ciudad de méxico
Salen de Centroamérica, pero parte del origen de las caravanas de migrantes que se dirigen hacia el norte se localiza en Estados Unidos. En el discurso del presidente Donald Trump, las caravanas de inmigrantes son el enemigo invasor del pueblo americano que sólo un muro fronterizo podrá contener. Pero si su objetivo real es acabar con la llegada de indocumentados en el país, lo tendría más fácil empezando por revisar su política migratoria.
Un estudio de un economista de la Universidad Libre de Berlín, Christian Ambrosius, demuestra que la deportación de indocumentados e inmigrantes convictos ha tenido la misma función que la de una tirita — evitar el sangrado inmediato sin curar la infección — y el efecto de un boomerang: “Los pandilleros de Estados Unidos son hijos de inmigrantes que crecieron en las zonas marginales de algunas ciudades americanas. Ahí se volvieron violentos, y cuando los deportaron ya de adultos, exportaron la violencia a esos países”, afirma el economista alemán, en entrevista para este medio.
Con base en un análisis de datos, Ambrosius muestra cómo la violencia de las pandillas que acabaron con la seguridad pública en El Salvador a finales del siglo pasado — la Mara Salvatrucha (MS 13) y Barrio 18 — la trajeron los deportados convictos que se criaron en las zonas pobres de, principalmente, Nueva York, Washington y Los Ángeles, la capital mundial de las pandillas en los 80 y los 90.
Pandillas ‘made in USA’
La historia se remonta a finales de los años 70, cuando los salvadoreños huían del deterioro político y económico de su país que, más tarde, desembocó en una guerra civil. Se establecieron en los suburbios de esas tres capitales; en aquel entonces, ya registraban altos índices de criminalidad y violencia. “En este ambiente crecieron los hijos de migrantes salvadoreños, muchos de los cuales terminaron involucrados en el tráfico de drogas y otras actividades ilícitas”, escribía Ambrosius, en un artículo que publicó en un digital salvadoreño, El Faro.
Bajo la nueva ley, incluso el uso de un pasaporte falso podía implicar una deportación
El experto señala 1996 como año en el que empezó la exportación de la violencia. El Congreso de Estados Unidos, controlado por los Republicanos, aprobó una serie de modificaciones a la ley que regulaba el estatus y responsabilidades de los inmigrantes en el país. Una de las que más impactó a los hijos de inmigrantes indocumentados fue extender el concepto de “delito agravado” más allá del asesinato y tráfico de armas y de drogas. Bajo la nueva ley, incluso el uso de un pasaporte falso podía implicar una deportación. Junto con los nuevos delitos agravados, al gobierno al Bill Clinton le tocó poner en marcha un procedimiento sumario para las deportaciones de los condenados por esos crímenes.
El resultado fue un aumento “dramático” de las deportaciones, tal y como informaba el Gobierno estadounidense en el Anuario de Estadísticas de Inmigración de 1997. En ese año, se expulsó un 60% más de extranjeros respecto del año pasado, hasta alcanzar los 114.060. De estos, 51.141 eran criminales, cifra récord en aquel entonces. El Salvador era el segundo país que recibió más delincuentes deportados, seguidos por México. En total, entre 1997 y 2015, 244.000 salvadoreños fueron devueltos por la fuerza, un 33% de ellos con antecedentes penales. Estos centroamericanos de nacimiento no sólo regresaron a El Salvador como pandilleros, sino que se encontraron con un país que los rechazaba y que era incapaz de imponerles su autoridad: tierra fértil para seguir con lo que habían aprendido en los suburbios de Los Ángeles y las demás capitales.
Para Ambrosius, la prueba del contagio de la violencia es la tregua que el Gobierno de El Salvador acordó con la Mara Salvatrucha y Barrio 18 entre 2012 y 2013. “Los municipios donde mayor reducción de homicidios hubo son precisamente los municipios cuyos migrantes llegaron a los lugares en los que ya había altos índices de violencia en Estados Unidos”, afirma el experto en su artículo de El Faro.
Lo que hace aún más interesante el estudio es que convierte a El Salvador es un laboratorio de política migratoria de poco más de 6 millones de habitantes, porque sus conclusiones aplican a otros países. Otra investigación del economista alemán, junto con el profesor de la Universidad de Virgina David Leblang, lo demuestra. Analizaron la relación entre las entradas de deportados con antecedentes penales y las tasas de homicidios de 123 países entre 2003 y 2015, entre ellos, España. “La relación causal es impresionante: por cada diez deportados entre 100.000 personas, observamos un aumento de los índices de homicidio de más de dos”, especialmente, en América Latina y el Caribe, según escriben en su estudio.
Guatemala, Honduras y El Salvador son los países más letales sin conflictos armados
Si el promedio de homicidios por cada 100.000 ciudadanos es de 5, en los países del Triángulo Norte — Guatemala, Honduras y El Salvador — hubo más de 26 en 2017. En 2015, de hecho, éste último se ganó el título al país más violento del mundo, con 109 homicidios por 100.000 habitantes. Junto con Guatemala y Honduras, ocupan desde hace años de los primeras posiciones en los rankings de países más letales sin conflictos armados. Ante este escenario, lo que para la Casa Blanca es una amenaza para la seguridad nacional, para los guatemaltecos, hondureños y salvadoreños es una solución: emigrar.
“Mataron al papá de mis hijos un 25 de octubre, era conductor de autobús. Soy madre soltera, tengo 5 hijos y me quedé sin trabajo, como siempre pasa en Honduras”, explica Karla Fuentes. “Me fui porqué está bien peligroso. El 7 de octubre iban a matar a mi marido en un cementerio, lo tenían rodeado y querían que vendiera marihuana”, cuenta Ana Maria, salvadoreña. Ambas formaban parte de la primera caravana de migrantes de este año, que salió de San Pedro Sula (Honduras) en enero. Las declaraciones son de su paso por la Ciudad de México. Junto con la violencia, la falta de oportunidades económicas es la otra razón que esgrimen los que huyen en búsqueda de su Sueño Americano: “Yo trabajaba de lo que fuera: pelar pollos, cortar leña, lavar el corral de marranos… Había días que me salía trabajo y días que no me salía nada”, dice la emigrante salvadoreña.
Replantear la política migratoria de abrir y cerrar puertas
Como Ana María, cientos de miles de centroamericanos han cruzado México hasta llegar a las puertas que separan la América latina de la anglosajona para pedir asilo. Esta crisis migratoria provocó “el momento más difícil” de la relación del nuevo gobierno de Andrés Manuel López Obrador con Washington, en palabras del secretario de Relaciones Exteriores mexicano.
“En Centroamérica tenemos una crisis mayúscula, eso es ya un éxodo”, afirmaba este lunes Marcelo Ebrard, titular de Exteriores, en la rueda de prensa en la que presentó los acuerdos que alcanzaron con Estados Unidos para evitar la imposición de aranceles a las importaciones de México. Entre diciembre de 2018 y mayo de 2019, las autoridades migratorias mexicanas han devuelto a 80.537 personas migrantes, principalmente a los países del norte de Centroamérica, según datos de la secretaría.
Sin dar detalles, Ebrard presentó como un éxito haber conseguido que Estados Unidos suscribiera la apuesta mexicana para acabar con las migraciones forzadas: el Plan de Desarrollo Integral para México y el Triángulo Norte, que elaboró la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) de la ONU. Pero aunque la estrategia reconoce la incidencia de la violencia en las migraciones masivas a Estados Unidos, se centra principalmente en adoptar medidas económicas.
Con respecto a los gobiernos de El Salvador, Honduras y Guatemala, se limitó a indicar que les pedirían “su solidaridad” y que buscarían un “compromiso común” con cada uno, descartando “medidas coercitivas”. Nada dijo respecto de la seguridad en esos países.
Los estadounidenses son soberanos para decidir si quieren seguir con la política de deportaciones de inmigrantes indocumentados y de cerrar las puertas del sur. Pero, si realmente quieren evitar que les sigan tocando el timbre pidiendo asilo, la apuesta mexicana les da una alternativa, al menos teóricamente, para que los centroamericanos no tengan que huir de sus países para sobrevivir. Si no, como dice Ambrosius, las políticas de deportación tenderán a provocar nuevas migraciones.
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