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Ryan Murphy explota en Hollywood una fórmula similar a la vista en The Politician y explora desde el sarcasmo, la crítica, el color y el exceso que caracterizan la estética de muchas de sus producciones las bambalinas de un sector concreto y, en gran medida, mitificado. En su anterior trabajo para Netflix el objeto de su particular autopsia fue la política y cómo se construye al candidato perfecto. En esta, el cine y a qué parte de uno mismo se está dispuesto a renunciar para triunfar. La diferencia entre ambas está en el empeño en que caigan bien los protagonistas. Y eso no siempre funciona. Menos aún, hoy en día.
Ambientada en Los Angeles de los años cuarenta la serie se alimenta de una ciudad llena de soñadores con aspiraciones a ser alguien en el negocio de la gran pantalla. La trama se enreda en torno a un grupo de jóvenes cuyos caminos acaban confluyendo. El primero de ellos, Jack Castello (David Corenswet), un joven soldado que a su regreso del campo de batalla, casado y con una mujer embarazada que le estorba -porque esa así-, intenta abrirse camino ante la cámara con más físico que talento. A él se suma Raymond (Darren Criss), el director medio filipino que ha de pasar por el aro de rodar por encargo esperando después hacer ‘su’ película. Junto a ellos, Archie (Jeremy Pope) y Camille (Laura Harrier), el guionista de talento y la actriz sobresaliente relegados por su color de piel.
Para ponerle un poco más de picante a la historia, sus responsables salpican el guion de esta miniserie de siete episodios con personajes que existieron en el mundo real colocándoles en un segundo plano o, incluso, como si fuesen attrezzo. El responsable de Glee y Pose inventa una historia alternativa y, por lo que se apunta en su primera mitad, más dulce. Algunas de las personas reales mencionadas serán conocidas para el gran público, como el caso de ese Rock Hudson obligado a esconder sus sentimientos y sus relaciones por no encajar en el canon de galán que entonces vendía películas. Otras, no tanto. Como el agente Henry Willson, al que interpreta un Jim Parsons muy alejado de Sheldon y su alergia al contacto.
Lo que se plantea en los tres primeros episodios de Hollywood vistos antes del estreno es una industria dividida en dos territorios. A un lado, quienes quieren llegar alto. Al otro, quienes ya están ahí. Los aspirantes son outsiders discriminados por su sexo, raza o identidad sexual y durante casi la mitad de los episodios de lo que se trata es de hasta dónde están dispuestos a venderse. Todos tienen buen corazón y, aunque traicionen a sus parejas e incluso a sí mismos, la serie se empeña en que caigan bien.
Los poderos, en su mayoría, son dibujados como gente que abusa de su posición y su situación privilegiada para conseguir lo que no lograrían de otra forma. De ahí su promoción del intercambio de favores o dinero en metálico a cambio de lo que desean y no se atreven a decir abiertamente. Nada nuevo. Y en ese juego del tira y afloja entre unos y otros en el que siempre pierden los mismos -hasta que Murphy decide que dejen de hacerlo- la moneda de cambio es el sexo. Sexo a cambio de una audición, de un papel, de una película o de dinero para poder pagar las facturas.
En el momento en el que algunos dicen ‘hasta aquí’, comienza otra serie. Quieren cambiar un statu quo injusto y presentan batalla. Entonces Hollywood empieza a cumplir esa premisa que se anunciaba en las sinopsis oficiales, la de mostrar "cómo sería el mundo del entretenimiento si estas dinámicas hubieran desparecido". No es difícil entrever en esta crítica al sistema de estudios de los años cuarenta una mucho más actual. No han cambiado tanto las cosas desde entonces.
El rodaje de un drama con guion de Archie y dirección de Raymond sobre la trágica vida de Peg Entwistle, actriz francesa a la que el sistema engulló y maltrató hasta el punto de que acabó suicidándose lanzándose desde la H del enorme cartel de Hollywood, se convierte en su club de activistas cinematográficos para cambiar el rumbo de la historia. Esa que Murphy y sus colaboradores reescriben a placer bajo el supuesto de lo que debería haber sido y no fue: más oportunidades para las minorías, para los ninguneados y finales más felices y menos trágicos. En ese movimiento entran también algunos personajes de la orilla de los poderosos, el de ACE Studios, con una maravillosa Patti LuPone a la cabeza interpretando a la esposa del jefe de todo.
Como cabe esperar de una serie de Ryan Murphy, que cuenta con la colaboración de Ian Brennan y Janet Mock, todo está contado con un diseño muy colorido, muy llamativo visualmente, mucha música, mucha gente guapa y, cuando considera que toca, grandes excesos. Es marca de la casa, parte del sello Murphy. Son esos derroches visuales, pero a veces también narrativos o de tono, los que suelen encandilar a quienes son espectadores habituales de sus series. Aspecto que, al mismo tiempo, expulsa de ellas a quienes no comprenden su necesidad cuando la historia y los personajes son suficientes en sí mismos. Ponerse de acuerdo cuando de una serie de Murphy se trata es misión imposible.
Dentro de este tono hiperbólico es donde se enmarca, por ejemplo, el personaje de Dylan McDermott, quien interpreta a Ernie West, el siempre gesticulante y alegre dueño de una gasolinera en la que lo que se vende no es gasolina sino una suerte de catálogo de chicos de compañía que se suben en el coche de quien diga la palabra mágica: ‘dreamland’.
Lo que no se le puede negar a Hollywood es que acabará dando lo que promete dentro del estilo de quien está detrás y de la premisa de la que parte. De la misma manera que, pese a ambientarse en el mismo universo, el cinematográfico, poco tiene que ver con Feud y su narración de la enemistad entre Joan Crawford y Bette Davis a comienzos de los sesenta. En Hollywood hay mucha más fantasía. En todos los sentidos.
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