sao paulo
Actualizado:Se le conocía como el "indio del hoyo" y hacía más de 26 años que vivía en soledad total, por voluntad propia, en medio de la selva brasileña. Era un indígena no contactado, el último superviviente de su tribu. No quiso buscar más compañía cuando murieron sus compañeros. No se sabe a qué etnia pertenecía, ni él ni su gente, que han ido muriendo probablemente asesinados por pistoleros contratados por los colonos y terratenientes que invadieron las tierras a partir de los años setenta.
Lo encontraron la semana pasada, ya cadáver, tumbado en la hamaca instalada dentro de una de sus múltiples cabañas, donde siempre hacía un hoyo dentro, un agujero de unos dos metros donde a veces colocaba estacas afiladas, seguramente para defenderse. Eso le dio el sobrenombre, aunque también se le conocía como "indio Tanaru", según, la Fundación Nacional del Indio (Funai), que se encarga de la protección de estos pueblos originarios, los más vulnerables del mundo, según la Funai.
En un comunicado del pasado sábado, la Funai confirmaba uno de sus temores, el indígena había muerto y, con él, toda una tribu de la que nunca se vieron más integrantes desde 1995.
"Entonces había un grupo de cuatro individuos, pero ya no tenían las condiciones genéticas para reproducirse entre ellos", explica al diario brasileño O Globo Altair Algayer, indigenista de la Funai encargado de vigilarlo. Se cree que todos fueron asesinados. Fue Algayer quien halló al último de su tribu tras un tiempo sin tener noticias suyas. Su restos han sido trasladados a Brasilia para realizar una autopsia y otras pruebas.
"Con su muerte se completa su genocidio. Porque esto trata realmente de un genocidio: la aniquilación deliberada de todo un pueblo por parte de ganaderos hambrientos de tierra y riqueza", ha asegurado Fiona Watson, directora de investigación y campañas de la organización Survival, que visitó la zona en 2004 para escribir un artículo.
Hacía 26 años que un equipo del Frente de Protección Etnoambiental de Guaporé (FPE Guaporé) en 1996 lo vió y documentó por primera vez. Sucedió en la tierra indígena Tanaru, de ahí su otro apodo. Recorría la selva amazónica del estado de Rondonia, cerca de la frontera con Bolivia, y desde entonces era monitorizado y protegido por la Funai, siempre desde lejos, sin mantener más contacto con él que el visual, como se hace con los 114 pueblos indígenas que se sabe que viven aislados, sin mantener relación con la población blanca, mestiza y urbana de Brasil, que siempre han llevado desgracia y peligro a estos pobladores primigenios.
El territorio indígena de Tanaru, según la Funai, tiene más de 8.000 hectáreas y es uno de los siete territorios de Brasil protegidos por ordenanzas de protección territorial. "El presidente, Jair Bolsonaro, y sus aliados llevan mucho tiempo haciendo campaña para abolir estas protecciones", advierten los encargados de la conservación del entorno. Para el todavía presidente, los indios solo "son pobres en tierra de ricos"
Único intento de contacto
Tan solo una vez se intentó contactar con el "indio del hoyo". "Estuvimos hasta dos horas frente a la cabaña para convencerlo de que se saliera, pero él se armó dentro", recuerda Algayer a O Globo. Y a quién podría extrañar su desconfianza.
Desde las décadas de los 70 y 80, los indígenas que habitaban esta zona chocaron con el miso problema que los indígenas de hace más de cinco siglos: la colonización. Se construyeron haciendas y granjas, comenzó a despuntar con peligro la tala ilegal, los grandes incendios de su hábitat y la cacería del hombre blanco, los ataques a pobladores aislados que han diezmado, desplazado o exterminado a tantas tribus indígenas que dificultaban el negocio de la explotación de su tierra.
No se sabía su nombre ni su edad, ni siquiera el idioma que habló alguna vez
Ha muerto un icono que nunca supo que lo fue. Nada ni nadie lo mató, aparentemente. Su deceso apunta a causas naturales, según las fuentes oficiales. En el lugar que eligió para morir, o en el que la muerte eligió para llevárselo —no había aparentes incididos de que estuviera enfermo— no había signos de violencia o peleas, tampoco rastro de la presencia de otras personas en la cabaña. Todas sus herramientas estaban donde solían estar durante el último cuarto de siglo. Puntas de flecha talladas, calabazas a modo de cantimploras, nueces secas y una antorcha hecha de resina. También cultivaba en pequeños huertos verduras, paw paw o mandioca.
Ni siquiera se sabe con exactitud qué edad tenía, aunque se calcula que alrededor de los 60 años. No hay un nombre con el que llamarle ni un idioma en el que decirle adiós. Vivía en un radio de 80 kilómetros y, a su alrededor, apenas había más que una pequeña porción de selva protegida, rodeada de explotaciones ganaderas y no demasiada gente que tenía prohibido acercarse. Su territorio era amplio para una sola persona y bien estructurado. La Funai ha identificado 53 chozas en las que vivió este hombre, todas ellas con una única puerta y su sempiterno agujero en el interior.
Para llevar a cabo los trabajos de monitoreo del indígena, se usaron drones y un escáner en tres dimensiones, así como se recolectaron diversos vestigios en el lugar donde vivía, que también serán analizados.
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