Un chillido. Agudo, seguido por chapoteos. Allá asoma una cabeza. Otro idéntico (solo que no es idéntico, solo que tiene una leve variación que el oído entrenado sin duda no puede dejar de comprender) a unos metros de distancia. Y otro, otro más. Avisar que has vuelto, avisar que no te fuiste.
Cada vez que una haenyeo asoma a la superficie después de una inmersión suelta su exhalación característica, la que es suya y de nadie más. Expandir los pulmones. Tranquilizar a sus hermanas. Como delfines alegres. Tributo al gran Dios Dragón, quizá.
Lo llaman sumbisori.
Resuena por toda la isla de Jeju.
Jeju es la isla más grande de Corea del Sur. Está en pleno mar de China Oriental, meridional respecto a la península coreana, poniente sobre la prefectura de Nagasaki. Semeja, por así decirlo, un enorme portaaviones varado en mitad del Pacífico. El más hermoso del mundo, seguramente. Espacio peculiar lleno de rituales y paisajes que son también dioses.
Uno donde las mujeres llevan siglos buceando.
"La primera vez que supe de las haenyeo estaba en la consulta del médico, ojeando una revista, como hacemos todos", cuenta Lisa See. Lisa es una escritora con millones de lectores alrededor del mundo, una persona que intenta explicar la sutileza en tradiciones de extremo oriente a través de novelas que ponen sus ojos especialmente sobre la condición femenina. El abanico de seda, por ejemplo, o El pabellón de las peonías. No es de extrañar, por tanto, que esas buceadoras llamasen su atención. "Arranqué aquella página (sí, soy ese tipo de personas), y la guardé durante ocho años. Después estuve preparada para ponerme a escribir". El resultado se llama La isla de las mujeres del mar (Salamandra, 2020) y es un canto bellísimo sobre un mundo que quizá dentro de no mucho deje de existir.
Empecemos por el principio. Ustedes igual las conocen como haenyeo, y así es como nos venimos refiriendo a ellas, más por convención que otra cosa. Pero ellas no usan esa palabra. En Jeju hay cultura propia, ajena a la del resto de Corea. El idioma, por ejemplo, un dialecto nasal, mucho más directo que el coreano estándar, menos dado a lo ceremonioso. Allí, en ese sitio de viento y mar, las buceadoras se señalan diciéndose jamsu, jamnyeo o jomnyeo. Seguiremos usando la otra palabra por comodidad, pero quede expresado.
Cuentan que hace muchos lustros eran hombres quienes iban a bucear, y las mujeres quedaban en casa, al cuidado del huerto y la simiente (todas). Pero entonces, en el siglo XVII, un rey ordenó que todos los varones fueran gravados con impuestos altísimos por su trabajo. "Así que pensaron en cómo podrían evitar eso. Y alguien dijo: Eh, enviemos a nuestras esposas, madres e hijas al mar", cuenta Lisa. Negocio redondo. Las féminas aguantan menos en apnea, pero se adaptan mejor a las frías aguas de la zona, porque su porcentaje de grasa corporal es mayor. De esta forma podían trabajar durante más y más horas. Y eso significaba (significa) más y más dinero.
Las haenyeo se sumergen siempre sin oxígeno, usando solo sus pulmones. Pesca artesanal, paredes rocosas hasta diez o quince metros, allí donde la luz empieza a perderse por entre tonos azul y verde, gris y negro en el sitio de donde jamás se regresa. Utilizaban trajes de algodón blanco con tres piezas (hoy en día ya hay neoprenos), perfectos porque no cogían demasiado peso al mojarse y aislaban lo suficiente de la gelidez que traen mareas y olas. También tenían un efecto secundario muy llamativo: se transparentaban. Brazos y piernas desnudas, por adicionar escándalo. Así se juntaba el carácter pintoresco de las haenyeo con las miradas torvas que llegaban desde el continente. Qué vas a esperar de esas. Mujeres que salen a trabajar mientras sus maridos quedan en casa, haciendo crecer granos. Algunos, claro, también languidecían por bares y tabernas.
Antes de sumergirse las haenyeo beben agua caliente, hacen respiraciones profundas para adaptar su pecho a la falta de aire. Llevan cestos en la espalda y un bitchang para sacar a los animales de sus madrigueras. También cuchillo para abrir erizos de mar, hoz para las algas, un gancho para defenderse. El entrenamiento para ellas empezaba antes de cumplir los diez años. Poco a poco. Aprender a respirar en el mar, primero. Bucear, más tarde. Cada vez a mayor profundidad. Los trucos. Leer superficie y fondo, encontrar allí los versos con los que respira el océano. Sin gafas hasta hace poco tiempo. Transmisión de madres a hijas, de maestro a aprendiz. Cada grupo de haenyeo tiene estructura jerárquica, con una líder que lo es por mezcla de años, experiencia y capacidad. A todos esos saberes los llaman muljil.
Sumbisori. Uno, otro. Aquí y allá. Cabeza abajo. Otra vez.
Universo nuevo. Silencioso, vivo. Allí las haenyeo buscan pulpos, abulones (las deliciosas orejas de mar, joyas por las que se pagan auténticas fortunas), ascidias u ostras. Recolectan, al saco y emergen. Cada una lleva atada a la cintura una boya que llaman tewak, normalmente color naranja. Así que cuando las haenyeo pescan pareciera que el mar tiene posados en su corriente los pájaros más coloridos del mundo.
Y luego está lo de las creencias. Las propias, las ajenas. Corea del Sur es un país que, en su mayoría, sigue el credo cristiano o las enseñanzas de Confucio. Pero también en eso Jeju es diferente. La insularidad, quizá, el aislamiento obligado tras tantos siglos de lindes en el océano. Allí hay otras cosas. Otras verdades. Paganismo. La Diosa Madre. O Abuela, Seolmundae por nombre. El Dios Dragón. Los chamanes. "Pude hablar con la principal chamán femenina de Jeju", cuenta Lisa See. "Se llamaba Suh Sun-sil, y su trabajo es ir de aldea en aldea, recorriendo toda la costa, y realizar ritos con y para las haenyeo. A primera vista era una persona totalmente normal. Esposa, madre, con su propio trabajo. Combinaba espiritualidad y practicidad. La pérdida del alma, por ejemplo, la idea de que parte de tu alma puede dejar el cuerpo tras una tragedia o un impacto emocional".
No piensen en filosofías new age ni en ideas modernas. Es algo más antiguo, más trascendente. Fundamental. La posibilidad de sobreponernos a la muerte en un sitio, en una vida, en la cual la muerte tan presente está. Superar para superarnos. "Toda mujer que entra en el mar lleva un ataúd a su espalda", dicen las haenyeo, y es una realidad tan sobrecogedora como certificable. Volver allí, al vientre, al agua, sin enojo. "Además las buceadoras están en continuo contacto con la naturaleza, con el océano. Cuentan ellas que el mar es mejor que tu madre, porque el mar es para siempre", sigue Lisa. Destino y condena, quizá. La existencia.
La mayoría de estos preparativos (los más terrenales, también aquellos que beben de la comunión con fuerzas que no alcanzamos a entender) tienen lugar en el bulteok. O tenían. Hoy hay vestuarios cómodos, con perchas, calefacción, agua caliente. Pero antes no. Antes solo estaba el bulteok, alfa y omega de la comunidad femenina que habitaba a mitad de camino entre las tierras y el agua. Cuarto pequeño, a cubierto. En el centro, una pequeña hoguera, círculo de piedras alrededor. Allí se cambiaban, se ponían los trajes de algodón. Allí descansaban a la vuelta, los pies extendidos hasta casi tocar las ascuas, el calor retornando al cuerpo que tirita. Se hablaba, se intercambiaban secretos (de buceo y de los otros, de los que importan), cuentan historias, rezan a quien haya que rezar cada día. Espacio vetado a los hombres. Expresión máxima de una sociedad que es diferente.
¿Recuerdan lo que dijimos sobre la forma de referirnos a la "mujeres del mar"?. Haenyeo es un término de origen japonés, y los japoneses ocuparon ese territorio durante varias décadas hasta terminada la Segunda Guerra Mundial. A su marcha, paradójicamente, se desató el infierno. Hablo con Alberto Ballesteros de Santos, investigador en el King's College de Londres y analista de asuntos asiáticos para El Orden Mundial.
"Corea del Sur fue la primera república totalitarista de la zona. En 1961 se da un golpe de Estado militar y al frente del gobierno queda el general Park Chung-hee. Estará allí hasta 1979, cuando muera asesinado, y la democracia aún tarda otra década en llegar. Todo esto lo permite Estados Unidos por la importancia estratégica del enclave. Oposición al comunismo, claro. Siempre presionó para intentar instaurar libertades allá, pero lo importante era lo otro".
Movimientos, también. Guerrilleros. Muy activos contra la invasión nipona, ideología de izquierdas. Exterminados por el Gobierno de Seúl. Con más intensidad en Jeju que en la península. "Creo que, al ser una isla, Estados Unidos no estaba tan encima a nivel ideológico, lo que propició que hubiese una mayor libertad", continúa Alberto. "Por decirlo de esta forma, allí se podía protestar, y por eso una insurgencia más organizada. La represión fue horrenda, y los americanos hicieron la vista gorda con las matanzas". Estas fueron especialmente cruentas en el año 1949. Durante más de cincuenta años, hablar de estos hechos estuvo prohibido. El setenta por ciento de las aldeas de Jeju cayeron pasto del fuego, y muchas no se reconstruyeron nunca. Un total de ochenta y cuatro pueblos "perdidos" se han identificado hasta la fecha. Vas caminando por la montaña y, hop, restos de casas, de vidas. El número de víctimas es, aún hoy, misterio. Entre treinta y ochenta mil personas, sobre un total de trescientos mil en toda la ínsula. Desastre difícil de explicar.
En la isla de las haenyeo el mar es generoso. "¿Hay comida en esta playa?", preguntan. "Hay más comida que granos de arena en Jeju, hay más comida que en veinte lunas", escribe Lisa. Sí, en la isla de las haenyeo el mar es duro, pero magnánimo.
La tierra, en cambio, está cubierta de sangre y recuerdos malos.
Antes había más mujeres haenyeo. Unas 40.000, nada menos, en los setenta del siglo pasado. Dicen que eran tan buenas en lo suyo que incluso pasaban largas temporadas lejos de Jeju, trabajando para otros. Japón, la Unión Soviética. Labor estacional, como era frecuente hasta no hace tanto. Dejaban de sumergirse a los 55 años, si es que tenían la suerte de vivir tanto. Trabajo peligroso, durísimo. Sordera a causa de las múltiples descompresiones, problemas en piel y ojos. Y cosas más graves. Mil amenazas. Depredadores, abulones que se cierran y te atrapan a la pared volcánica, corrientes traicioneras, tiburones, redes de pesca enganchadas en piernas y brazos, un momento de duda... Las haenyeo intentaban, por todos los medios, recuperar el cuerpo de una de las suyas si ésta no había podido emerger y chillar su sumbisori. Lo que no podía es quedarse allí, vagando entre dos mundos, con los ojos abiertos y los pulmones llenos de agua.
Hoy en día quedan alrededor de 4.000, "y la más joven rondará los 55 años", me dice Lisa See. "La edad a la que antes se retiraban, se recogían en la tierra para recolectar y clasificar algas. Pude hablar con algunas de ellas. Se llamaban Kang I-suk, Kim Wan-soon o Kim Won-seok". El reverbero de los nombres se queda en el paladar, sabor salado de marisco recién conseguido en el océano. Las hay que tienen setenta, ochenta y hasta noventa años. Algunos, poco originales, llaman a estas viejas haenyeo las abuelas del mar.
Es, sin embargo, algo protegido. Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, nada menos. Declarada así por la Unesco en 2016, exponiendo, entre otras razones, la certeza de que esta cultura desaparecerá de la faz de la tierra en diez o quince años.
El peligro, también, de convertirse en folklore, en atracciones para turistas, algo que no suele tener buen fin. Lisa no cree que vaya a pasar. "Sí hay mujeres que hacen espectáculos al borde del mar, o en algún museo, pero la inmensa mayoría de quienes quedan son trabajadoras. Solo eso. Trabajadoras".
Y concluye. "No hay nada como el reconocimiento internacional. Antes las haenyeo tenían mala reputación, pero ahora todo el país, y la isla de Jeju en particular, están muy orgullosos de ellas".
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