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JERUSALÉN – Esta semana ha estado marcada por la pérdida de Palmira por parte del Estado Islámico y por las declaraciones que ha realizado el presidente Bashar al Asad a dos agencias de noticias rusas, declaraciones conciliatorias que han sido bien acogidas por Moscú y mal recibidas por la llamada oposición “moderada” que cuenta con el apoyo de Estados Unidos, Arabia Saudí y Turquía.
Sobre el terreno la situación sigue siendo compleja, aunque ciertamente el cese de hostilidades entre el gobierno y una parte de los rebeldes se está observando en líneas generales y esto arroja una luz de esperanza al peor conflicto del siglo veintiuno en cuanto a número de víctimas y refugiados.
La precariedad puede ilustrarse con la información que el 27 de marzo publicó Los Ángeles Times, donde se da cuenta de que grupos financiados y armados por la CIA están en combatiendo a grupos financiados y armados por el Pentágono en el norte de Siria, cerca de la frontera turca, una frontera que constituye el mayor coladero de armas, básicamente americanas, destinadas a los rebeldes.
Arabia Saudí y Turquía, aliados de Estados Unidos, han sido los países que más han alimentado el terrorismo en Siria. Aunque tanto Riad como Ankara sostienen que desean que triunfe la democracia, no está claro si realmente desean eso o si, como se deduce de sus acciones, lo que quieren es un gobierno sectario suní como los que hay en esos dos países.
Tampoco está claro si un gobierno suní como el vislumbran Arabia Saudí y Turquía puede estabilizar Siria. Lo más probable es que la respuesta a esta pregunta sea negativa y que se acabe formando un gobierno más violento que el de Asad para contener la violencia que, no debe olvidarse, es básicamente suní, y que no desaparecerá de la noche a la mañana aunque se firme un acuerdo en Ginebra.
Antes de enviar armas, los occidentales, con Estados Unidos a la cabeza, debían haberse planteado si en Siria hay suficientes demócratas para sostener una democracia liberal. Lo visto hasta ahora muestra que la democracia liberal instantánea que se han esforzado en implantar los neoconservadores desde el experimento de Bagdad, no está funcionando, en parte porque la democracia no funciona como una cafetera exprés que en unos minutos produce café delicioso.
La violencia futura que puede anticiparse, incluso si las negociaciones se consolidan, no será tan aguda como la de los cinco últimos años pero sin duda será mucho más aguda que la que hubo hasta hace cinco años, como está sucediendo en Irak, Egipto y otros países de la región.
El remedio, peor que la enfermedad
Los líderes de la oposición y los rebeldes tienen derecho a probar fortuna pero la imposición de la democracia por la fuerza está resultando contraproducente, es decir el remedio está siendo peor que la enfermedad. La lección que se deduce de las políticas aplicadas por los neoconservadores y sus aliados es que la democracia no se puede introducir a golpe de martillo.
En este contexto no debería descartarse una “solución a la libanesa”. Después de la cruenta guerra civil de 1975 a 1990, con millares de muertos y con un terrible sectarismo, muy parecido al que están inyectando los suníes en Siria, se regresó al punto de partida, es decir al mismo sistema injusto que había antes de 1975 y que fue aceptado por todos a pesar de su manifiesta injusticia.
Quienes critican la constitución siria pueden tener razón, porque no es perfecta, pero están equivocados quienes piensan que será coser y cantar sustituirla por una constitución liberal y homologable con Europa, pues será papel mojado, entre otras cosas porque Siria no está cortada a la medida de los países occidentales, como puede haber comprobado cualquiera que la haya visitado.
Hasta ahora hemos visto un buen puñado de represalias y venganzas de carácter religioso, cuya continuación solo podrá impedirse con un gobierno muy fuerte y que no sea sectario, es decir con un gobierno muy distinto del que promueven los principales aliados de Estados Unidos, Arabia Saudí y Turquía.
Gobierno con opositores y rebeldes
En Occidente con frecuencia se ha presentado deliberadamente al gobierno de Damasco como un régimen sectario alawí. Se ha hecho por influencia de Arabia Saudí principalmente pero es un planteamiento engañoso puesto que aunque los alawíes han jugado un papel central en el régimen, también es cierto que las pinceladas sectarias han sido pocas y que el gobierno ha representado al conjunto de las comunidades.
La injerencia rusa que comenzó en otoño ha jugado un papel constructivo, a diferencia de la injerencia de Estados Unidos, Arabia Saudí y Turquía, que en todo momento han desempeñado un papel destructivo.
Los rusos no solamente han salvado al régimen, sino que han hecho posible el inicio de unas negociaciones que constituyen la gran esperanza.
En sus declaraciones a las agencias rusas, Asad ha expresado su voluntad de formar un gobierno que incluya a opositores y rebeldes, una propuesta que Moscú se ha apresurado a bendecir. Pero aunque rebeldes y opositores la han rechazado, a quien le toca mover ficha es a Estados Unidos. A diferencia de Moscú, Washington todavía tiene que demostrar que obra de buena voluntad en Siria y esta es su oportunidad.
Si Washington mantiene la misma política que hasta ahora, es muy posible que la guerra se reanude pronto. Si no modifica sustancialmente sus planteamientos y no mete en razón a unos rebeldes a quienes nos ha presentado engañosamente como luchadores de la libertad, como ya hizo en su momento con los talibanes, todo irá a peor.
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