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MADRID.- No salían sus padres del asombro. "¿Pero tú estás loca?", le espetaron. "¿Estás tonta?", insistieron incrédulos. La niña les había salido rarita. "Pues es un deporte más", contestó ella tras anunciarles que se iba a poner los guantes de boxeo. En la cabeza de Esther (Madrid, 1983) aún resuenan los célebres acordes de Going the distance del fabuloso final de Rocky (John G. Avildsen, 1976). Le marcó para siempre, como a más de una generación. Tanto que fue la chispa que prendió en ella la mecha del boxeo. Cuando su amigo Óscar le retó a ella y a su novio para que se enfundaran un día los guantes, se acordó del aclamado filme de Sylvester Stallone y de las películas de Bruce Lee que le ponía su chico. "Ahí es donde me inspiro, donde encuentro mi puntito", cuenta.
Fue su novio, para segura sorpresa de muchos, el que dimitió con rapidez de la apuesta. "Si voy es para apuntarme, ¿eh?", avisó sin embargo Esther a su círculo de confianza. Y así ha pasado tres años en el gimnasio de Vallecas, en los bajos del estadio del Rayo, en varias etapas. Al principio, trató de compatibilizarlo con sus anteriores trabajos en Correos y como socorrista. Ahora que el paro le atormenta tiene pocas excusas para faltar al entrenamiento, tornado en su pan de cada día. Aun así, no deja de quitar horas al día y a la noche rastreando Internet en búsqueda de empleo. Se deja esos ojazos en el ordenador hasta bien entrada la madrugada en su piso de Ciudad de los Ángeles, algo más al sur de Vallecas, donde vive con sus padres. "Y, de momento, nada", resume resignada.
Hace algo más de un año que se lo toma "en serio". "Si no hubiera venido sólo por temporadas... ya hubiera salido, sería profesional. En esto hay que ser más constante, como está haciendo últimamente. Le falta todavía para pelear", dice quejicoso Manuel. Manolo, para casi todo el mundo. Seis décadas en sus puños y espaldas en el mundo pugilístico. Toda su vida. Primero una carrera como boxeador, en la que sólo tocó la lona una vez de 30 combates que peleó. Después como preparador hasta hoy. Una pelea fratricida le descabalgó quizás demasiado pronto del ring. Pero su hermano era muy bueno. Así que cambió las cuerdas de lado y comenzó a entrenarle. Vendrían luego muchos más. Llegaría el gran Pedro Carrasco, el caído en desgracia Urtain o su puesto en la selección española. Preparó también a Ángel Nieto y hasta hace nada al hijo de Carlos Sainz. "He entrenado a mucha gente buena, mala y regular. De todo. ¡Me vienen a buscar! ¡Yo qué quieres que haga!", exclama con sonrisa pícara. Se enfrentó también a la muerte. La miró a los ojos y salió vivo de un grave accidente de tráfico. "Me dieron hasta la extremaunción".
Hoy ve pasar a diario decenas de chavales. "Me hacen sentir más joven. Me ilusionan, aunque cada vez me cueste más trabajo estar aquí". El día de Manuel del Río García (Madrid, 1932) acontece entre las cuatro paredes del humilde gimnasio. Dice que ni ve el Sol. Sólo le falta una litera en la que descansar cada noche. Cuando el alba asoma y ni las calles están puestas, deja su piso en Moratalaz y se sube al coche con destino a Vallecas. Únicamente detiene la práctica y los gritos para comer y tomar su cortado en el restaurante de al lado, el de Cota. Se mezclan sus voces con los golpes secos en los sacos y los más ligeros en las peras. "¡Piensa que vas a atravesar el saco! ¡Respira! ¡Gírate! ¡Golpea! ¡Con la izquierda!", recita como el cura el Padrenuestro.
Manolo tiene para todos. Para Víctor, más menudo, y para Pablo, un chaval fornido, a los que insta desgañitándose a que dejen el parloteo para después. También para Jaime:
-M: ¿Cómo vas?
-J: Voy tirando.
-M: Pues venga.
-J: ¿A qué pelota le doy? ¿A la que odio?
-M: Sí, a la que odias.
Un cronómetro preside la sala, no más grande que cualquier gimnasio de barrio, con dos rings, alguna máquina de pesas y un par de cintas para correr. Suena una sirena y toca dejarse los nudillos y hacer gala de juego de piernas durante tres minutos. Vuelve a tocar y les aguarda, al fin, un minuto de respiro para que Manolo les corrija. "Ufff", suspira Esther en un extremo, empapada en sudor tras golpear el saco. "Me cansa más la pera, porque no paro de moverme", matiza, tratando aún de respirar. Ni cuenta las calorías que puede llegar a perder. Hay días que con 45 minutos ya tiene suficientes y otros, como hoy, que se pasa horas dándole duro. Es el boxeo un deporte de lugares comunes. El de la evasión es el de ella. "Llegas aquí y los problemas se quedan fuera. Vienes, practicas y si puedes te ríes. Y si no, unas horas de entrenamiento y se acabó. Me olvido de todo lo negativo del mundo. Muchas veces llego cabreada y Manolo me pone las pilas enseguida y desconecto. Esto es como mi pequeña burbuja".
Pero cuando, ya de noche, abandona el recinto se vuelve a encontrar de bruces con la realidad. Como un gancho a la mandíbula. La suya, la del paro y otros problemas. "Los golpes de la vida duelen más porque duran más. Pesan mucho más. Las heridas de ring se curan en una semana o en 15 días, pero las de la vida duran muchísimo". Suena la bocina y toca volver a ese saco relleno de gomaespuma y algodón. "¡Más rápido!", le abronca al instante Manolo. "¡No voy a parar!", responde con disciplina militar. La que reina en este deporte. En el centro de varios sacos, el octogenario domina toda la sala. Gira sobre sí mismo y no se le escapa un movimiento erróneo o una mala cara. Enseguida se vuelve a Víctor, y después torna y encuentra otra vez a Pablo: "¡Con más rapidez! ¡Girando! ¡Unas veces de gancho y otras de crochet!".
Las eminentes arrugas que cruzan su rostro delatan que lleva mucho en esto. Posee suficiente bagaje para haber aprendido lo importante que es la psicología y que esos gritos de guerra hay a quien insufla adrenalina en vena y a quien le hunde. "A algunos chicos casi hay que insultarles: ¡Pero cabrón, muévete!. A otros hay que mimarles más y decirles: Bonito, pero ¿no ves que te están pegando?. Hay que saber a quién se le puede gritar, quién lo necesita y quién no". Es viudo, tiene una hija, dos nietos y seis bisnietos. Ninguno ha seguido ni de lejos sus pasos o los de su hermano. No ha conocido otra cosa que no sea el boxeo y eso que ni le da para vivir bien. "No hay combates, es muy difícil hacer una velada. Si los promotores no ganan dinero, no hacen más de una o dos. Y yo he tenido a gente que arrastraba a público, pero ahora no salen figuras...", afirma con pesar.
Por los ya cada vez más cerrados ojos de Manolo han pasado más de una chica. Esther no es la primera. Tampoco Alba, Estela, Cristina, Andrea o Raquel, que se dejan caer de vez en cuando. La fiebre, según él, comenzó hace una década, cuando Clint Eastwood hizo su obra maestra Million Dollar Baby, que trata la relación entre un veterano y arisco entrenador de boxeo con una joven que aspira a subirse al ring. "Pero poco a poco, porque es muy difícil. Se creen todas que pueden ser como en la película, y no. Vienen y hay quienes aguantan y quienes no. Cuando ven lo duro que es, la mayoría lo dejan".
Es un deporte arcaico y machista en el que Esther se siente como pez en el agua. Como Ali contra Foreman en 1974 en la antigua Zaire. "Entreno como una más, no se meten conmigo ni mucho menos. Nos gastamos bromas de vez en cuando, hay muy buen rollo entre todos. Siempre se ha pensado que el boxeo es un deporte de hombres, pero ya no. Actualmente hay muy buenas luchadoras españolas y en una pelea entre un chico y una chica quizás gane ella, ¿eh?". ¿Y cómo se combate ese machismo desde dentro? "Es muy duro y sacrificado. Pero, ¿no hay mujeres que son bomberas? Y piden las mismas pruebas físicas para hombres que para mujeres. Pues esto es igual: si tú practicas fuerte, te va a dar lo mismo ser un tío que una tía. Es un cambio de mentalidad, no estamos en otros tiempos pasados. ¿No queremos igualdad? Pues hay que actualizarse. Debería estar igual de bien visto el boxeo en ambos sexos".
Voz va y viene, aullidos incluso, con decenas de instrucciones al tiempo que se escucha el leve golpeo de la comba contra la tarima. A Esther le tiembla el pulso pero no la voz para decir que va a ser profesional. Como Hillary Swank en el filme de Eastwood. "Es la misma historia que la de Manolo y la mía. Cuando la vi se me cayeron hasta las lágrimas. Después, cuando llegué a la mitad, me dije: Uff, ya no me gusta nada. Siempre que la veo me quedo en ese parte. No quiero seguir". Sí va a insistir en esquivar los derechazos que le propina la vida y hacer realidad su sueño "hasta que sea viejecita". No verán, eso sí, sus padres los moratones y los ojos negros, para su tranquilidad. "Me los tapo con maquillaje".
FOTOGALERÍA: EL MILLION DOLLAR BABY DE VALLECAS
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