Rukla (Lituania)
Actualizado:"Esto es peor que una prisión". Mohamed tiene 17 años y aguarda su trámite de asilo en la localidad lituana de Rukla. Es refugiado afgano de segunda generación. Su padre emigró de Afganistán a Irán y 40 años después continúa sin ser reconocido ciudadano de pleno derecho en el reino persa. Mohamed tiene el drama migratorio en sus entrañas. Su nacionalidad corresponde a Afganistán, país que nunca ha pisado. Nació y creció en Irán, donde era uno de los mejores estudiantes de la clase. Pero no le ofrecían ninguna oportunidad. Y decidió perseguir un camino que le ha llevado a Turquía, a atravesar el Mediterráneo, a pasar dos años en un centro de recepción en las islas griegas y a una situación límite en Lituania.
Su historia es la historia del fracaso de la gestión migratoria en la Unión Europea, que va camino de su séptimo año sin una política de asilo común. La crisis de 2015, cuando cerca de un millón de personas llegaron al viejo continente, hizo saltar las costuras del Reglamento de Dublín, que establece que el primer país al que llega un refugiado es el responsable de tramitar su petición. Países en primera línea como Grecia o Italia quedaron desbordados. Bruselas intentó poner en marcha cuotas de refugiados obligatorias para reubicar a las miles de personas que día a día arribaban a las islas del Mediterráneo. También fueron un fracaso. En sus dos años de duración, fueron reubicadas unas 29.000, muy lejos del objetivo inicial de 160.000. El experimento cerró con un cumplimiento del 18% y empujando a los Estados miembros a unas diferencias irreconciliables hasta el día de hoy.
Algunos países como Hungría, Polonia o Chequia se negaron de forma rotunda a acoger a refugiados a pesar de las llamadas de Bruselas a hacer gala de los principios del proyecto europeo de "solidaridad" y "responsabilidad". Aprovecharon, además, el contexto para apuntalar su postura anti-inmigración convirtiéndola en una máquina de votos electoral. El resto es historia: parches e improvisaciones ante los buques varados en el mar, dictadores explotando el temor de la UE a una ola de personas migrantes o miles de vidas perdidas en la dura travesía hacia el sueño europeo.
Mohamed fue una de las personas que arribaron a Grecia desde Turquía. Llegó a las islas helenas con 15 años. Permaneció allí dos años sin recibir apoyo escolar. Hasta que un día, las autoridades del centro de acogida le propusieron solicitar asilo en Lituania con la garantía de que el Gobierno del país le ayudaría a emprender una nueva vida. No le mostraron más opciones en otros países, pero lo aceptó con entusiasmo. Todo parecía encaminarse. Los amigos que conoció allí y que fueron trasladados a Alemania le contaban el respaldo y el apoyo de las autoridades germanas. "Si quieres ser boxeador y eres bueno en ello, apuestan por ti", le decían.
La ilusión duró poco. Y no tardó mucho en tornarse en una especia de pesadilla. Mohamed se cortó las venas a las dos semanas de entrar en el centro de refugiados de la ciudad lituana de Rukla. Tenía mucha ansiedad y estrés. "No podría más". Vino la ambulancia, pero se lo llevaron en un coche policial esposado y escoltado. Le golpearon, denuncia. "Quería sentir dolor para olvidarme de la desesperación", relata. Su llamada era un grito de socorro y un chillido pidiendo atención y cariño. Los trabajadores del centro están desmotivados. Contestan con "sí, no o espera" a chavales que han atravesado en su corta edad demasiadas situaciones dramáticas.
Hace un año y medio, la UE comenzó las reubicaciones de menores no acompañados que se encontraban durante años en el limbo en Grecia. El objetivo era repartir a 1.600 entre Luxemburgo, Francia, Alemania, Finlandia, Portugal, Irlanda, Croacia y Lituania. Mohamed era uno de ellos.
En este módulo de menores, el más pequeño tiene doce años. A diferencia de Grecia, no les preparan la comida, sino que les proporcionan 40 euros para que la compren y después se cocinen. Solo pueden salir del centro para este cometido. Una gran base militar, que yace justo en frente del centro, se encarga de crear el ambiente de intimidación.
El día a día pesa demasiado. No tienen nada que hacer. Mohamed echa de menos Grecia, donde al menos había más espacio para matar las horas con amigos. Ahora la agenda se limita a una o dos horas al día para estudiar lituano. "Pierdes todos los sueños y las esperanzas. Todos los días son iguales. Es deprimente. Lo pasas tirado en la cama viendo como pierdes tu vida. Y cuanto más duermes, más quieres dormir", asegura.
En el corto camino del centro a la compra, a Mohamed le acompaña su amigo Salman. El primero quiere ser deportista. El segundo barbero. A pesar de que la vida lituana es mucho más hostil de lo que anticipaban, quieren darle una oportunidad. Se resisten a volver a empezar de cero. Pero el futuro es muy incierto: no saben cuánto tardarán en darle el estatus para poder residir en el país de forma legal. Y mucho más sombría se anticipa la vida detrás de esas puertas. Desde el centro les dicen que deberán ganarse la vida sin ayuda externa.
Forjar una política de asilo común y sostenible es la gran asignatura de la UE, que permanece cautiva de sus fantasmas y temores a las llegadas de migrantes y refugiados. Líderes autoritarios juegan con esta flaqueza para chantajear, presionar u obtener concesiones de Bruselas. Turquía marcó el camino. Marruecos le siguió meses después. Y ahora es el régimen de Alexander Lukashenko, presidente de Bielorrusia, el que agolpa a miles de personas en las fronteras con Polonia, Letonia y Lituania en lo que la UE denuncia como una "guerra híbrida" que usa a las personas como "arma política".
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