SAN JORGE LA LAGUNA (GUATEMALA)
Actualizado:Marta Julia tiene 31 años, tres hijos y la memoria de una infancia que nunca existió. Primero se la robó la guerra; después la miseria de los países a los que les han arrebatado la conciencia. No había terminando de huir de los militares cuando tuvo que ponerse a trabajar. 75 quetzales (9,5 euros) de 1994 con los que alimentar nueve bocas. Desde entonces Marta Julia nunca ha dejado de bregar. Ha limpiado casas, arreglado ropa y elaborado artesanías. Lo que sea necesario para que sus hijos puedan ir a la escuela y no sean, como lo fue ella, uno más entre los rostros ajados del trabajo infantil.
Son poco más de las diez de la mañana de un viernes de sol fulgurante, capaz incluso de derretir la sombra del volcán San Pedro sobre las aguas tranquilas del lago Atitlán. Han pasado más de veinte años desde la firma de la paz en Guatemala, pero la presencia de los militares sigue incomodando a las habitantes de San Jorge La Laguna. Demasiados muertos, demasiadas noches sin dormir. La plaza del pueblo, una explanada polvorienta con una portería, una panadería y una iglesia de pasado colonial, permanece vacía hasta que parte el convoy. En unos minutos, las colas vuelven junto al horno de la “Virgen Sagrada”, mientras al otro lado de la plaza, en la venta de verduras y la carnicería San José, dos pequeños cargan cajas repletas de mercancía. Deberían estar en la escuela, como también los jóvenes del taller de soldadura. O las chiquillas que de los collares de artesanía. Mas en este rincón paupérrimo de Centroamérica, donde la tasa de pobreza ronda el 80%, los menores son una fuente fundamental de ingresos para las familias. Desde hace demasiados años.
Marta Julia tenía ocho años y el tercer grado de educación básica cuando la enviaron como interna a casa de unos tíos, “unos hermanos de mi padre”, para encargarse de las labores domésticas. Trapear el suelo, ayudar en la cocina y hacerse cargo de los mandados. Todo entre gritos y enojos. Desde el alba hasta la medianoche por 75 quetzales (9,5 euros) mensuales. “Al volver a casa tenía que poner dinero para ayudar a dar de comer a mis hermanitos”. A los seis que quedaban vivos. A los otros ocho bastaba con honrarles la memoria. Al menos con lo que sobraba de aquellas mensualidades pudo comprar los útiles que necesitaba y volver a la escuela.
Marta Julia tenía ocho años cuando comenzó a trabajar como interna de casa
Al terminar sexto curso, con 13 años, la joven cambió por primera vez las lunas junto al lago por las estrellas de neón de la capital. Otra vez a trapear, a cocinar, a cargar con ropas sucias. Así durante tres años. Al menos aquí la “trataban muy bien”. Y le pagaban 600 quetzales (76,6 euros).
Del trabajo al matrimonio infantil
Una vez al mes, Marta Julia volvía a su aldea. A esa casa desde la que casi podía alcanzar la luna. Tenía dieciséis años cuando un joven del pueblo se le acercó. Su hermano, Carlos Roberto, necesitaba una esposa, así que la convenció para que volviera: en Panajachel, una de las localidades más turísticas de Guatemala ubicada en la ribera del lago, apenas a unos minutos de San Jorge, necesitaban empleadas domésticas. Para los hoteles, para los apartamentos turísticos, para las residencias elegantes.
“Vas a poder ganar más dinero”, me dijo. “Ahora creo que aquello fue un engaño”. Cuando sonríe, a Marta Julia se le escapa un suspiro que más bien es una brisa entre el bochorno. Apenas un mes después de volver al pueblo, ya estaba casada con un maestro de educación secundaria. “Entonces pensaba que ya no iba a trabajar más”.
En Guatemala, especialmente en las regiones de mayoría indígena, como ésta en la que residen comunidades kaqchikel, es habitual que las mujeres contraigan matrimonio siendo todavía menores. Según las estadísticas oficiales, en los últimos cinco años se registraron en el país más de 80.000 matrimonios de menores, de los que 4.983 involucraban a niñas de 10 a 14 años.
“Hay mucha dependencia, la mujer está supedita al hombre”, resume la activista Lilian Xinico
Aunque una reciente modificación legislativa ha elevado la edad legal para casarse hasta los 18 años, el peso de la tradición sigue imponiéndose: sólo en en 2015, 34.970 menores resultaron embarazadas en Guatemala, 2.243 menores de 15 años: el 78% de ellas solteras legalmente.
Este modelo patriarcal se traduce en San Jorge La Laguna en un triple estigma: mujer, indígena y del área rural. “Hay mucha dependencia, la mujer está supedita al hombre”, resume la activista Lilian Xinico. Sin acceso a la educación -el 45% de las mujeres indígenas son analfabetas y 9 de cada 10 chicas que resultan embarazas abandonan sus estudios según un estudio del Fondo de Población de Naciones Unidas (UNFPA)–, las jóvenes confinan su vida a las labores domésticas: cuidar de los niños, de la casa y de los mayores.
Un salario que vale tres educaciones
“Hay que atacar la raíz del problema para romper el círculo de vida sin educación y con matrimonios a edades tempranas”. Sentada en la única silla de madera del cuarto, una terraza que también es tendedero y a la que llega el rumor de la tarde, Xinico esboza las bases del plan que ella, indígena de Patzún, lleva meses poniendo en práctica: “Hay que empoderar a las mujeres. Si no educamos a las mujeres nunca vamos a salir de la pobreza”.
La prioridad de Marta Julia es que sus hijos vayan a la escuela
A sus 31 años, Marta Julia está aprendido a leer y a escribir en español. También a elaborar nuevas artesanías: collares, pulseras… Pero su prioridad, por encima de todo, es que sus hijos vayan a la escuela. Para que Dulce pueda ser doctora y Juan Pablo maestro, como su padre. Y para que Eric siga pateando la pelota mientras sueña con ser Messi.
“Me levanto a las 6 de la mañana, preparo el desayuno y a las 07:30 voy a Mercado Global -la ONG en la que recibe hasta 1.900 quetzales (243 euros) mensuales por fabricar bolsas y otros productos decorativos-. A la vuelta me encargo de la casa y por la noche me dedico a las artesanías”. Lo que sea necesario para que los niños puedan acudir a la escuela. “Hay meses que tenemos que dejar de pagar el gas o la luz para pagar los útiles”.
Las mensualidades del profesorado son irregulares y en los últimos meses ha subido el precio de la luz, el gas, el agua y el drenaje. “El sueldo de mi esposo lo destinamos a pagar los gastos y el crédito de la casa. Lo que yo gano -algo más de 300 euros mensuales con las artesanías que elabora por la noche- lo usamos para comer”.
-“¿Y qué os gustaría comer hoy?
-“¡Caldo de pollo!”, responden los hijos mayores al unísono.
Eric, el más pequeño de los tres hermanos, sigue golpeando al balón, arrastrándolo por el suelo hasta desgastarlo. Marta Julia le acaricia el pelo cuando pasa a su lado. Nada le gustaría más a ella que cocinarles caldo de pollo, pero últimamente en casa hay más frijol, arroz y brócoli. “Hay que reducir gastos”, se lamenta.
A unos metros de allí, en un pequeño terreno vacío entre las casas, Cecila, la matriarca de la familia, se afana en arrancar la tusa del maíz. Lleva desde las 7 de la mañana haciéndolo. Eric corre a buscarla. Él también está aprendiendo a prepararla. Unos segundos después llegan Dulce y Juan Pablo. Marta Julia observa a su madre y a sus vástagos desde la distancia. Para entonces ya no hacen falta palabras: el verdadero pago que tiene su trabajo es que sus hijos puedan ir a la escuela. Para que ellos rompan el círculo.
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