de difuntos, sí, pero de difuntos rebeldes. De náufragos, sí, pero de náufragos rebeldes. Esa unión anfibia de vivos y muertos tenía que transformar el naufragio en resurgimiento antes de que los miles de toneladas del peor asfalto nos pavimentaran el camino hasta el Hundimiento total. Todas las almas petroleadas, arrastradas a la cueva abisal donde ya yacía el Prestige.
Esta era, dispensando, mi stream of consciounnees, la corriente que me ocupaba la imaginación, mientras intentaba entender por qué llamaba el secretario de organización del Partido Popular de Galicia, señor Palmou. Él se empeñaba y se empeñaba: "Nosotros queremos estar ahí, con el pueblo". Expliqué que no era el mejor destinatario para esa demanda. Fui sincero: le di dos nombres que me parecían claves en la organización de la marcha: Anxo Quintana, del Bloque Nacionalista Galego, y Xesús Díaz, de Comisiones Obreras. En mi caso, ellos habían sido los principales vicarios en el encargo de hacer de portavoz de ese país anfibio y solidario que se iba a llamar Nunca Máis.
—Pero, ya lo intentamos. No podías tú hacer algo. Ellos no nos quieren.
Aquello tenía ya un tono de consultorio sentimental. Más que de secretario de partido, Palmou tenía la voz dolida de un pretendiente no correspondido. Ay, ¡la doulou!, que dicen los provenzales. Yo imaginé a Palmou explicar a Fraga que no podían estar en el Obradoiro: "¡No nos quieren, don Manuel!". Imaginé también el rosmar de Fraga, desde la soledad imperial del Monte Pío: "No se me ablande, Palmou, que los suspiros son aire y van al aire, y las lágrimas son mar y van al mar...". Y después de citar a Bécquer, esta otra viñeta con el súbito arrebato: "¿No nos quieren? ¡Pues que se preparen para una carga del Séptimo de Caballería!".
Podía haber sido aun más sincero con Palmou. Podía leerle la petición final del comunicado que latía en el bolsillo y que estaba puliendo aquella misma mañana de sábado. Me andaba en la cabeza el Código Internacional de Señales marítimas: "Reclamamos la dimisión de las autoridades que con su ineficacia e irresponsabilidad no supieron impedir que el accidente tuviera las peores consecuencias. Lo decimos en el código del mar. Delta India Mike India Sierra India Óscar November: ¡D-i-m-i-si-ó-n!".
—Señor Palmou...
—Sí, dime.
—Tengo un secreto que contarle. Escuche. Estas son las claves: Delta India Mike...
Al fin y al cabo, él bien podía descifrarlas. Había sido inspector, un cerrajero de los secretos. Pero, no. ¿Qué objeto podía tener esa amable llamada si no fuera la de obtener información? No tenía sentido seguir la conversación. "Lo siento, señor Palmou. Estoy en un entierro". Ese tipo de cosas que solo se pueden decir si son ciertas.
Después de colgar, había sentido malestar, mismo enfado. Una intromisión. Una maniobra extraña. Pero luego, saqué conclusiones más positivas. El "tercer hombre" del Partido Popular (después de Fraga y Cuíña) no movería pieza de esa manera de no estar detectando movimientos tectónicos. El riachuelo del descontento se transformaba en río y el río en mar. Por primera vez en décadas, el partido imperante sentía mover el suelo bajo los pies. Y el seísmo tenía que ser de grandes dimensiones.
Al día siguiente, tuvieron que ordenar levantar todas las barreras de los peajes de la Ap-9. Pensé: "¿No es esto una revolución?". Lo fue, y no solo por ese rato utópico en el que una marea de gente liberó la autopista del Atlántico. Cuando era un chico periodista comprometido con la lucha democrática en Alemania, Karl Marx insistía en la importancia del sentimiento colectivo de "vergüenza" como un movimiento decisivo de las conciencias para rechazar un régimen de abuso e injusticia. Año de 1848, un tiempo en que abaneaban los absolutismos, también en una Galicia adelantada (la revolución democrática de 1846, la de los Mártires de Carral). Y un amigo y compañero de lucha, Arnold Ruge, discrepó: "Con la vergüenza no se hace una revolución". Y Marx fue más allá: "La vergüenza es ya una revolución". Eso fue lo que pasó en Galicia cuando el Prestige. Una revolución popular contra un Estado de vergüenza.
En Galicia se tiene hablado mucho de la vergüenza como un complejo de inferioridad. Es algo discutible. Lo que algunos consideran vergüenza, puede ser una estrategia de autodefensa, como es a veces el silencio o la pregunta por respuesta. Mas en este caso, la vergüenza, el sentimiento de vergüenza, se transformó en una energía luminosa. Una revelación. No había un Estado (Xunta) democrático, sino una estructura de poder. La gestión política consistía en repintar y reforzar esa estructura, con muchos efectos especiales, mas todo destinado a eternizarse. La revelación fue ver el castillo kafkiano. En el lugar de la tragedia, en el espacio de riesgo, el poder estaba ausente. De cacería. El Rey, el ministro de Fomento, el presidente de la Xunta. Alguno, cazando eufemismos de perdices.
Yo también recuerdo a uno que andaba a los biosbardos. El entonces ministro de Medio Ambiente, Jaume Matas. Nos convocó a los periodistas en Barrañán, donde se había montado un operativo circense para mostrar al mundo la eficacia en la limpieza. Habían traído soldados de Ferrol, que desde muy temprano retiraron la roña más visible que había traído la corriente. Y habían puesto una especie de pasarela de madera para que el ministro "penetrara" unos metros en el arenal. Justo ese día, 19 de noviembre, llegó la noticia del hundimiento con la doble adversidad de que el buque había partido en dos, facilitando la salida de fuel de los tanques que aún mantenían la carga. Mas el señor Matas estaba feliz. Todos estaban felices con el barco hundido. Triunfaba la tesis de la "solidificación". Pregunté qué base científica tenía eso. Según mis fuentes, y cité alguna, se iba a producir una segunda "marea negra". El ministro, con zapatiños de lambido, me miró un bicho abisal y arrancó un florilegio de risas de la comitiva cuando eludió el problema y me respondió: "Parece que usted es un habitual de las profundidades oceánicas". Me gustó ese desprecio. He de tratar de que lo metan en la Wikipedia. El caso es que el ministro dio la vuelta, fue corriendo cara el coche oficial y yo tuve la clara noción de que jamás volvería por Galicia. Volví hacia la playa desierta y otra vez cubierta de brea. Había un mascato muerto. Lo agarré por las patas. Subí corriendo a lo alto de una duna. Erguí el ave abaneándola como una bandera. Mas la comitiva, el Estado, desapareció camino de un restaurante.
Margaret Thatcher, la presumida musa de la modernidad regresiva, era aplaudida por una parte fanática de la sociedad cuando proclamaba que "la sociedad no existe". La revelación en Galicia fue la de que era la sociedad la que de verdad existía, mientras el Estado estaba desaparecido o en un estupor incapaz de garantizar la seguridad ambiental. El primer deber en una catástrofe es la información. La información veraz y la presencia. Eso fue otra revelación: la verdad era poner del revés lo que las autoridades afirmaban. La verdad estaba en las propias informaciones de la sociedad, en las fuentes realmente presenciales. La gente del mar, periodistas y medios realmente sumergidos en la búsqueda de la verdad a pesar de los atrancos oficiales, el voluntariado, las organizaciones ecologistas, las redes científicas en una conexión de Galicia con el mundo... Y también gente inesperada, alguna "garganta profunda", gente que sentía a su imagen y semejanza la revolución de la vergüenza, funcionarios que filtraban información esencial. Algunos de esos informadores tenían que ocupar un lugar importante en el aparato del poder, mismo en Moncloa. La información advertía de que el pseudosindicato Manos Limpias (en realidad, una organización de extrema derecha), en plena actividad de aquella, iba a querellarse contra Nunca Máis por supuesta financiación irregular. Mas era una iniciativa combinada con el Gobierno. Y así fue. Al día siguiente, el Telediario de la noche de TVE1 abría con una comparecencia del portavoz del Gobierno, Mariano Rajoy, en el que anunciaba con mucha solemnidad que se había dado la orden al fiscal general de Galicia de proceder a investigar a fondo Nunca Máis. Y allí fuimos apareciendo en pantalla, como insurrectos, media docena de gallegos. Una serie fotográfica que se repetiría en el ABC del día siguiente, con notas criminosas a pie de foto. Cada vez que veo a Mariano Rajoy presentarse como paladín de la ley, me acuerdo de aquella injuriosa y falsa fake news contra nosotros. Una acusación inventada al estilo de las "oficinas" del Santo Oficio. Pero por "garganta profunda" estábamos advertidos: supimos quiénes eran de verdad Manos Limpias y qué tipo de maniobra estaba en marcha. Y pudimos denunciarlo, antes de venir el golpe. Nunca supe quién era nuestro confidente.
Nadie nos llamó nunca. No hubo ninguna gran causa, como pomposamente había anunciado Rajoy. El fiscal no era tonto. A lo mejor también él sentía algo de vergüenza. Estábamos haciendo una revolución y además sin un peso. ¿Cuál fue el secreto del Nunca Máis? Yo sitúo esa revolución, el producir un tiempo nuevo, liberado, en la temporada que se alarga casi hasta las elecciones municipales (2004) seguidas de las autonómicas. El primer factor fue el tener una causa absolutamente justa, la evidencia del abandono y del descuido del Estado, poniendo la sociedad y el territorio en grave riesgo ambiental. El segundo, la unidad popular, el sentimiento comunitario por encima de las siglas, ocupando el vacío con solidaridad y civismo. El tercero, una información y unos discursos que iban al fondo de las causas, con una poética de la verdad, buscando una confianza básica.
Y si algo fue esa revolución fue la manera de "situacionismo castizo" de su mejor andar. El Nunca Máis consiguió arrancar la tradición de las manos del conformismo. Galicia resurgió como lugar de Eros, el deseo, la fiesta, en el contexto de una catástrofe en la que tenía el Tánatos, el destructor, la depresión, todas las de ganar. La unión de lucha y fiesta que se dio durante meses es muy difícil de encontrar en otros movimientos rebeldes mundo adelante. La Marea Gaitera en Santiago, El Entierro del Mar en el día de los Santos Inocentes en A Coruña, La Cabalgata de Reyes en Vigo, la Manifestación de las Maletas, el Concierto Expansivo Planetario... El día inolvidable en que el Manifiesto contra el Silencio se oyó en decenas de lenguas y en más de 200 ciudades y villas de todo el mundo. Yo recuerdo con emoción estar delante de una multitud en Bolonia:
Faciamo prove del suono con la speranza.
Attenzione.
Stiamo per trasméttere scongiûri solidàli.
Stimao per confortarci il cuore
E rendere più forte il nostro popolo.
Perchpe la terra e l’humanità non hanno prezzo.
Non sono piu in vendita.
Facciamo prove del suono con la liberatà.
Uno, due, tre. Prova! Mai Più!
Decía Ryszard Kapuscinski: "Un pueblo desprovisto de Estado busca la salvación en los símbolos". Todo lo que resultó útil en la historia de las voces bajas, en la historia del trabajo y el ocio del pueblo, consiguió un nuevo valor simbólico. Se cargó de saudade activa. Las caracolas, las maletas, los paraguas. Y esa bandera petroleada que es como el envés salvaje, corsario, libertario, de la bandera oficial con el Santo Grial. Deberían mostrarse juntas para hacer más comprensible nuestra historia y la del mundo.
Siempre se dice desde el conformismo (y los hay de derechas y de izquierdas): pero, ¿para qué sirvió el Nunca Máis? La gente hace una revolución para ella misma, porque la necesita. Yo le llamo revolución porque se vivió un cambio óptico y de pensamiento, porque se ejercieron las libertades en calles y plazas, porque la razón vivió la fiesta de la imaginación, porque se rescataron del pasado las chispas de esperanza, porque cambió la manera de expresar la protesta, porque se unió como nunca la lucha social y la ecológica, porque las nuevas ideas alumbraron nuevas formas, porque la diversidad y el librepensamiento impidió el sectarismo... ¿Y los resultados? En la práctica de la seguridad marítima, queda mucho por conseguir, pero es incierto decir que estamos igual que antes. En el 2002 no había ni un solo remolcador público en Galicia. Hoy existen, y el control del corredor marítimo se reforzó mucho. Hubo también cambios legislativos a nivel europeo. El proceso judicial en España fue una chapuza. Habría que conseguir una Justicia Internacional que alcance también al Medio Ambiente.
¿Y en los resultados de responsabilidades políticas? Los escépticos harían bien en leer las memorias de José María Aznar. Fue el Nunca Máis lo que abaneó su reino feliz de cartón piedra. Aquellos "perros que ladraban el rencor por las esquinas" fueron también quienes culminaron la Revolución del Mar con la derrota del neofranquismo en las urnas en Galicia. Sí, Fraga fue echado del poder por la fuerza del pueblo, en las elecciones de 2005. Y él mismo identificó esa fuerza: "La culpa fue del Nunca Máis". Ahora que lo pienso, ya había vislumbrado la tormenta cuando el Patrón mandó a Palmou que moviera todos los hilos aquel sábado 30 de noviembre de 2002, cuando sonaron los teléfonos hasta en los cementerios.
Este artículo se publicó originalmente en gallego en la revista Luzes. Ahora Público lo reproduce como parte de un acuerdo de colaboración con la revista. Aquí puedes encontrar más artículos de Luzes en Público.
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