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Los últimos versos que yo te escribo

HENRIQUE MARIÑO

El último verso de Antonio Machado aún resuena, 75 años después de su muerte, en el bolsillo de su gabán: Estos días azules y este sol de la infancia, una regresión a su niñez en aquel patio de Sevilla. El poeta andaluz, que dejó este mundo en el exilio de Colliure mientras las dos Españas se hundían hasta las rodillas en el fango de la contienda fratricida, también nos brindaría en Juan de Mairena la última queja de Valle-Inclán antes de morir: 'Cuánto tarda esto'.

Lo recuerda el crítico literario Iñaki Uriarte, quien ha hecho de sus Diarios, publicados por Pepitas de Calabaza, un ejercicio metaliterario trufado de citas de autores. En el anecdotario no abundan los últimos versos, ni las sentencias en el lecho de muerte, tampoco los epitafios, porque el escritor vasco desconfía de su autenticidad. 'Me parecen grandilocuentes y, aunque pueda resultar gracioso­ o interesante saber qué dijeron, muchos fueron malinterpretados. Es el caso de Goethe'. El poeta romántico alemán dijo aquello de '¡Luz, más luz!' antes de expirar en marzo de 1832 en Weimar. 'Lo único que pedía era que alguien corriese la cortina de la ventana', ironiza Uriarte.

Concidió con Valle el novelista francés Honoré de Balzac, que asistió impaciente a la llegada de la guadaña en time-lapse: 'Ocho horas con fiebre. ¡Me habría dado tiempo de escribir un libro!'. Hubo quien lo logró, al menos en formato breve. Escritores de muerte premeditada que rubricaron su última voluntad en una nota o en la página de un diario. 'Ni una palabra más, un gesto', firmó Cesare Pavese una semana antes de suicidarse en un hotel de Turín.

La urgencia del relato no tiene por qué estar reñida con su calidad. 'Puede tener un valor literario extraordinario y, en el caso del escritor italiano, sus últimos folios estaban cargados de interés', explica el poeta Antonio Lucas, quien también elogia Mi suicidio, de Henri Roorda, más allá de su condición testimonial. 'Por no hablar de los textos que, ya destruida, escribió Alejandra Pizarnik: son brutales'. A la argentina le pudieron los barbitúricos.

Abundan las plumas que se dejaron llevar por la poética del suicidio. Aquejada de una enfermedad incurable, la argentina Alfonsina Storni envía al periódico La Nación el poema de despedida Voy a dormir, tal vez dedicado a su hijo Alejandro, y poco después se adentra para siempre en las aguas de La Perla. 'Si él llama nuevamente por teléfono / le dices que no insista, que he salido'. Era octubre de 1938, tres años antes de que Virginia Woolf fuese engullida por el río Ouse, cerca de su casa de Sussex. Deprimida, le dejó a su esposo unas líneas bellas ('No creo que dos personas pudieran ser más felices que lo que hemos sido tú y yo') y trágicas ('Así que hago lo que me parece lo mejor que puedo hacer').

Hunter S. Thompson acompañó el tiro que lo descerrajó en su rancho de Colorado en 2005 de una nota titulada La temporada de fútbol ha acabado, en la que se declaraba un viejo codicioso. 'Estoy siempre insoportable. No soy divertido para nadie. Compórtate de acuerdo con tu avanzada edad. Relájate, no te va a doler'. Mishima, nobleza obliga, había preferido hacerse el haraquiri tras una intentona de golpe de Estado para devolver el poder de Japón al emperador. No sin antes dejar un jisei no ku o poema de despedida. Aquella mañana de noviembre de 1970 también envió a su editor La corrupción de un ángel, última parte de la tetralogía El mar de la fertilidad, que sería editada póstumamente.

Otros lucharon hasta la sepultura, como Víctor Jara. Detenido y torturado, escribió su último poema, Somos cinco mil o Estadio Chile, en los días previos a su asesinato en la cancha de baloncesto que hoy lleva su nombre. Una placa recuerda las 'diez mil manos menos' y el espanto que provocaba el rostro del fascismo en septiembre de 1973: '¡Cuánta humanidad con hambre, frío, pánico, dolor, presión moral, terror y locura!'. Pancho Villa, en cambio, no supo siquiera qué decir cuando le tendieron una emboscada en 1923. 'Es una anécdota curiosa, porque el revolucionario mexicano le pega un grito a un periodista para dejar unas últimas palabras: ¡Escriba usted que he dicho algo!', rememora Uriarte.

La certeza de la fatalidad también llevó al combativo Juan Gelman a entregar a Joaquín Sabina un testamento poético donde anticipa su muerte, según revelaría el cantante español. Verdad es, fechado en La Condesa el pasado octubre, sugería que el poeta argentino habitaba en la antesala de la leucemia. 'Esqueleto saqueado, pronto / no estorbará tu vista ninguna veleidad. / Aguantarás el universo desnudo'. Aquejado por el mismo mal, Charles Bukowski se compró un fax en 1994 por el que realizaría un único envío. Dieciocho días antes de su muerte en California, su editor leería, entre otros, un verso premonitorio: 'Es demasiado tarde'. Fin a 73 años de vida disoluta.

Claro que las atribuciones erróneas rondan muchas de estas composiciones. García Márquez y Galeano, felizmente vivos, no se libraron de que su firma fuese estampada en textos ajenos. Y Borges no escribió  'sé que me estoy muriendo' sino que podría haber sido el caricaturista estadounidense Don Herold. Así comenzaba Instantes: 'Si pudiera vivir nuevamente mi vida, en la próxima trataría de cometer más errores'. Benedetti, en cambio, nunca se arriesgó a que sus versos se perdiesen en el olvido de un cajón y, hasta 2009, enviaba a su agente cada poema nada más terminarlo.

Tal vez las últimas palabras por excelencia sean las grabadas en una lápida. 'El epitafio es el hashtag que resume una vida. El intento de sintetizar al fin y al cabo la existencia antes de que alguien escriba un texto que no tiene nada que ver contigo', concluye Antonio Lucas, Premio Loewe por Los desengaños. La nómina es extensa y, en ocasiones, equívoca, pues muchos fueron pronunciados en vida pero nunca figuraron en la tumba. Otras veces, se quedaron en meros deseos y peticiones. Al autor de A sangre fría le gustaba éste: 'Truman Capote lamenta profundamente su desaparición física'.

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