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La triple escalada fiscal de la Administración Biden –a las grandes fortunas, las corporaciones y las ganancias de capital– ha nacido con el beneplácito inversor. Los cien primeros días de gestión –periodo de gracia no escrito que suele concederse en las democracias por parte de los partidos de oposición– han sonreído al dirigente demócrata. Los mercados le han deparado los mejores retornos de beneficios a los inversores en el primer trimestre de estancia en la Casa Blanca de un presidente estadounidense desde la Segunda Guerra Mundial.
Las ganancias del S&P 500 en este ínterin rozaron el 25%, comparado con el casi 15% de revalorización de este indicador en los cien primeros días de Trump en el Despacho Oval. Superando el récord que, hasta ahora, ostentaba el inicio del mandato de John F. Kennedy, con algo más del 20%, según cálculos de JP Morgan.
También la economía le ha hecho un guiño. Durante sus tres primeros meses al frente del gabinete, la mayor potencia del planeta, en paralelo al fulgurante proceso de vacunación en todo el territorio federal, repuntó un 6,4%. El despegue del ciclo de negocios post-Covid en Estados Unidos se ha iniciado, pues, con fuerte viento de cola. Sólo las perspectivas inflacionistas a medio y largo plazo parecen en condiciones de fruncir el ceño del presidente demócrata. Aunque de momento sea únicamente una percepción del mercado. Sin atisbos inmediatos de que la Reserva Federal vaya a modificar –como ha declarado su Comité de Mercados Abiertos tras sus últimas sesiones– el precio del dinero. Hasta comprobar que el dinamismo del PIB y la capacidad de generación de empleo se consoliden.
La hoja de ruta de Biden ha emprendido su viaje sorteando los vientos huracanados con los que concluyó el año de la pandemia. Pero, quizás, la señal de mayor satisfacción para su equipo económico haya sido que los inversores parecen descontar con una relativa calma las subidas de la presión fiscal que se avecinan sobre los grandes patrimonios y fortunas, sobre las cuentas de resultados de las compañías y sobre las ganancias de capital.
La estrategia de la firma de inversión, estipulada en una nota a inversores, no atisba cambios en el S&P 500 hasta finales de año, que culminará "alrededor de los 4.400 puntos". Cuando durante la semana pasada rozaba los 4.200. Aunque los indicadores de largo alcance –dice su análisis– "apunten a escenarios ambiguos y no tan positivos". Esencialmente, por su anuncio de duplicar la presión impositiva sobre las ganancias de capital, hasta el 43,4%, a los estadounidenses más pudientes y a las corporaciones. Para costear no sólo la factura sanitaria de la Covid-19, sino el fondo de infraestructuras, los gastos sociales y los cambios regulatorios. Porque, auguran sus expertos, "no supondrán un deterioro significativo de las ganancias".
Un panorama que explican de forma elocuente: "La visión desde los mercados, ya desde la campaña electoral de 2020, es que habrá subidas tributarias", pero dentro de un clima de beneficios, impulsado por el nuevo estímulo fiscal y la aceleración de las vacunas. Y lo comparan con la evolución de este indicador durante los dos recientes incrementos de gravámenes sobre las ganancias de capital, el de 1986 –del 20% al 28%– y el de 2013 –del 15% al 25%–, que desembocaron en un repunte modesto del índice, de alrededor del 5%, mientras las normas fiscales entraron en vigor. Para sus analistas, la esperada política fiscal de Biden contribuirá a "la rotación en el valor de los activos, dominados hasta ahora por las big-tech, en vez de en un descenso del mercado". En parecidos términos se manifiestan los estrategas de UBS Global Wealth, que en otro análisis a sus inversores dicen "no apreciar correlación entre las subidas impositivas al capital y las valoraciones de acciones en los parqués bursátiles".
Esta tregua del mercado resulta especialmente significativa. Más que por su lectura de conceder mayor trascendencia al despegue de la actividad que al deterioro de las cuentas federales –que supondrá un agujero ostensible del déficit y una escalada notable de la deuda, ya holgadamente por encima del 100% del PIB– por el plácet de entrada que otorga a la Administración Biden en su intención de reforzar el papel del Estado en la resolución de los daños colaterales de la Covid-19 y de las desigualdades sociales de las últimas décadas.
Con el reforzamiento de la clase media como leif motiv de su presidencia. Biden ha puesto el epitafio que ha regido el destino de Estados Unidos desde que, hace cuatro décadas, Ronald Reagan declarara su rechazo a la intervención oficial de los gobiernos en el devenir económico. Premisa que ha enterrado el líder demócrata, que aduce que los nuevos tiempos requieren de un Estado más poderoso, que reciba recursos suficientes, vía impuestos, para acometer los desafíos. Un misil en la línea de flotación del establishment del último medio siglo. Pero que le ha valido para empezar a recibir el apelativo del nuevo Franklin Delano Roosevelt, impulsor del New Deal, el contrato social que recuperó a Estados Unidos y su sociedad de la Gran Depresión de 1029. Por, entre otras razones, abrazar políticas que han sido tildadas de socialistas, término profusamente usado por Donald Trump durante su mandato presidencial para referirse a las iniciativas demócratas.
Wall Street da una tregua a Biden en sus subidas fiscales a fortunas y empresas
Pagos por uso de infraestructuras y talento académico
En este contexto irrumpe, en la sombra, la figura de la senadora por Massachusetts, Elizabeth Warren, que, junto a Ed Markey, con el que comparte escaño en la Cámara Alta por el mismo estado, y Alexandria Ocasio-Cortez, con sillón en la Cámara de Representantes por Nueva York y Andy Levin, por la circunscripción de Michigan. Ambos son autores del Build Green Infrastructure and Jobs Act, proyecto legal que trasciende del programa de infraestructuras, que supera los 2,7 billones de dólares, dirigido a modernizar o construir nuevas redes de comunicación y energéticas y al impulso de la movilidad.
Warren, que ha participado en paralelo, en el diseño de la subida fiscal a las grandes fortunas y a las corporaciones, que elevarían su tipo impositivo del 21% al 28%, ha sacado a relucir la justificación social de estas medidas. Las clases pudientes –familias con más de 400.000 dólares de ingresos anuales, pero, sobre todo, los milmillonarios– y los emporios que apenas han aportado el 11% de sus beneficios, de media anual, en las últimas dos décadas, a las arcas del Tesoro americano –y protagonistas de las fugas impositivas anuales que han rebasado el listón de los 300.000 millones de dólares anuales algunos ejercicios– tendrán que revertir a la sociedad el coste de la pandemia y de la reconstrucción del país.
Bajo el argumento de que las empresas estadounidenses se han beneficiado de la utilización constante de las infraestructuras federales y estatales y del sistema educativo americano, que les ha proporcionado el talento y las habilidades técnico-profesionales que han demandado sus negocios. Roosevelt ya presenció la cooperación de las grandes fortunas en la recuperación de Estados Unidos tras la Gran Depresión. Con una clara predisposición al pago de más impuestos para hacer resurgir a la economía americana de sus cenizas. Frente a los intentos desde Wall Street de subvertir el modelo democrático.
La conjunción de ideas de Warren –que compartió en la contienda demócrata el senador Bernie Sanders, inductor real de este nuevo planteamiento– recibió la aceptación de un nutrido grupo del 5% más rico de Estados Unidos. Aquellos que disponen de un patrimonio superior a los 10.000 millones de dólares. Antes de la irrupción de la Covid-19. Ahora, Biden refrenda este planteamiento con una apelación a la "visión unitaria" del país –dividida por cuatro años de mandato de Trump– y a la necesidad de que las grandes fortunas "aporten una cuota racional" en la vuelta a la senda de estabilidad socio-económica.
Después de que la epidemia haya ocasionado más de medio millón de fallecidos y la actividad se haya sumergido en una profunda recesión, dijo en un momento de su primera alocución en una sesión conjunta del Congreso, al superar sus cien días inaugurales de gestión. "Debemos convertir peligros en posibilidades, la crisis en oportunidad y el retroceso en Fortalezas", afirmó antes de pedir expresamente a "las corporaciones y las grandes fortunas americanas mayores contribuciones impositivas" para restablecer "el trabajo y la prosperidad" y de solicitar al Internal Revenue Service "acabar con los trucos tributarios de empresas y del 1% de los contribuyentes más ricos" del país.
La guinda a esta revisión fiscal sería el plan que idean Warren –entre bambalinas– y del equipo económico de Janet Yellen -secretaria del Tesoro y ex presidenta de la Reserva Federal- de forma oficial de restaurar el tipo impositivo del 39,6% a los americanos con más de 400.000 euros de ingresos anuales que rebajó Trump. Elevar la fiscalidad de las ganancias de capital por encima del millón de dólares y acabar con el amplio catálogo de exenciones y deducciones sobre Donaciones y Sucesiones y sobre las tarifas de los gestores de fondos de inversión. La propuesta es justa y sencilla -aseveró Biden- que "EEUU sea fiscalmente responsable", como informa Business Insider.
Pero las palabras del presidente apuntan más allá. De su retórica surge una opción real de que el modelo tributario experimente una profunda transformación. "En Wall Street hay mujeres y hombres sumamente eficientes en su ejercicio profesional, pero ellos no han construido este país, lo ha hecho la clase media, con la ayuda de los agentes sociales, sindicatos y asociaciones de empresas". Una nueva mención a su lema presidencial que apuntalan estudios como el del Banco Mundial sobre educación intergeneracional y movilidad económica, en el que se desvela que al menos 31 países de rentas altas ofrecen cauces e instrumentos más factibles a quienes se proponen alcanzar un futuro de prosperidad patrimonial y éxito social que la propia Tierra de las Oportunidades. Por el declive de la clase media americana.
Biden -además- no solo justificó su reforma tributaria en términos de coste de la covid. Lo hizo para sostener las inversiones de su Plan de Infraestructuras –en el que el 90% de los puestos de trabajo previstos requerirán sólo formación académica básica, para abordar las desigualdades de las clases más desfavorecidas–, la reapertura del sistema educativo con los avances en vacunación y la estimulación de sus ratios de calidad e innovación, del reforzamiento de los programas sanitarios básicos para quienes no puedan costearse seguro médico y las amplias ayudas a familias y empresas de su programa de estímulo, de 1,9 billones de dólares, cifra que, unida a los despliegues de los tres precedentes, elevan los subsidios de la crisis sanitaria americana por encima de los 5 billones de dólares. Tres veces más que la factura utilizada para contener el credit-crunch de 2008.
La hoja de ruta impositiva de Biden ha inculcado ya el debate global sobre la conveniencia de adecuar los sistemas tributarios, conceptualmente configurados con esquemas productivos del siglo pasado, a los cambios de patrón de crecimiento del ciclo de negocios post-Covid, diseñados en términos de sostenibilidad y digitalización, y con peticiones expresas de fortalecimiento de los modelos sanitarios por parte de instituciones como el FMI. La Administración Biden acaba de elevar al G-20 su propuesta de mayor presión fiscal a empresas y grandes fortunas. Y la OCDE, organismo al que se le encomendó la lucha contra los paraísos fiscales y la elaboración de planes para impedir el gravamen a empresas por la declaración de sede social -origen del tránsito hacia centros offshore- ha emitido ya su primer dictamen: un tipo impositivo global próximo al 21%. Europa navega también en estas aguas turbulentas.
Biden quiere acabar con "los trucos tributarios de empresas y del 1% de los contribuyentes más ricos"
La crisis ha prendido de nuevo la mecha de la unificación fiscal de la zona del euro. Mientras entre sus socios arrecian tiempos de cambio en sus estructuras tributarias. En España, un grupo de expertos ultimas sus planteamientos, que parecen coincidir, en gran medida, con los del Banco de España, a juzgar por su último informe de situación de la economía y que surge en un momento idóneo.
Con las perspectivas de mayor dinamismo en Europa, por el inestimable impulso de los fondos comunitarios, tanto este año como en 2022, pero con la incógnita de si este desafío acelerará la vuelta a los niveles de PIB previos a la epidemia -que la autoridad monetaria española relega aún a 2023- y servirá para el largamente reclamado intento de solventar la vieja asignatura pendiente de la cuarta economía del euro: configurar un modelo de gastos e ingresos que calibre el coste del Estado de Bienestar con la capacidad de recaudación tributaria para conjugar periodos de estabilidad presupuestaria sostenidos. Demanda de numerosos economistas y que exige de un viraje conceptual del mapa tributario. Cuando la OCDE acaba de designar Madrid como paraíso fiscal por sus exenciones en Sucesiones y Donaciones.
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