El Cairo
Unos sesenta millones de egipcios están llamados a las urnas el lunes en unas elecciones en las que, sin asomo de duda, saldrá reelegido el actual presidente, Abdelfatah Al Sisi, tras haber liquidado política o judicialmente a todos sus oponentes.
"Él es la esperanza", rezan solemnes las pancartas electorales que inundan Egipto en apoyo al mandatario. Con una media sonrisa, el candidato a la reelección observa desde las alturas al sufrido pueblo egipcio, animándolo a participar en estos comicios calificados de farsa por la oposición, en los que se esperan pocas sorpresas y un alto nivel de abstención.
El sábado, un atentado con coche bomba en la ciudad mediterránea de Alejandría, la segunda del país, dejó dos muertos y varios heridos. El ataque dirigido contra el máximo responsable de seguridad de esta urbe -que salió ileso- aún no ha sido reivindicado, pero el grupo Estado Islámico y otras organizaciones radicales islamistas atentan regularmente contra las fuerzas de seguridad egipcias. Este episodio, ocurrido a solo dos días del inicio de la votación, refuerza la doctrina securitaria del mandatario, que ha basado su campaña electoral en un único punto: la lucha contra el terrorismo.
La votación durará tres días, en un intento de las autoridades de aumentar una participación que se prevee escasa.
Al Sisi, en el poder desde el golpe de Estado que tumbó al presidente islamista Mohamed Morsi en julio de 2013, luego de validar su mandato en elecciones un año después, llega a estos comicios virtualmente como candidato único, tras deshacerse de todos sus rivales creíbles mediante presiones, amenazas y detenciones en una purga sin precedentes. Frente a los 14 candidatos presentados en 2014, esta vez solo otro aspirante, Musa Mustafá Musa, un político prácticamente desconocido y defensor acérrimo del presidente, ha sobrevivido a la criba para ejercer de contrapartida, si bien él mismo ha reconocido que concurre para hacer que el proceso electoral, si no lo es, al menos se parezca a unos verdaderos comicios. Al Sisi, que ni siquiera se ha dignado a aparecer en los mítines de campaña, ha asegurado con cinismo que le habría gustado tener más rivales y ha llamado a una participación masiva.
La votación se prolongará hasta el miércoles, en un intento de las autoridades por aumentar una participación que se prevé escasa. El Movimiento Cívico Democrático, bloque formado por ocho partidos a los que se han sumado numerosas personalidades políticas, ha llamado a boicotear estas elecciones, en las que no habrá presencia de observadores internacionales, al coincidir con la oposición en que no se dan las condiciones para un proceso transparente y garantista.
Entre el desánimo y la resignación
En las caóticas calles de El Cairo se respira una mezcla de desánimo y resignación ante el triunfo inevitable de Al Sisi. En términos económicos, su primer mandato solo puede calificarse de sonoro fracaso: la devaluación de la moneda ha disparado la inflación un 30% y la implementación de duras medidas de austeridad auspiciadas por el Fondo Monetario Internacional tras el préstamo concedido al país en 2016, está cebándose con las clases populares y medias. "La austeridad (impuesta por el) FMI y la subida de impuestos indirectos, combinada con la devaluación de divisa, han erosionado considerablemente el poder adquisitivo de la gran mayoría de los egipcios", señala Amr Adly, experto en Economía Política del Carnegie Middle East Center.
Mientras, el sector de turismo se recupera a duras penas de la desbandada provocada por la situación de extrema volatilidad que ha vivido el país en los últimos años, primero con la revolución y más tarde con la creciente actividad terrorista, en la península del Sinaí y otros sitios balnearios. Los 14 millones de visitantes recibidos en 2010, menguaron a 5,3 millones en 2016, y solo el año pasado empezó a verse una tímida mejora en la afluencia.
En la actualidad hay 60.000 presos políticos: islamistas, opositores y defensores de los derechos humanos.
Centrado en recuperar un sector clave de la economía del país y dejando de lado el resto de problemas estructurales, Al Sisi ha basado su campaña y su legitimidad como líder en el combate al islamismo radical recrudecido desde el derrocamiento de Morsi. El presidente ha hallado en esta su mejor baza para justificar un puño de hierro contra toda disidencia y parte de la sociedad egipcia lo ha comprado como un mal necesario. En este sentido, "la presencia de una amenaza terrorista creíble en Egipto y en los países vecinos (...) han incrementado la tolerancia (de los egipcios) hacia las medidas de urgencia", considera Adly.
En nombre de la estabilidad y la seguridad del Estado, el país vive un momento de represión inaudita: se estima que en la actualidad hay 60.000 presos políticos, entre islamistas, opositores y defensores de los derechos humanos. Hay sitio para todos: desde 2011, se han construido 19 nuevos prisiones, según cálculos de la Red Árabe de Información sobre Derechos Humanos (ANHRI) .
"Estamos, sin duda, en el peor momento de los últimos 65 años, con asesinatos, tortura y desapariciones habituales", asegura Basel Ramsis, cineasta y activista egipcio-español afincado en Madrid que viaja con frecuencia a Egipto. Ramsis participó en la campaña del candidato del partido progresista Pan y Libertad, Khaled Ali, un abogado pro-derechos humanos que resucitó durante algunas semanas la ilusión de la maltratada izquierda en el país y los revolucionarios de Tahir, antes de retirarse por la campaña de presión contra el resto de aspirantes. "Presentar una alternativa era un riesgo, pero era necesario. Nadie imaginaba que actuaría de forma tan brutal contra sus adversarios", sostiene.
"Sabes que en algún momento vendrán a por ti"
La ley antiterrorista vigente sumada al estado de emergencia se ha traducido en el fin del derecho de manifestación y en un incremento exponencial de las detenciones, juicios militares a civiles y durísimas condenas, apoyadas en un código penal que equipara desobediencia civil y terrorismo.
Los seguidores de Mursi y de los Hermanos Musulmanes conforman el grueso de los represaliados, pero la oposición liberal, los activistas y los periodistas también son objetivos del régimen. Las detenciones y condenas son cada vez más arbitrarias. Nadie está a salvo.
"En ese tiempo, me amenazaron con violarme y con hacerme desaparecer", cuenta Menna, que fue detenida de camino a una protesta.
Menna*, joven empleada de una ONG local y miembro del partido Pan y Libertad, fue detenida el pasado noviembre cuando se dirigía a una protesta contra la cesión de las islas egipcias del Mar Rojo Tirán y Sanafir a Arabia Saudí, acontecimiento que espoleó una de las pocas protestas reseñables de los últimos años. "No tuve tiempo ni de llegar a la manifestación. Pasé cuatro días en el calabozo, sin que mediara ningún tipo de acusación. En ese tiempo, me amenazaron con violarme y con hacerme desaparecer", cuenta, sabiéndose afortunada: a su novio lo arrestaron cuando se encontraba en casa de un amigo activista y pasó siete meses entre rejas.
La historia se repite: varios entrevistados relatan episodios similares, detenciones de personas que ni siquiera estaban involucrados en política, desapariciones forzadas durante días, semanas o meses, en las que los detenidos son borrados de la faz de la Tierra. Que nunca vuelven a aparecer o que lo hacen con condenas de prisión de 5, 15, 25 años o cadena perpetua, tras juicios sumarísimos sin posibilidad de defensa.
Taher* es activista proderechos humanos, y ya ha visto detenidos a su compañero de piso y a varios colegas de la ONG de defensa de la libertad de expresión para la que trabaja. "Te acostumbras a vivir así. Sabes que en algún momento vendrán a por ti".
Organizaciones locales e internacionales como Human Rights Watch y Amnistía Internacional han documentado cientos de casos de tortura y desapariciones forzadas en los últimos cuatro años; la Coordinadora Egipcia para los Derechos y Libertades (ECRF) identificó casi medio centenar de muertes de detenidos bajo custodia policial entre 2013 y 2016, aunque solo en ese último año sus abogados recibió 830 denuncias por tortura.
La ola de represión ha alcanzado de lleno a las organizaciones no gubernamentales: desde mediados de 2017, una nueva ley impone estrictas medidas de registro, lo que se ha traducido en la clausura de decenas de ONGs, sumadas al acoso, detenciones y prohibición de abandonar el territorio a activistas y defensores de los derechos humanos.
La prensa tampoco ha escapado a la mordaza: al menos 30 reporteros se encuentran detenidos o encarcelados actualmente en el país, que se se ha convertido en una de las mayores prisiones para periodistas del mundo. Medio millar de webs locales e internacionales han sido bloqueadas, entre ellas, la página de Human Rights Watch, Reporteros Sin Fronteras, el diario Daily News Egypt o el medio independiente MadaMasr.
En las últimas semanas, además, el gobierno se ha lanzado a una cruzada contra los medios internacionales: si Al Jazeera es medio non grato desde hace tiempo, un reportaje de la BBC sobre torturas en el país publicado el mes pasado desencadenó una airada reacción de las autoridades, que han amenazado con juzgar por traición a todo aquel que difunda "noticias falsas", muy especialmente durante estas elecciones. La prensa acreditada para cubrir estos comicios tiene prohibidas las encuestas a pie de calle, hacer preguntas capciosas o "confundir noticias con publicidad". Una de las primeras damnificadas ha sido la corresponsal del diario británico 'The Times', expulsada de Egipto poco después de ser detenida mientras realizaba una entrevista en El Cairo, pero anteriormente otros periodistas extranjeros acabaron en los tribunales por su trabajo, o se vieron obligados a abandonar el país por miedo a represalias.
"La revolución despertó el interés por la política de la sociedad egipcia, especialmente de la juventud", considera el portavoz de las Juventudes del PSE.
Con la situación económica por los suelos y los derechos humanos sistemáticamente pisoteados, muchos de quienes hace siete años reclamaban justicia y libertad en la plaza Tahrir, hoy sienten que no hay futuro democrático posible. "En 2011, con 16 años, faltaba al instituto para ir a la plaza Tahrir. Aún en noviembre de 2013, cuando pedíamos la dimisión de Morsi, me puse delante de un tanque durante las protestas. Hoy, si hubiera una manifestación, no iría. Ya no estoy dispuesta a morir por mi país", asegura Ghada*, estudiante universitaria que hoy reside en Líbano. "La gente quiere irse o ya se ha ido. Tengo amigos repartidos por todo el mundo. Hubo un día en que quisimos luchar, pero la esperanza se ha perdido".
Otros como Mohamed Zaki, portavoz de las Juventudes del Partido Socialdemócrata Egipcio (el partido de oposición con más escaños en el parlamento), creen que la revolución mereció la pena pese a todo. "Despertó el interés por la política de la sociedad egipcia, especialmente de la juventud, y puso sobre la mesa temas nunca antes mencionados, como el medio ambiente, el feminismo, los derechos de la comunidad LGBT o la religión", considera. "Fue sobre todo una revolución social, a nivel político llevará años reconstruir las relaciones de poder en el Estado".
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