El colombiano Jorge Luis Pinto se precia de conocer a sus rivales en el fútbol como si fueran las palmas de sus manos. La improvisación y Pinto no se llevan bien, como tampoco los futbolistas que cruzan la línea de esa disciplina espartana con la que gobierna con mano de hierro a la plantilla.
Incomprendido muchas veces en su país, que lo vio casi siempre a través de los ojos de sus implacables críticos, Pinto apareció en el fútbol como una suerte de nerd. Todo lo preguntaba, todo lo analizaba, todo lo rebatía y, para colmo, decía la pretensión, digamos 'exótica', de querer dirigir a la selección colombiana en una Copa del Mundo.
Era 1984, el mundillo del fútbol se lo repartían Italia, Argentina, Alemania y Brasil con su 'jogo bonito' que comenzaba a agonizar tras el varapalo de España'82, pero su Colombia natal ni aparecía en el mapa.
Pinto tenía 32 años y el primero que creyó en su potencial fue el médico Gabriel Ochoa Uribe, el más ganador de los técnicos colombianos, y el arquitecto de una era victoriosa con el América en esa década. Ochoa había conocido a Pinto en 1971, poco después de terminar sus estudios de educación física, y por entonces le había incorporado como ayudante de campo.
Inquieto y curioso, Pinto lo dejó todo en Colombia y viajó a Brasil para observar métodos de trabajo. Se dejó seducir por la filosofía que ya perfilaba Carlos Alberto Parreira al aplicar conceptos más académicos y técnicos a la inspiración natural de los jugadores de ese país. De ahí pasó a Alemania, una escuela que terminó de sentar las bases de su filosofía, que privilegia la preparación física y que por experiencia resulta ser un peso adicional a su favor cuando la balanza marca un equilibrio de fuerzas con el adversario entre la táctica y la técnica.
En su experiencia como técnico en Millonarios, hace ya treinta años, resultó imposible ser ajeno a sus propuestas marcianas, como la de someter en pretemporada a sus jugadores a carreras en pistas de hipódromos o terrenos irregulares en montañas con sacos de arena adheridos al cuerpo. Las críticas no tardaron en aparecer pero al final de la temporada los equipos de Pinto volaban y ganaban por más de una cabeza.
Así, entre polémicas y victorias, acumuló títulos, salió de campeonatos como los buenos toreros, en hombros; pero también sintió en la cara sonoros portazos, como la destitución en 2005 de la selección de Costa Rica en su primera era, o el abandono forzado dos años después del equipo absoluto de su país. Para entonces en las ligas de Colombia, Perú, Venezuela y la misma Costa Rica ya había hecho con éxito sus pruebas de laboratorio, siempre con la idea de que el equipo de fútbol triunfa si se convierte en una fuerza solidaria pero sin dejar nada al azar.
Lejos de dejarse avasallar por los fracasos, Pinto volvía con más ímpetu a liderar un nuevo proyecto. Así fue en septiembre de 2011, cuando asumió por segunda vez las riendas de la Sele en reemplazo del argentino Ricardo La Volpe. La selección arrancó con buenos resultados en los amistosos, incluyendo un empate 2-2 con el campeón mundial España en San José y victorias a domicilio sobre Venezuela y Gales.
Dos años después, la noche del 10 de septiembre pasado, a Pinto, 'el Tirano' para sus detractores, 'Don Jorge' para sus jugadores, se le quebró la voz, y a continuación lloraba como niño en un vestuario del estadio de Kingston. La Sele aseguraba su presencia en el Mundial de Brasil, el cuarto de su historia, y Pinto cumplía su sueño de Nerd, no con Colombia, pero cumplía.
Hasta ahí su historia mostró todos los devaneos posibles con el éxito y el fracaso pero el triunfo de la pasión, como en los tangos. Alfredo Le Pera eligió veinte años para enmarcar ese 'soplo' que es la vida en su composición Volver, el tango que inmortalizó Carlos Gardel. Jorge Luis Pinto, el hombre que ha devuelto a Costa Rica a una fase de octavos de final, necesitó un poco más. Encuentra hoy que no son nada los treinta años que tuvo que esperar para hacer realidad su sueño de dirigir en un Mundial.
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