La geografía de la fe se desmorona. Benedicto XVI, el mismo Papa que en sus tiempos de líder del Santo Oficio marcaba con claridad los pecados y las condenas de teólogos y de todo aquel que osaba saltarse la férrea ortodoxia marcada por Juan Pablo II, continúa haciendo desaparecer los rincones adonde nos llevará el Juicio Final.
Si a finales de 2005 Benedicto XVI, renovando un debate abierto por su antecesor [Karol Wojtyla tuvo una hermana que falleció poco después de nacer], declaraba que el limbo lugar al que supuestamente iban los niños sin bautizar no existía, apelando a la misericordia divina, ayer hizo desaparecer el purgatorio como concepto físico.
Las almas que se purifican estarían, por tanto, ajenas al tormento físico
'El purgatorio no es un elemento de las entrañas de la Tierra, no es un fuego exterior, sino interno. Es el fuego que purifica las almas en el camino de la plena unión con Dios', afirmó Benedicto XVI en su audiencia pública de los miércoles. El laberinto de las almas en pena que tan bien retratara Dante en La Divina Comedia, tampoco existe. O, al menos, no físicamente.
Se trataría más bien de un 'sin tiempo', en el que el alma ha de ser purificada ('purgada') por el pecado antes de ganarse el billete hacia el cielo, otro lugar cuya ubicación, como la del infierno, también está discutida. No el castigo divino, sino el concepto arcaico y físico del mismo. Antaño, sin embargo, se hablaba del fuego o de las nubes, e incluso de la edad corporal (33 años, la de Cristo) y la ausencia de sexo de quienes participaban de la salvación o la condenación eternas.
Ratzinger ya dijo en 2007 que el infierno 'existe y es eterno' para los infieles
Dedicando su catequesis a la figura de santa Catalina de Génova, conocida por su visión sobre el purgatorio, el Pontífice negó que los místicos hicieran revelaciones específicas sobre las almas que se purifican. Los tormentos del purgatorio no serían, pues, físicos, sino 'parte de la experiencia interior del hombre en su camino hacia la eternidad'. Cabe pensar, entonces, si dicha experiencia forma parte de la propia vida, o sólo se da tras la muerte.
Para Benedicto XVI, el alma que llega al purgatorio se presenta ante Dios todavía ligada a los deseos y la pena derivados del pecado, lo que le imposibilita a 'gozar de la visión de Dios'. 'Es el amor de Dios por los hombres el que la purifica de las escorias del pecado'.
El purgatorio, el cielo y el infierno han preocupado siempre a los papas
El paraíso, el purgatorio y el infierno han preocupado a lo largo de la historia tanto a los fieles como a los papas. El propio Benedicto XVI, en 2007, afirmaba que el infierno, 'del que se habla poco en este tiempo, existe y es eterno para los que cierran su corazón al amor de Dios'.
Su antecesor, Juan Pablo II, coincidió con Ratzinger en que el purgatorio existe, pero que no es 'un lugar' o 'una prolongación de la situación terrenal' después de la muerte, sino 'el camino hacia la plenitud a través de una purificación completa'.
Wojtyla también aseguró que tanto el paraíso como el infierno no son lugares físicos, sino estados del espíritu. Según Juan Pablo II, las imágenes utilizadas por la Biblia para presentar simbólicamente el infierno deben ser interpretadas correctamente y 'más que un lugar, es la situación de quien se aparta de modo libre y definitivo de Dios'.
Karol Wojtyla también creía que el purgatorio no era 'un lugar'
Más allá de los debates teológicos o las ideas de un Papa u otro, el Catecismo y la tradición de la Iglesia católica se refieren al purgatorio como un estado transitorio de purificación y expiación donde, después de su muerte, las personas que han muerto sin pecado mortal pero con otras faltas sin satisfacción penitencial de parte del creyente, tienen que purificarse de esas manchas para poder acceder a la 'visión beatífica' de Dios. A diferencia del infierno, todo el que entra en el purgatorio acabará entrando al cielo. Durante siglos, la Iglesia ha defendido que las plegarias por los muertos, las misas en sufragio o las indulgencias aceleraban el proceso para las almas pendientes de alcanzar la salvación. Este fue, precisamente, uno de los aspectos que llevaron a Lutero a la Reforma protestante.
En cuanto al infierno, presente en la práctica totalidad de las religiones, es definido como el 'estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios'. 'La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira', afirma el Catecismo, que añade que 'Dios no predestina a nadie a ir al infierno; para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y persistir en él hasta el final'.
Finalmente, el cielo o paraíso, también existente en casi todas las tradiciones religiosas, supone para el cristiano 'un retorno al estado de la humanidad anterior a la caída, un segundo y renovado Jardín del Edén en el que la humanidad se reúne con Dios en un perfecto y natural estado de existencia eterna.
Los cristianos creen que esta reunión se logra mediante la obra redentora de Jesucristo de morir en la cruz 'por los pecados de la humanidad'. Se trata de un lugar de gozo, paz y felicidad infinita y eterna, el cumplimiento de la promesa tras pasar por lo que la teología católica define como 'valle de lágrimas'. O sea, esta vida en la Tierra que es, según el Papa, el único concepto físico con el que cuenta el creyente.
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