madrid
Marcos tenía cinco años cuando vio el primer asesinato. Hoy tiene 30 y no lleva la cuenta de los cadáveres que se encontró en su barrio, de camino al trabajo, cuando iba a jugar su partido de fútbol. Se acuerda de las pérdidas cercanas: 5 familiares próximos y una decena de amigos.
Marcos, que no es su nombre, porque el anonimato es una de las herramientas que usa para seguir vivo, habla muy despacio, intenta buscar palabras que no le salen. Entre abrumado y exhausto. "Sé demasiadas cosas, sé quienes mataron a mis familiares, conozco a los que asesinaron a la mujer del kiosco de comida de mi barrio, llevo años viviendo rodeado de asesinos".
El silencio es otra de las herramientas de supervivencia en un país como El Salvador, en el que las maras –pandillas organizadas muy violentas que controlan los barrios de países como El Salvador, Honduras o Guatemala– dominan los barrios, los gobiernan y expropian a base de amenazas, extorsión y tiros. La complicidad u omisión del propio Estado se lo permite, asegura Marcos: "Una vez un marero del barrio me dijo que tuviera cuidado porque tenía la lista de personas que habían ido a la Policía a denunciar. Son las propias fuerzas del orden las que les pasan esos datos, son cómplices, no tenemos protección".
De silencio hablábamos. De secretos que ahogan y que se atragantan pero que guardados sirven de salvoconducto. "Si tu vida quieres disfrutar: ver, oír y callar", es el lema de las maras y la frase que cada salvadoreño tiene grabada a fuego. No es fácil cumplir esa orden. Nos lo explica Marta, la mujer de Marcos, tampoco es su verdadero nombre:
"Uno vive disimulando que no ve nada, caminas por el barrio mirando un poco de lado. Si agachas la cabeza te paran porque les parece sospechoso, si miras de frente te increpan y amenazan, no puedes ni usar el móvil para distraerse porque te lo roban. Todo es muy difícil".
Caminar por la calle es un problema. Usar transporte público también. "Me han asaltado muchas veces en el autobús. Una vez un marero me dijo que me parecía a un pandillero de otra banda, le dije que no, que se confundía, casi me mata". Ese día Marcos decidió que se compraría una moto. "Me la compré y después me dio el pánico porque pensé que si me dejaba tirado en un barrio que no era el mío iba a ser todavía peor".
Moverse a un barrio que no es el tuyo se considera jugarse la vida. Si un marero se encuentra con alguien que vive en el territorio que domina otra mara enemiga es hombre muerto. La Mara Salvatrucha y la Barrio 18 son las principales que dominan los barrios de la capital: "Siempre hemos vividos bajo el mando de la 18 pero hace unos años se dividió en dos -sureños y revolucionarios- y dejamos de distinguirlas, no sabíamos si estábamos enfrente del enemigo de nuestra zona, no nos podíamos proteger", nos cuenta Marta con un hilo de voz suave que mantiene a lo largo de la conversación.
La vida en El Salvador, Honduras o Guatemala -el triángulo norte de Centromaérica-, se pasa buena parte del tiempo pensando fórmulas para no acabar muerto. Entre estos tres países se contabilizaron 10.500 asesinatos en 2018, 29 al día, según indica CEAR (Comisión Española de Ayuda al Refugiado). El Salvador tiene actualmente la mayor tasa de homicidios del mundo (60 muertes violentas por cada 100.000 habitantes), en torno a los 5.000 asesinados al año, cifras similares a los de un conflicto armado, denuncian desde de la ONG.
Te pueden matar por no pagar el "impuesto de guerra" que cobran las maras a los transportistas, comerciantes, jueces, profesores, policías (entre otros).
Te pueden matar por no dejar que a tu hijo de 11 años lo reclute la pandilla.
Te pueden matar si no dejas que se lleven a tu hija de 13 para que sea la novia de un pandillero.
Te pueden matar si no estás en el barrio que domina tu mara.
Te pueden matar si no les caes bien.
Si eres homosexual.
Si les miras de frente.
Te pueden matar por equivocación.
La escapada
"No queremos maricones en el barrio, si te vemos de nuevo está muerto"
Carlos es de Honduras, se crió en una colonia "muy pobre, muy pobre de la capital, con tiros desde la mañana a la noche", nos dice. Carlos es homosexual y ésa fue una de las tres sentencias de muerte que cargó sobre su espalda.
La primera llegó el día que la mara se quiso llevar a su sobrina: "Tenía apenas 14 años y quería que fuera novia de uno de los jefes. A esas niñas las violan, las pegan, muchas veces les cortan los pechos. No lo podía permitir y me enfrenté a ellos". Estuvo un año refugiado en la otra punta de la ciudad, y a los pocos meses de volver con su familia hubo otro enfrentamiento: "Esta vez querían pegar a mi hermana que estaba embarazada, y no lo permití". La tercera y definitiva fue el día que se enteraron que era gay: "Me agarraron en la calle, me dijeron que me iban a decapitar, a quemar, que era una basura. Recuerdo que rompieron botellas de cristal en mi cabeza, me golpearon sin parar, pensé que iba a morir". Le dejaron vivo con la siguiente advertencia: "No queremos maricones en el barrio, si te vemos de nuevo está muerto".
El asesinato de la prima de Marta –la mataron por abandonar a su novio pandillero– fue lo que provocó la marcha del matrimonio. En esos momentos además esperaban un bebé, y en los últimos meses tres amigos de Marcos habían sido asesinados por no poder pagar el impuesto de guerra: "Pensé que me podían matar a mí en cualquier momento, pensé en mi futura hija, teníamos que salir de allí".
Los ahorros de los últimos diez años les permitieron comprar el pasaje a España. Comunicarlo a la familia no fue fácil. El padre de Marcos ya tenía a otra hija en el extranjero con una nieta que no había conocido: "Tampoco ha podido conocer a nuestra hija, y no sé si algún día podrá", nos dice Marcos con esa voz que parece estar más cerca de las nubes que de la tierra.
Carlos era profesor, no ganaba mal, pero necesitó un préstamo de un amigo de su hermano para comprar el pasaje de su libertad. Aquí tenía una prima que podría ayudar, creía él. "Todavía le debo buena parte de los 2.500 euros que gasté para venir".
Marcos, Marta y Carlos tenían estudios y un buen trabajo. El matrimonio tenía casa propia con su patio, sus flores, sus conquistas. El hondureño vivía con su familia, en el hogar donde creció, cerca de un bosque del que todavía recuerda los amaneceres con los amigos. Los tres huyeron para salvar su vida. Los tres hoy viven en España a la espera de asilo, como los otros 4.860 hondureños, salvadoreños y guatemaltecos que lo solicitaron el pasado año: 320 se resolvieron, tan solo 15 han recibido protección, informa CEAR.
Acostumbrarse a vivir en libertad
De España dicen que les sorprendió poder caminar por la calle con seguridad, jugar con la niña en el parque, poder mirar el móvil sin temer a que te lo roben. "Nos agrada tener libertad, criar a mi hija en un lugar seguro, pero aunque parezca raro todavía nos estamos acostumbrando. El miedo no se va más", confiesa Marta. Todavía reconoce que cuando se despiden después de haber estado con unos compatriotas tomando algo, mantienen la costumbre de llamar y decirse que han llegado bien: "Eso no nos lo podemos quitar, en mi país cada vez que sales de casa tienes que llamar para confirmar que llegaste bien a tu destino".
De España también cuentan que en más de una ocasión les han insultado: "Iba sola con mi hija y un señor mayor me dijo que tenía que pagarme todo con sus impuestos, que volviera mi país. Me morí de vergüenza, me quedé pálida sin saber qué responder", dice Marta. A Carlos también le han dicho eso de "por qué tenemos que manteneros" gritado a pleno pulmón, en plena calle.
La llegada fue dura para los tres. Tanto el matrimonio como Carlos cayeron en casas de conocidos, pero recibieron más malas caras que buenas, les exigían que trabajaran inmediatamente y ellos no sabían por dónde empezar. "De mi casa con dos plantas a estar en la sala de estar, durmiendo en una cama plegable con nuestro bebé, no fue fácil", dice Marcos. Todavía fue peor fue aquel trabajo en el que pasó dos meses de guardia de noche, haciendo doce horas al día, y por el que nunca le pagaron: "Me engañaron y acababa de llegar, no conocía mis derechos, no sabía qué hacer".
Para los tres llegar a CEAR fue como quien va al cielo después de años en el infierno. En la ONG les ofrecieron asesoramiento jurídico para tramitar la solicitud de asilo, y les dieron un hogar con el que ir tirando. Llevan más de un año a la espera de asilo y no las tienen todas consigo. Las autoridades españolas consideran que la persecución ejercida por las maras no constituye una persecución por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social u opiniones políticas -los motivos que se comprende la Convención de Ginebra para otorgar protección al refugiado- sino que juzgan que entrarían dentro de lo que se denomina "delincuencia común", y alegan que la finalidad del asilo no es otorgar protección ante fenómenos de inseguridad ciudadana.
La esperanza para estos tres perseguidos las dan las dos sentencias que dio la Audiencia Nacional (AN) en 2017 que se oponen al argumento de las autoridades españoles y recomiendan acatar las directrices dadas por ACNUR –favorables a dar la protección– en relación a las actuaciones de las maras en El Salvador y Honduras. La AN concluye que la violencia en ambos países tiene tal intensidad que puede calificarse como conflicto interno y señala que el estado ni en El Salvador ni en Honduras ha sido capaz de suministrar protección a la población. Las sentencias por primera vez plantean la necesidad de protección a las víctimas de estos países.
"Tanto que hablan todo el día de Venezuela pero Europa y Estados Unidos sigue siendo cómplice de los gobiernos de nuestros países"
CEAR en más de una ocasión ha señalado el "grave error del sistema de asilo de España" que no reconozca el derecho de asilo a las víctimas de la violencia de las maras, procedentes de los países de Centroamérica. "Las personas que huyen de esta violencia lo hacen para poner a salvo sus vidas, al igual que otras lo hacen por otros conflictos y persecuciones, por lo que deberían aplicarse criterios similares a la hora de atender sus peticiones", reclamó Estrella Galán, secretaria general de la entidad.
Carlos nos dice: "Tanto que hablan todo el día de Venezuela pero Europa y Estados Unidos sigue siendo cómplice de los gobiernos de nuestros países, y nuestro drama sigue silenciado. Todas esas personas que salieron en caravana hacia Estados Unidos no lo hacen porque quieren, sino porque no les queda otra opción para mantenerse con vida".
Carlos también nos dice que prefiere dormir en la calle en España que regresar a su país.
Marta no piensa en volver, su hija es lo primero.
Marcos se levanta todos los días buscando noticias de su país –"Me fijo por si han matado a algún familiar", nos dice–. Él no descarta regresar pero sabe que ahora no puede.
Los tres dicen que en España no conseguirán los trabajos que tenían en sus países. Asumen que aquí les toca hacer otra cosa. Les preocupa el precio del alquiler, la temporalidad de los empleos: "Te contratan por un día, nunca he visto algo así", dice Marcos, quien en el último momento nos reconoce estar desanimado pero que es "el precio de vivir en libertad".
Y Carlos resume así la situación de estos tres perseguidos: "Sigo esperando que en algún momento la vida me sonría un poco".
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