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Actualizado:El coronavirus fue una tapadera para encubrir una red mundial de trata de menores y el hospital de campaña instalado en Central Park durante la pandemia, una pantalla para ocultar el traslado de niños topo, esclavos sexuales de los poderosos, cuya impunidad les había llevado a encerrarlos bajo el parque más popular de Manhattan. Lógicamente, esto es el argumento de un relato de ficción, pero nadie niega que en ciudades como Bucarest o Bogotá haya chavales que malviven en alcantarillas, víctimas de la pobreza, de abusos y de adicciones.
Mariana Enríquez (Buenos Aires, 1973) es una de las nuevas plumas del terror hispanoamericano. Desde niña, la escritora y periodista mamó el género de la biblioteca de sus padres, donde había obras de todo tipo que, sin pretenderlo, también la conducían al miedo. Y escuchó con devoción las historias supersticiosas que le contaba su abuela. Por ejemplo, en aquella habitación rodeada de libros había un piano que debía permanecer siempre cerrado, le advertía, pues si se quedaba abierto al diablo podría darle por tocarlo.
El miedo que destila un cuento infantil como mecanismo de protección ante el peligro y lo desconocido en este caso no pretendía preservar la inocencia de la pequeña Mariana, sino las teclas del propio piano. Es más, a ella aquellos relatos no le resultaban oscuros, sino divertidos. Y de lo tangible —el teclado, la tapa siempre bajada, los ojos inmóviles de las muñecas de porcelana que decoraban la estancia, una puerta que conducía a un sótano que no era más que un depósito olvidado— supo exprimir un jugo amenazante.
Porque el terror de Enríquez hace pie en la realidad, o sea, contiene una dosis de verosimilitud que le permite adentrarse con flotador en las agitadas aguas de lo sobrenatural. Turba al lector desde la cercanía, desde lo cotidiano, desde dentro. Así, la casa puede ser el escenario ideal del miedo, un lugar que parece seguro pero no lo es, porque el monstruo sabe dónde te refugias. Sucedió en la dictadura argentina —la temida criatura vestía uniforme militar— y también durante el confinamiento.
Blindados ante el enemigo exterior, el hogar terminó convirtiéndose en una jaula. Si no te protege, cree Enríquez, el espacio doméstico se torna el más siniestro. Esa mirada, que deforma lo común para revelarnos lo tenebroso, también se nutrió de la crónica negra. Es decir, de las noticias de sucesos, pero también de la muerte que se respiraba en el ambiente cuando era una cría: las torturas, los desaparecidos o los secuestros de niños, ese miedo a no ser quién es uno.
En definitiva, el terror de lo cotidiano, cuando lo cotidiano también puede ser una dictadura. Aunque ella no la sufrió en carne propia, el trauma también era horror. Y de esa realidad siniestra de la Argentina surgió Nuestra parte de noche, Premio Herralde de Novela 2019, porque Enríquez entiende que en su país el terror también es crónica política y social, lo que motivó que se retrotrajera al Proceso y que se enfangase en los suburbios.
Aquellos recuerdos, las lecturas góticas, los descubrimientos posteriores —Stephen King la condujo a Shirley Jackson—, la cultura audiovisual y su abuela, la primera cuentista de terror, la han llevado a convertirse en una de las voces del género en español. Sobre todo, en formato corto (Los peligros de fumar en la cama, Las cosas que perdimos en el fuego), aunque a los diecinueve años debutó con una novela drogota, Bajar es lo peor, y luego practicaría la crónica, léanse sus viajes a cementerios en Alguien camina sobre tu tumba.
Ahora, en cambio, su referente es otro, si bien en su nueva obra, El año de la rata (Libros del Zorro Rojo), a veces tampoco queda claro qué es realidad y qué es ficción. Vuelve también a perturbar al lector cuando juega con hechos reales —el hospital de campaña instalado en Central Park—, algunos tan increíbles que parecen producto de su imaginación: una empresa de fumigación cuyo equívoco eslogan es Matamos por encargo o un camión que circuló por México repleto de cadáveres procedentes de morgues saturadas hasta que falló el sistema de refrigeración y fue abandonado.
Las historias son suyas, pero parten de las ilustraciones de Dr. Alderete, su amigo y artista al que admira. "El proceso fue muy sencillo. Él se puso a dibujar mucho en los primeros meses de la pandemia y se le ocurrió que le pusiera textos a algunos dibujos. A ver si podía tener proyección o no: nada planeado seriamente, fue muy lúdico", explica desde Buenos Aires la escritora, a quien no le seduce el dietario vírico como género, o sea, las crónicas personales que proliferaron durante la pandemia.
"Escribí de acuerdo a la sugerencia de las ilustraciones. No es un libro mío: es de los dos", matiza la autora de El año de la rata, satisfecha con una forma de trabajar "poco convencional" e interesada en sumergirse en el universo del artista. "No quise interpretar su trabajo, sino pensarlo y darle mi interpretación, pero no acercándolo a mi mundo y a mis obsesiones", añade Enríquez, quien se dejó influenciar y seducir por el trabajo de Dr. Alderete antes de "imaginar otras posibilidades".
Los relatos, más que de terror, son distópicos, fantásticos, mitológicos o sobrenaturales, pese a que algunos puedan resultar terroríficos. Enríquez marca distancias respecto a su producción anterior, aunque la experiencia ha sido sanadora. "Para mí, en ese momento sirvió también como limpieza de obsesiones que tenía muy frescas con Nuestra parte de noche. Fue una manera de sumergirme en otro universo", reconoce. "Así que claro que son muy diferentes, porque no diría que los textos son totalmente míos".
Admiradora de Ray Bradbury y de Silvina Ocampo, a quien le dedicó un libro, La hermana menor, la escritora argentina se aferra a algunas vivencias recientes porque el miedo, si es local y contemporáneo, según ella cala todavía más. Todo sea para que el terror sea disfrute, no tormento, que es como lo siente como lectora. "Creo que hay un fondo de fin de los tiempos, de sensualidad, de conspiranoia, de lo inexplicable", reflexiona sobre el contenido de los textos, cuyos dibujos fueron concebidos durante la pandemia.
"Yo, personalmente, no busco nada más que acompañar la sensación de esos primeros meses tan extraños a través de las ilustraciones y los relatos, muchos basados en hechos reales, algunas pequeñas crónicas inclusive, aunque nunca se distingue eso", concluye Mariana Enríquez, cuyos relatos son ora fantásticos, ora anclados en lo mundano, a veces sea más perturbador que la ficción. "Bueno, lo cotidiano es inquietante porque la realidad es muy extraña, ¿o no?".
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