El salvaje terremoto de Haití tampoco concedió indultos en Belair, uno de los barrios más calientes de la capital caribeña. Aquí no hay tiempo ni para príncipes ni para el humor. Muros destrozados y vehículos inutilizados se han sumado a las barreras ya existentes antes del martes.
A sus habitantes no les gusta la policía. Pronto sabemos porqué. No muy lejos del barrio prohibido, en la frontera con el centro, tres agentes custodian nerviosos una calle. Se han distribuido en distintos puntos cardinales, como si fueran a proteger la zona. Eligen a un jovencito que por allí pasa. Uno de ellos lo derriba mientras los otros dos conforman un anillo de seguridad. Le pega un culatazo con su fusil, sin contemplaciones, con tanta contundencia que duele en la distancia. Le arranca lo que lleva en el interior de sus bolsillos, incluyendo el dinero. Lo golpea otra vez en el cuerpo. Están robando y no es su primera víctima.
Tras el atraco, los policías miran con furia, no quieren que haya testigos
Los agentes, ilocalizables en toda la ciudad, se pueden contar con los dedos de una mano tras recorrer varias veces sus calles. Ahora miran con furia. No quieren testigos cerca. Decía el filósofo que el hombre es un lobo para el hombre. Pobres lobos.
En Belair, no suceden estos abusos. Estos, no. Hoy es una zona inaccesible que lame sus heridas. La funeraria Vida Eterna exhibe varios cuerpos en su umbral porque dentro ya no hay sitio para más. El edificio está agrietado, difícilmente se mantiene en pie. Las hormigas humanas que por cientos se mueven por allí miran con indiferencia los cuerpos. Basta con taparse la nariz con pañuelos, mascarillas o con bigotes blancos pintados con pasta de dientes. Ya son parte de su cotidianeidad.
El pan se ha encarecido un 150%, de dos a cinco pesos
Stephania Zephie, de 44 años, deambula con sus dos sobrinas. Así pasan el día, de aquí para allá, sin rumbo fijo.
'No tenemos casa, no tenemos nada. Estamos en la calle desde entonces [el martes], buscando un sitio para dormir cuando llega la noche. Ahora vamos a buscar comida con un vecino generoso'. Así relata la mujer haitiana el calvario en que se ha convertido su vida. Sus cinco hijos están desaparecidos. Pero le toca cuidar de sus dos sobrinas.
La tía y las dos jovencitas no se suman a las pequeñas colas para comprar pan que proliferan en su barrio. Este se ha encarecido un 150%, de dos a cinco pesos haitianos. Ha llegado la hora de la especulación. Pero es esta economía de subsistencia, a la que ya están acostumbrados los haitianos, la que está permitiendo resistir en estos días de catástrofe en los que el Estado ha desaparecido tragado por la tierra.
En Camerún, la zona roja, se vende marihuana, cocaína y también pistolas
Pequeños mercados se asoman en algunas esquinas. Se compran lechugas, algo de fruta de no muy buena pinta. Incluso una gallina. Ya se ven los primeros sacos de arroz con una bandera estadounidense dibujada en su lomo.
Las calles de Belair se estrechan, se hacen más agobiantes. Llegamos a Camerún, zona roja. Es uno de los hipermercados de la droga en Puerto Príncipe. El terremoto no perdonó a nadie, tampoco a los pequeños camellos que hoy se escurren entre sus calles. Estética rasta. No quieren hablar. Son los ratpack, los duros del barrio. Tres de ellos se acercan. Un anciano se inmiscuye. Quiere sacar algo de dinero a los periodistas extranjeros. Uno de los jóvenes, en un arrebato de orgullo, se indigna. Miradas turbias sustituyen al recelo. Sube la temperatura. Hay que salir volando.
En Camerún venden marihuana, cocaína, pistolas, incluso chalecos antibala. El desastre también ha afectado a su negocio, poca demanda en estos días. Ahora es el tiempo de la muerte, no del vicio.
Los cadáveres, faltaría más, también se desparraman en el barrio más conflictivo. Arrojados en las esquinas, entre sábanas blancas y también las menos habituales de color azul.
El recorrido por las calles de la catástrofe confirma que la misma lotería trágica que en el resto de la ciudad ha llegado hasta Belair. Un edificio hundido, el siguiente herido, uno más resquebrajado, el otro sano y salvo hasta llegar al último de la manzana, derribado para siempre.
Un hotelito modesto se ha venido abajo, aplastando los vehículos antes aparcados. Una figura sobresale de entre los escombros. Un hombre en un dantesco escorzo. Medio cuerpo colgando del exterior. El resto se imagina dentro. Y el mismo ritual: gente que viene y va sin ni siquiera mirar. El horror, tantas veces compañero, forma parte otra vez de la nueva vida de los haitianos.
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