En un país en el que el sueldo diario del 40% de la población es dos dólares diarios, la FIFA y el Comité Organizador de esta Copa Confederaciones decidieron vender las entradas del España-Nueva Zelanda a precios prohibitivos para el poder adquisitivo de los surafricanos: 30 euros las localidades más baratas y 100 euros las más caras.
El resultado de esos precios fue que se desprendió más calor y emociones de las celebraciones de Torres y sus compañeros que de las tribunas desiertas en su mayoría del estadio Royal Bafoken. La complicidad entre Villa y Torres quedó refrendada en sus festejos. Como en la Eurocopa, uno asiste al otro y celebran tanto ser los ejecutores como los pasadores.
Las desangeladas gradas descubrieron al mundo el desapego de la realidad y la falta de sensibilidad que tiene la FIFA cuando hay negocio de por medio. A esos precios, los dirigentes del fútbol mundial y los organizadores convirtieron el choque en un evento elitista.
Esa consecuencia choca con la política de expansión y difusión por el tercer mundo que tanto defiende Blatter desde su sillón presidencial de la FIFA en Zúrich. El entusiasmo y el colorido que se han apreciado en los entrenamientos de España y entre la población de Rustenburgo se quedaron en la calle. Las únicas tonalidades que se apreciaron en las gradas del Royal Bafoken fueron el color vainilla y azul de la inmensidad de asientos vacíos.
Aceptado por la comunidad futbolística que la Copa Confederaciones es ante todo un banco de pruebas para el país que acogerá el Mundial un año después, los precios resultan desorbitados. Se han tasado a precio de primer mundo las entradas de un torneo menor para el que apenas se ha desplazado el turismo pudiente de Europa, Suramérica, Asia y Norteamérica.
Apenas había unas decenas de españoles y neozelandeses en las gradas. Se escucharon débiles cánticos salidos de un grupo de adolescentes surafricanos y unas bocinas indesmayables. Esa fue toda la acústica del partido. Nada que ver con lo que se vio en el partido inaugural, en el que se impuso el lógico tirón de la selección local.
Las frias calvas de las gradas fueron acordes con la pose que adoptó Del Bosque en el banquillo. Ni pestañeó cuando comenzó a fluir la secuencia de goles de Torres. Junto a su ayudante Toni Grande se limitó a procesar la cascada de goles como un trámite al que estaba obligada la selección campeona de Europa.
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