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PHNOM PENH.- El pasado 17 de abril se cumplieron cuarenta años de la victoria de los Jemeres Rojos en la guerra civil camboyana. A pesar de que denominaron 1975 como el año cero, esta historia no comienza entonces, si no antes. En Camboya, la independencia no fue tan traumática como en Laos o Vietnam. En este caso, el país quedó a cargo del ambiguo e idolatrado príncipe Norodom Sihanouk. Francia comenzó a ceder su poder con la "independencia del 50%", como la definió Sihanouk, hasta alcanzar la autonomía completa en 1953.
[FOTOGALERÍA: LOS CRÍMENES DE LOS JEMERES ROJOS HASTA HOY]
Alcanzada la libertad, Camboya vivió un par de décadas de gobiernos relativamente estables que habían buscado la neutralidad en la Guerra de Vietnam y una mejora lenta aunque progresiva de las infraestructuras y de la calidad de vida de los camboyanos. En 1970, un golpe de Estado dirigido por el general Lon Nol contra el gobierno de Sihanouk instauró una república militarista, auspiciada y alineada con Estados Unidos. Este cambio de régimen, junto al exilio del monarca y el comienzo de los bombardeos norteamericanos, supuso el comienzo de la guerra civil y el auge de los Jemeres Rojos. Lo que era un grupo maoísta en el noreste del país, acabó dirigiendo la lucha contra el régimen pro americano.
Cinco años de conflicto provocaron en torno a un millón de muertos y dos millones de refugiados
Cinco años de conflicto provocaron en torno a un millón de muertos y dos millones de refugiados. En 1975 los triunfantes Jemeres Rojos entraron en la capital, Phnom Penh, proclamando la República Democrática de Kampuchea. Fueron recibidos con júbilo y alegría por un pueblo, que ignoraba lo que el futuro, y la nueva administración, les depararían. El recién creado gobierno del Angkar, órgano director del partido, instauró un maoísmo puro que suprimió la sociedad urbana, la moneda y la religión; donde la educación, la sanidad y los vínculos con el pasado y occidente fueron abolidos en aras de transformar el país en una utopía agraria comunista.
Cobijándose del calor del mediodía bajo los magnolios, a sus 85 años, Chum Mey, uno de los supervivientes de la S-21, esboza una media sonrisa, mientras piensa en tan turbulenta época. "Yo vivía en Phnom Penh cuando los jemeres tomaron la ciudad. Todo fue destruido por los fuegos y los combates. Tras la caída de la capital, empezaron a ordenar a la gente que se fuera hacia las zonas rurales del país. Quienes no obedecían eran asesinados".
Ubicada en un céntrico colegio de Phnom Penh, Tuol Sleng o S-21 fue una de las prisiones más temibles y secretas del régimen jemer. En el centro de interrogatorios todo sospechoso era torturado hasta la muerte. En el patio de la cárcel, ahora convertida en museo, Chum Mey tiene un pequeño puesto en el que vende libros con sus experiencias durante los cuatro meses que pasó como prisionero. Entre 1976 y 1979, por ella pasaron unos 20.000 detenidos. "Justo antes de que los vietnamitas llegaran a la ciudad, (los jemeres) se retiraron hacia las afueras. Antes, ejecutaron a casi todos los prisioneros de la S-21 y a los demás nos dejaron encadenados, sin agua ni comida". Al liberar la capital los vietnamitas sólo encontraron a doce prisioneros con vida, cinco de ellos niños.
Los estudios apuntan a que, mientras gobernaron, los jemeres causaron la muerte de dos millones y medio de personas. El genocidio camboyano se llevó a cabo mediante ejecuciones en los tristemente famosos killing fields o campos de exterminio, a través de los trabajos forzosos, las enfermedades y la desnutrición. En el caso de Chum Mey, su familia, mujer y cuatro hijos, "fueron asesinados por el régimen. Algunos fueron enviados a zonas rurales, donde murieron de hambre y debido a la explotación y los padecimientos".
En la S-21, como en las demás cárceles y campos, el sistema seguía férreos protocolos. El Angkar registró todos los detalles de los prisioneros: altura, peso, rasgos, familia, amigos, formación, procedencia, propiedades, etc. Así supieron que Chum Mey sabía mecánica: "Yo trabajaba en una fabrica antes de que (los jemeres) tomaran el poder. La primera vez que me trajeron una máquina de escribir, no sabía cómo arreglarla, pues nunca había trabajado con una. Como sabían que era mecánico, me torturaron. La segunda vez, sin saber cómo, la arreglé. Por esas máquinas de escribir, hoy estoy aquí".
"Para hacer nuestras necesidades, en la habitación que compartía con cincuenta presos, había una caja de municiones vacía [...] con cuidado de no derramar una gota, pues si el guardia se percataba, obligaba a limpiarlo con la lengua"
Lo que antaño era un centro educativo perdió su alma: las aulas fueron divididas en celdas de ladrillo y los pisos superiores se dejaron para reclusión colectiva. La vida diaria en la prisión no era halagüeña. "Me encadenaron de brazos y piernas a unas argollas que había en el suelo de la habitación. Tenía que permanecer tumbado en el suelo, sujeto". Chum Mey recuerda detalles inhumanos de aquel periodo: "Para hacer nuestras necesidades, en la habitación que compartía con cincuenta presos, había una caja de municiones vacía. Tras pedir permiso al guardia y ser desencadenado, había que pasar por encima de los demás y hacerlo en medio del cuarto, con cuidado de no derramar una gota, pues si el guardia se percataba, obligaba a limpiarlo con la lengua".
Los interrogatorios estaban a la orden del día. Durante las torturas, se ataba al prisionero a un somier de hierro, mientras se le mostraban instrumentos de tormento y se le preguntaba a cuántos espías conocía, por qué les ayudaba o qué le había convertido en enemigo de su pueblo. "Respondiese lo que respondiese, a uno lo torturaban: golpes con la barra de acero en la sien, en las costillas, las plantas de los pies o electroshocks en genitales y cuello. Sólo paraban cuando uno confesaba la cuota asignada de nombres, que podían ser veinte, treinta, cincuenta; dependiendo de las necesidades del Angkar ese día".
Con respiración profunda y la mirada perdida en el patio, continúa contando como "en una de esas sesiones me extrajeron tres uñas de los dedos, me partieron un dedo de la mano y me electrocutaron en la cara hasta que pensé que se me iban a fundir los ojos. Tras unas cuantas patadas en la cabeza y el estómago, me dejaron inconsciente. Sólo recuerdo el pitido en mis oídos y el martilleo que sufrí en la cabeza durante dos semanas".
Múltiples eran los suplicios de los reos, como una dieta pobre basada en "una ración de dos o tres cucharadas de gachas de arroz por la mañana y otra por la noche". El penoso sustento obligaba a los prisioneros, cuando creían que nadie los vigilaba, a cazar insectos. Algo que "estaba prohibido" y cuyo castigo era "una severa paliza de los guardias".
Cientos de miles de camboyanos sufrieron peor suerte, al ser enviados a alguno de los más de trescientos campos de exterminio establecidos, como el célebre Choueng Ek, a las afueras de Phnom Penh. Allí se llegaron a ejecutar trescientas personas al día, usando hojas de palma, piedras, palos y cuchillos, para ahorrar munición. En el caso de los niños, los guardias los cogían por los tobillos y los golpeaban contra un gran árbol que había en el campo. En el lugar que ocupó Choueng Ek, se alzan un museo y varios monumentos en honor a las víctimas. Aún hoy afloran, semienterrados pero reconocibles, huesos y ropas.
Todavía se pueden leer las consignas para motivar a verdugos y guardias: "Más vale matar a un inocente por error que dejar a un enemigo con vida por error" o "para desenterrar la hierba hay que quitar hasta las raíces". Los encargados de estas tareas eran niños y jóvenes campesinos sin educación, a los que se obligaba a servir bajo amenazas y cuyo adoctrinamiento (odio al enemigo y miedo al Angkar) les hacía cumplir tan funesta tarea.
En un pequeño pueblo de la región de Kampot, en el sudeste del país, vivía Teeva, una musulmana de la etnia Cham. A sus sesenta años aún mantiene un claro recuerdo de cómo cambió su vida: "En 1977 los Jemeres confiscaron las tierras y dispersaron a las familias, distribuyendo a sus miembros por los campos de trabajo y reeducación del país".
Como ella misma señala, entre sollozos y lágrimas, ese mismo año "mi primer marido fue ahorcado por el régimen, junto a mi hermano mayor. A ambos los ejecutaron ante el resto de la aldea y delante de sus familias. Nunca habían hecho nada malo. Eran campesinos".
Tras suspirar con fuerza y coger aire, continúa: "Durante aquellos días, sentía que no tenía vida, ni familia, ni amigos. Me habían sacado de mi mundo a golpes y ya no sentía nada en mi interior. Una noche decidí escapar. Me interné en la jungla de las cercanas montañas para alejarme sin mirar atrás. Durante una semana caminé sin saber a dónde iba, junto a otros seis o siete vecinos. Queríamos escapar, dejar toda aquella locura atrás y sobrevivir". Sin ser conscientes de ello, el grupo cruzó a Vietnam, donde fueron atendidos.
"Mi primer marido fue ahorcado por el régimen, junto a mi hermano mayor.
A ambos los ejecutaron
ante el resto de la aldea y delante de sus familias"
Pese a haber aupado a los Jemeres Rojos al poder, el gobierno vietnamita observaba con recelo las actividades y el posicionamiento del Angkar. El aumento de refugiados y los relatos que con ellos cruzaban la frontera pintaban un panorama desolador. Además, el apoyo político, económico y militar que otros países (EEUU, China, Tailandia) comenzaron a brindar al régimen de Pol Pot, asustó a los dirigentes vietnamitas, que hasta entonces creían haber controlado la evolución de la Kampuchea Democrática.
Por ello, tras años de escaramuzas fronterizas y de haber frustrado un intento de invasión jemer en el sur del país, Vietnam invadió el este de Camboya con 150.000 hombres a finales de 1978. El 7 de enero de 1979 liberaban Phnom Penh, establecían un gobierno afín y empujaban a las restantes fuerzas militares y políticas de los Jemeres Rojos hasta más allá de la frontera tailandesa. Allí, el resto de la organización, 150.000 hombres, fueron protegidos, financiados y armados para continuar la lucha en el oeste de Camboya.
El control vietnamita de Camboya se vio amenazado por la invasión china del norte de Vietnam. Para frenar dicha invasión, los vietnamitas trasladaron tropas desde Camboya hacia el norte, lo cual dio cierto margen a los jemeres y del resto de grupos disidentes (KPNLF y FUNCINPEC). Tras más de una década de guerra civil de baja intensidad entre las diversas facciones, en 1993, Camboya celebró elecciones (ganadas por el monárquico FUNCINPEC) y se estableció un gobierno de unidad nacional favorecido por la ONU y encabezado por el siempre pragmático Sihanouk, cuyo congreso restableció la monarquía.
Con todo, el primer ministro desde 1985 es el ex jemer, Hun Sen, quien escapó a Vietnam en 1979, ayudó a la formación de un gobierno afín y ha ocupado puestos de relevancia desde entonces. En los noventa consolidó su poder con un golpe de Estado en el que se ejecutó a varios ministros del FUNCINPEC. En los últimos años, ha sido asociado con la corrupción endémica que sufre Camboya y con la expropiación de tierras y la venta de licencias para el uso de recursos mineros, así como para plantaciones de azúcar y caucho.
En 1998, Pol Pot o el hermano número uno, murió a los 73 años, en su refugio al oeste del país. En ese año, Sihanouk ofreció una amnistía a los Jemeres Rojos, quienes, en su mayoría, aceptaron, volviendo a la sociedad. No es hasta 2003 cuando una nueva legislación permitió juzgar por crímenes contra la humanidad a los responsables del genocidio. Cuatro años más tarde se estableció el tribunal internacional y comenzaron los procesos contra: Kang Kech Ieu, director de la S-21 y Mam Nay, jefe interrogador; Nuon Chea, mano derecha de Pol Pot; Keo Pok, responsable del genocidio Cham; Ieng Sary ministro de exteriores y Khieu Samphan, jefe de estado e ideólogo, entre una treintena de acusados.
A pesar de los juicios, Chum Mey, como la mayoría de los camboyanos, no se atreve a preguntar sobre los muertos y desaparecidos, los hijos del genocidio. Según él, "los jóvenes no han vivido lo que le tocó a nuestra generación. No saben nada. No saben que las guerras son malas y que la mayoría de la gente que muere es inocente". Por ello, su meta es "explicar mi experiencia a los jóvenes camboyanos y del mundo, para que nunca más se repita".
Para que las heridas se cierren y el país se vuelque hacia el futuro, aún queda un trecho. A pesar de ser una de las naciones más pobres de Asia y tener unos índices de desarrollo, corrupción, esperanza de vida y mortalidad infantil que dejan mucho que desear, poco a poco, Camboya escapa de la fosa a la que el turbulento siglo XX la empujó como nación.
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