Emaná y Castro. Los dos protagonistas de un duelo delirante, de un partido anclado en la anarquía, sin manipulaciones tácticas; sólo jugadores, el balón y ningún mapa que desdibujara lo insólito de un guión curtido en los errores.
La fachada que presentaba el Mallorca, inmaculado con tres victorias previas consecutivas, no presagiaba el calvario que se encontró ante los de Chaparro. Al ritmo de Emaná, los béticos les torcieron el rostro con una astucia tremenda. Fue clave el camerunés en la redención de los verdiblancos en la primera media hora. Rompieron la lección que traían aprendida los bermellones sin darse un respiro.
Multiplicados en la presión, consistentes atrás y haciendo daño donde duele, entre líneas, dando elasticidad al esbozo que iban a presentar antes del primer tercio del partido. Dos goles en dos errores defensivos visaron el pasaporte visitante. La zaga local, con tan poco cuajo como indolente, llevó a la quiebra el planteamiento de Manzano, asido, como de costumbre a los golpes de autoridad de Arango.
Rumiaban los andaluces una visita festiva ante tanto regalo. Una embajada así anticipaba banderas de victoria sencilla. Sin lastimar ni morder al rival, al Mallorca le crecía la ansiedad. No tenían un rumbo definido, corrían sin sentido en una desorientación bestial. Emaná, tiránico en sus dominios, establecía la jerarquía que daba forma a la catástrofe local.
Codicioso con el poder, al Betis le sobró mucho para mantener los avales que les sostuvieron en el inicio del segundo acto. Sin exquisiteces, asimilaron a sus rivales para emerger con la opulencia del tercero, una definición de Arzu que lacraba el salvoconducto de regreso, poco más de veinte minutos sujetos a la almohada y al sesteo.
Pero el Mallorca se aferró a una mezcla de misticismo y herocidad. Tres goles en contra fueron necesarios para comenzar a mutar con los cambios, el elixir de los de Manzano. La entrada de Castro y Webó hizo rotar la actitud de camiseta dejando un poso de nervios que empacharon la digestión bética, hasta el momento, plácida. Rebelados los de Manzano con un dibujo de precisión ofensiva, definieron la identidad que les asomaba por fuera del precipicio para, en un ejercicio de voluntad, levantarse y hacer sangre en las cicatrices defensivas del Betis.
Fue media hora de enajenación colectiva. Treinta minutos para la gloria de un secundario, el uruguayo Castro. Salió del banco candente, con olor a fuego, con una velocidad de vértigo que desvirtuó el decorado que habían establecido los béticos. Su inventario dejó secuencias de futbolista de enjundia, sin arrugas. Legitimaron entonces, los mallorquines, sus acciones desde el victimismo. Atrevidos, engulleron a los béticos. Descerrajaron la defensa andaluza interpretando, con goles, las razones que casi les dan la victoria. Sin fuerza y, lo peor, sin fútbol, los de Chaparro acabaron suplicando el fin de un partido exagerado.
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