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Unamuno se va de Interrail

Dos cuadernos de viaje que se encontraban perdidos ven la luz y nos muestran a un ensayista todavía en ciernes, observador, irónico y cargado de frescura.

Miguel de Unamuno

MADRID.- “En las logias de Rafael lo que más me gustó fue el Padre Eterno con facha de bonachón, presentando Eva a Adán. Es la Eva más linda, más infantil y más graciosa que he visto, con sus brazos cruzados cubre los senos pero nada más, y está en la actitud de una ternerita pronta al sacrificio”. Pocos podrían decir que estas líneas, entre afectadas y cándidas, pertenecen a don Miguel de Unamuno, gloria de nuestras letras y por aquel entonces estudiante barbilampiño de 24 años que andaba de periplo europeo con su tío por Italia, Suiza y Francia allá por 1899.

Apuntes de un viaje por Francia, Italia y Suiza (Oportet Editores) recupera unos cuadernos que se creían perdidos y que un misterioso donante puso en manos de Pollux Hernúñez, doctor de la Universidad de La Sorbona, escritor, traductor y crítico teatral. El resultado es un sorprendente volumen que nos muestra a un joven bilbaíno de escapada tras varios fracasos académicos —intentaba aprobar unas oposiciones que se le resistían— y enamorado hasta las trancas de la que por aquel entonces era su novia, Concepción Lizárraga, con la que más tarde contraería matrimonio.

“No voy a comprar fotografías [postales] porque empobrecen la realidad”

Un “viaje de mocedad”, como recordaría el filósofo años atrás, del que quiso registrar todo lo que aconteciese: “No voy a comprar fotografías [postales] porque empobrecen la realidad”, escribía entusiasta. El peregrinaje arranca en Bilbao el 28 de junio de 1889 y discurre por Barcelona, Girona, Montpellier, Arlés, Marsella, Tolón, Niza, Montecarlo, San Remo, Génova, Pisa, Florencia, Roma, Nápoles, Pompeya, de nuevo Roma y Florencia, Milán, Lucerna, Berna, Ginebra, París, Cestona y Alzola, para regresar finalmente a Bilbao el 15 de agosto.

Luces y sombras

“La revolución me huele a algo canallesco, a mucho ruido y pocas nueces"

Sorprende la mirada exigente del joven Unamuno. No duda, pese a su bisoñez, en pasar revista de todo lo que ve y, curiosamente, será París y su gran Exposición Universal lo que despierte las iras del futuro ensayista: “Esta Babilonia me da patadas en la barriga, es la cosa más cargante…”, en referencia a la Expo, por no hablar de su emblema principal, la Torre Eiffel: “Produce opresión, pequeñez”, tildándola de ser “el último juguete parisino”. No contento con ello, carga incluso con cierta vehemencia contra su gran legado internacional: “La revolución me huele a algo canallesco, a mucho ruido y pocas nueces […] La mamarrachada de Liberté, Egalité, Fraternité…”. Pero pese a estos arrebatos ultramontanos, el joven Unamuno no es de piedra y se deja embelesar por las damiselas que encuentra a su paso en Marsella: “Por las calles, mujeres empolvadas, escotadas, que parecen buscar a mamá y se paran en las esquinas”.

Harán las delicias del viajante, en cambio, ciudades como Florencia y Pompeya. La primera infunde en el filósofo una suerte de arrobamiento tal que pasa a convertirse en su segunda patria: “¡Ay, Florencia, mi Florencia! Apenas ha llegado a mí el dulce dejo de tu aroma y tengo que dejarte. Hoy me he creído en mi patria, me figuraba vivir de esta vida, respirar al Dante y volver a ser niño envuelto en el espíritu de Fra Angélico”.

Pompeya, por su parte, inspira al viajante como pocas ciudades, debido —en gran medida— a la pasión que éste siente por la obra del poeta romántico Giacomo Leopardi. “El pobre Leopardi —escribe Unamuno a su paso por los vestigios— halló su inspiración más viva en aquellas ruinas que tanto se parecen a su alma, desiertas, destrozadas, mudas de acentos de vida, respirando muerte y como el alma del poeta llenas de luz, de aroma y de color de los viejos tiempos del paganismo antiguo”.

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